La crisis financiera de 2008 dio lugar al movimiento de los indignados, con presencia en varios países europeos, especialmente en los del Sur, donde se sufrieron con mayor vehemencia los estragos de las draconianas medidas de austeridad. Impulsados por este fenómeno de protesta contra el neoliberalismo, el capitalismo salvaje y la pérdida de identidad de las opciones socialdemócratas partidos como el español Podemos, el griego Syriza y el Bloco de Esquerda portugués se convirtieron en fuerzas políticas determinantes que amenazaban con dar un Sorpasso (rebasar en las urnas) a los grandes partidos socialdemócratas europeos, los cuales parecían destinados a la extinción por haber abrazado con demasiado entusiasmo a la economía de libre mercado durante el período de la llamada “Tercera Vía” en la década de los noventa. Para colmo, la mayoría de los partidos de centroizquierda respaldaron la austeridad fiscal después de la crisis financiera. Los votantes ya no podían ver la diferencia entre la centroizquierda y la centroderecha.
Pero ahora estas izquierdas indignadas están atravesando una ingente crisis existencial. Podemos fue humillada en los comicios regionales del pasado 28 de mayo, Syriza sufrió una clara derrota frente a los conservadores en las recientes elecciones generales griegas, el Bloco de Esquerda es cada vez más irrelevante y en el Reino Unido la izquierda radical de líderes como Jeremy Corbyn ha sido barrida dentro del Partido Laborista. Los votantes no están viendo a estas opciones como instrumentos para defender una agenda social, pese a que las encuestas señalan a la lucha contra la desigualdad como una de las principales preocupaciones ciudadanas.
Apenas hace menos de una década un exultante Pablo Iglesias aparecía ante miles de seguidores reunidos en la plaza del Reina Sofía en Madrid para festejar la elección de cinco diputados de Podemos al Parlamento Europeo. Emergía entonces una esperanza política en una España vapulada por la recesión. Un año más tarde llegaba al poder Alexis Tsipras en Grecia con un severo discurso contra las políticas de austeridad de la UE y una convocatoria de un referéndum para votar sí o no a los rescates planteados por la famosa Troika europea, donde el 60 por ciento de los ciudadanos votó por el No. El asalto a los cielos parecía estar al alcance de la mano. Pero Tsipras debió recular. La presión dentro y fuera de un país sin liquidez y en caída libre provocó el rompimiento de las audaces promesas electorales. Tuvo que convocar de nuevo elecciones. Volvió a ganar, pero también inició su desgaste.
En 2015 Podemos se convirtió en tercera fuerza electoral en España. El Sorpasso al PSOE parecía solo cuestión de tempo. Pero errores de Iglesias, un dirigente asaz autoritario y personalista, lo impidió. En las dos citas electorales de 2019 Podemos quedó en tercero. Cierto, acabó compartiendo gabinete con el PSOE, pero la tendencia también en este caso estaba marcada. Primero vinieron una serie de derrotas a nivel local, destacando la humillación sufrida por Iglesias en las elecciones en Madrid de 2021. Después llegó el batacazo del 28-M y ahora, rumbo a las generales de julio, Podemos se ve obligado a subsumirse en Sumar, la nueva expresión a la izquierda de los socialistas dirigida por la carismática e inteligente Yolanda Díaz, con el propósito de evitar la desaparición total.
El caso griego es fundamental para entender todo el escenario. Syriza pasó de ser la referencia de la izquierda alternativa a cosechar resultados electorales calificados como fracasos sin paliativos. En 2019 una victoria aplastante de los conservadores del partido Nueva Democracia envió a Syriza a la oposición, y ahí se ha mantenido desde entonces perdiendo cada vez más apoyos. El mes pasado el Nueva Democracia dobló en escaños (145 frente a 71) Syriza. Una situación similar se dio en Portugal, donde el histórico Bloco de Esquerda, que gobernaba desde 2015 en coalición con los socialistas de Antonio Costa, en los comicios de 2022 apenas logró ganar cinco escaños.
¿A qué se debe esta fugacidad de la izquierda indignada? El desgaste de los líderes influye mucho, desde luego. Pasa siempre con todo movimiento personalista. Pablo Iglesias fue el alma de Podemos desde su fundación, pero desarrolló un “hiperliderazgo” que generó discrepancias con otros fundadores e incluso escisiones dentro de la formación. Tampoco ayudó a su imagen de líder de “indignado” haber comprado un “chalé” con piscina de más de 600 mil euros, y sus vínculos con los “bolivarianos” de Venezuela eran duramente criticados por tirios y troyanos. Por su parte, Tsipras pagó el precio de haber sido un gobernante responsable. Dirigió a Grecia como un socialdemócrata tradicional, afrontando la reestructuración económica y social de su país con decisiones difíciles y, muchas veces, impopulares. Para ello, abjuró de un programa radical lleno de voluntarismo, atajos y buenos deseos. Decidió enfrentar los problemas con decisiones valientes y realistas. Eso pasa factura en las urnas. La demagogia siempre vende mejor. Esa es una de las tristes verdades de la democracia y una de las causas de su crisis.
Lo sucedido con Tsipras encierra una colosal ironía: simbolizó la pérdida de identidad de los partidos de izquierda indignada, los cuales, en su momento, se valieron de ese mismo fenómeno cuando afectó a las formaciones socialdemócratas. Haber asumido responsabilidades de gobierno ya sea en solitario, como Tsipras, o formando parte de coaliciones como socios minoritarios de los socialdemócratas les obligo a renunciar a la aplicación de sus propuestas más aberrantes. Pero la mayor parte de los comentaristas de temas europeos señala al fin del ese escenario de indignación como causa principal de la debacle de los radicales. El auge de la izquierda indignada se enmarcó en los años posteriores a la crisis de 2008, aprovechando la gran furia popular contra los financieros internacionales, la decadencia de los partidos socialdemócratas y el ansia general de ensanchar la democracia. Todo eso se agotó con la relativa recuperación económica, la pandemia, el agravamiento de la crisis de los refugiados, la progresiva degradación del medio ambiente y -lo peor- el fortalecimiento de los populismos de derecha. Y aunque algunos proyectos de izquierda alternativa se están adaptando mejor, como es el caso de Sumar de Yolanda Díaz y la Francia Insumisa de Jean Luc Mélenchon, la mayoría se quedaron estancados en la denuncia al capitalismo salvaje o enfrentando crisis de identidad y liderazgo.
Por último, también cuenta el auge de los partidos ecologistas los cuales están capitalizando la preocupación del cambio climático, cada vez más prioritario en las preocupaciones de las generaciones jóvenes. En Francia, Alemania o Austria los partidos ecologistas ocupan un lugar privilegiado en el arco parlamentario. Termina así el ciclo de una izquierda que hizo de la indignación su bandera y se erigió en intérprete de una generación de votantes y dirigentes renovadores, pero cuyos programas electorales quedaron como, a fin de cuentas, terminaron también los viejos sueños socialistas: solo castillos en el aire.