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viernes 08 noviembre 2024

La degradación de la democracia mexicana. Entrevista a José Woldenberg

por Ariel Ruiz Mondragón

Las tentaciones autoritarias en el México actual, encarnadas principalmente en el presidente Andrés Manuel López Obrador, plantean un severo desafío al esfuerzo democrático en el que se ha empeñado la sociedad mexicana desde hace décadas y que pueden implicar una regresión política importante.

En la polarización política que el país ha vivido en los años recientes, ya es muy claro que uno de los ejes de la disputa es el de continuar con la difícil y compleja construcción democrática o la de una reversión hacia el autoritarismo en aras de una presunta transformación, especialmente en el aspecto social y económica, cuyos resultados han resultado muy pobres.

Para contribuir a la discusión sobre el tema, José Woldenberg acaba de publicar el libro La democracia en tinieblas (Cal y arena, 2022), en el que reúne diversos textos sobre el reto que desde la coalición gobernante se ha enderezado contra la democracia mexicana.

En su libro, Woldenberg anota: “Desde mi perspectiva, es eso precisamente lo que se encuentra en juego: autoritarismo o democracia. O el proyecto del presidente o la fortaleza y resistencia de lo mucho o poco que el país ha construido en términos democráticos: normas, instituciones, procedimientos y valores que siguen ahí, actuando con obstinación para ofrecer un mejor marco para la coexistencia y competencia de nuestra pluralidad política”.

Sobre el contenido del libro conversamos con Woldenberg (Monterrey, 1952), quien es doctor en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fue consejero presidente del Instituto Federal Electoral, además de presidente del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Autor de más de 25 libros, fue director de Nexos y ha colaborado en periódicos como El Universal, Reforma y La Jornada. Tiene un doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de Guadalajara (2006), además de que ha obtenido los premios Nacional de Periodismo (2004) y Universidad Nacional (2020), así como la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica (2008).

Ariel Ruiz (AR): Veamos la trayectoria de sus libros sobre la democratización mexicana: primero La mecánica del cambio político, Historia mínima de la transición a la democracia y La democracia como problema, hasta los más recientes: En defensa de la democracia, Contra el autoritarismo y ahora La democracia en tinieblas. Parece el camino de una degradación política que ha padecido el país. ¿Por qué ahora este libro?

José Woldenberg (JW): Me da gusto que recupere esos libros que usted ha enunciado. La mecánica del cambio político y la Historia mínima de la transición democrática fueron escritos bajo un aliento básicamente optimista. De lo que dan cuenta esos textos es de un cambio para bien de nuestro país: el tránsito de un sistema autoritario a una germinal democracia. Lo que tratan de ilustrar es cuál fue el trayecto a través del cual México fue capaz de desmontar muchas de las normas, instituciones y relaciones autoritarias para ir construyendo, paulatinamente y de manera zigzagueante, una fórmula de gobierno en la cual la diversidad política pudiera convivir y competir de manera institucional y pacífica.

Los tres últimos libros a los que usted hace alusión y que he publicado desde 2019 hasta la fecha, de lo que dan cuenta es de una preocupación que no es sólo mía sino de mucha gente: cómo mucho de lo construido en el terreno político se está degradando, erosionando. Desde el gobierno emanan señales y algo más que me da la impresión de que quisiera reconstruir un sistema autoritario, hiperpresidencialista, en el que el presidente concentre las facultades fundamentales, donde los otros poderes constitucionales estén subordinados a la voluntad de Andrés Manuel López Obrador, quien no aprecia lo que han aportado los órganos de Estado autónomos, que no se preocupa por el desarrollo de la educación, de la ciencia, de la cultura, que desprecia al periodismo independiente y a las organizaciones de la sociedad civil.

Por eso digo en este último libro: creo que lo que se está jugando en México hoy, en los próximos meses y en los siguientes años es si México tendrá una vida política en un marco democrático o en uno autoritario.

Esa es la preocupación fundamental.

AR: El dilema que plantea muy claramente en el libro es entre democracia y autoritarismo, este representado fundamentalmente por el presidente López Obrador. ¿Quiénes representan estos polos? En el libro hay una presencia escasa de los partidos de oposición, y sí una referencia más fuerte al movimiento feminista, por ejemplo.

JW: Simplificando mucho, la coalición gobernante, por supuesto encabezada por el presidente de la República, ha demostrado que sus resortes son básicamente autoritarios.

Del otro lado, la oposición es múltiple, fragmentada, pero existente. Están los partidos políticos, muchos de ellos desfigurados pero que tienen una presencia. Hay que ver con cuidado los resultados de la elección a la Cámara de Diputados de 2021: los cuatro partidos opositores (PAN, PRI, PRD y Movimiento Ciudadano) sacaron más votos que los tres partidos de la coalición gobernante (Morena, Partido Verde y el PT). Lo que eso nos quiere decir es que la mayor parte de los ciudadanos mexicanos en esa elección votaron por partidos distintos a los que hoy gobiernan.

Allí lo que tenemos, sin ninguna duda, es una sociedad plural que no quiere ni puede ser alineada bajo el mando de un solo partido, de una sola voz, y que hay una resistencia. Además, el archipiélago de organizaciones de la sociedad civil que tienen sus agendas propias y sus formas de ver la política es muy vasto: de organizaciones de defensa de derechos humanos, de los recursos naturales, feministas, gays. Es decir, son muchas las personas que tienen sus propias agendas y que saben que sólo las pueden desarrollar a través de un marco democrático.

Está la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que, por supuesto, ha tenido zigzagueos y malas decisiones, desde mi punto de vista, pero que sigue allí y que en algunos casos ha frenado algunos de los excesos del presidente, aunque no todos los que debía.

Tenemos, además, un periodismo en el que hay muy diferentes voces, donde se hace análisis, investigación, que plantean críticas al gobierno y en el que también radica una reserva democrática.

Contamos con las universidades públicas, en las que, por su propia naturaleza, coexisten muy diversas corrientes de pensamiento; sólo que se las desnaturalice hasta un extremo que no me quiero imaginar, podrían encuadrarse en una sola ideología o un solo cartabón de pensamiento.

Están los órganos autónomos del Estado, de los que algunos se han vencido ante las presiones gubernamentales, pero, sin duda, muchos han resistido de manera muy digna.

Al final de todo, lo que más resiste es la sociedad mexicana, en la que palpitan intereses, puntos de vista e ideologías muy distintas. Es muy difícil que un solo partido, una sola ideología, una sola persona pueda ser el representante de esa diversidad. Claro, hemos visto otras experiencias de cómo sociedades igualmente diversas acaban siendo alineadas a un solo bando; cuando eso sucede podemos decir que estamos en un autoritarismo descarnado. Pero todos sabemos que la mexicana es una sociedad plural, en la que unos se identifican con A, otros con B y algunos con C y D. La pretensión de reducir u homogeneizar eso a mí me parece casi antinatural. No digo que no sea posible por lo que ya se ha visto en otras latitudes, pero por supuesto que no es deseable, y hay una constelación de organizaciones, sujetos e instituciones que creo que resisten esa pulsión autoritaria.

AR: Usted hace una crítica de diversas ideas de la democracia, por ejemplo la de que llegó y el país no estaba preparado para recibirla. Una de las que más preocupa es la que ha enarbolado el movimiento de López Obrador: a partir de su llegada al poder ahora sí hay democracia, que estamos en camino de una que es “auténtica”, “verdadera”, “profunda”, y como ejemplo de ello están la consulta popular sobre los actores políticos del pasado y la revocación de mandato, además de una prometida desaparición de plurinominales (que luego resultó que la iniciativa presidencial dice exactamente lo contrario). ¿Qué opina de este proyecto?

JW: Primero, hay que decir que el actual gobierno es fruto de la democracia mexicana: si no se hubieran construido en los últimos años las reglas, las instituciones y las condiciones para que nuestras contiendas electorales fueran democráticas (transparentes, legítimas, participativas), pues simple y sencillamente hoy el presidente no sería Andrés Manuel López Obrador.

Entonces, la democracia no se inicia ahora, sino gracias a la que se ha construido es que él arribó de manera legítima y legal a la presidencia de la República. Ahora bien: llegó allí también porque había un enorme hartazgo con quienes lo precedieron por los fenómenos de corrupción, la violencia expansiva, la inseguridad, el no crecimiento de la economía y a que no había un horizonte promisorio para los jóvenes que se integraban al mercado de trabajo, la persistencia de la pobreza y la desigualdad. Todo eso fue el caldo de cultivo e hizo posible que López Obrador sea hoy presidente.

Pero ambos aspectos fueron necesarios para que él llegara: por un lado, el hartazgo de franjas muy importantes de la población con sus antecesores, y las condiciones institucionales para hacerlo a través del voto.

A mí me resulta hasta paradójico, pero también preocupante, que el presidente no reconozca esos avances democráticos, y crea que con él se inaugura la democracia.

Usted hablaba de algunos ejercicios de supuesta democracia directa, la que, por supuesto, puede ser un revitalizador de la democracia representativa: llevar a referendo o a consulta algunos asuntos y preguntarle a la gente qué es lo que piensa hace mucho sentido y puede servir, incluso, para vitalizar el debate público y para que los ciudadanos intervengan en asuntos medulares del destino del país.

Esos mecanismos pueden servir, pero lo que estoy viendo es que se les está desvirtuando en el actual gobierno. Sobre los ejemplos que usted citó: el tema de la justicia en relación con el pasado ni siquiera sé cómo frasearlo porque la propuesta del presidente decía algo así como que es necesario que juzguemos a los expresidente, etcétera. Claro, la Corte dijo “eso no se puede consultar”, eso es un juicio de alzada, sin garantías para los procesados, es una locura. Pero la Corte, en vez de quedarse allí y decir “No”, hizo su propia pregunta, que no decía absolutamente nada: era un galimatías. Intentaron quedar bien con Dios y con el diablo, y quedaron mal con todos: no aceptaron la pregunta del presidente, pero la que ellos formularon hizo que esa consulta perdiera cualquier sentido, y los ciudadanos fueron llamados a las urnas para nada. La única buena noticia es que el 93 por ciento de los ciudadanos le dio la espalda a ese mecanismo; es decir, la inmensa mayoría de los ciudadanos llegó a la conclusión de que no servía para nada.

Además, si alguno de los expresidente cometió un ilícito y el actual gobierno lo sabe, tiene la obligación de proceder en consecuencia: es obligación, no es potestativo. Ahora: si no tiene elementos y hace una consulta en ese sentido, pues lo único que está haciendo es difamar a las personas. Afortunadamente, desde hace muchas décadas, siglos, este tipo de “juicios” está desterrado.

Ese fue un ejercicio que degrada lo que, eventualmente, puede ser uno productivo, y ya no digamos el de la revocación de mandato. En ese terreno todo estuvo mal: primero, la idea de revocación de mandato en nuestro país es mala. Sé que aquí navego contra la corriente, no por razones conceptuales sino por razones prácticas: la inmensa mayoría de los últimos presidentes y de los gobernadores han arribado, legítima y legalmente, a sus cargos con menos del 50 por ciento más uno de la votación. Eso es un hecho; ¿qué quiere decir? Que en la elección de la inmensa mayoría de los presidentes y los gobernadores, desde Vicente Fox hasta ahora, hubo más gente que votó por otras opciones que por ellos (no es el caso de López Obrador). ¿Qué quiere decir esto? Que la revocación de mandato puede ser un estímulo para que esa mayoría de votos dispersa se una para sabotear la gestión del gobernador o del presidente en turno, lo cual va a introducir en México altas dosis de inestabilidad en la gestión gubernamental.

Esa es una consideración mía, pero el Congreso aprobó la revocación de mandato y está en la Constitución. Pero allí también hubo un problema no sólo procedimental sino sustantivo: se supone que no puede haber leyes retroactivas. Al presidente actual nosotros lo nombramos para que estuviera en su cargo cinco años con 10 meses; si se quería introducir la revocación de mandato, tendría que ser para el presidente que entrará en 2024. Las reglas se construyen a futuro, no con efectos retroactivos, pero se hizo así porque el presidente quería una especie de refrendo a la mitad de su mandato, y vivimos una paradoja que, si no fuera dramática, sería realmente para una comedia: quienes pidieron las firmas para la revocación de mandato fueron sus seguidores, y quienes no movieron un dedo para ella fueron sus opositores. Entonces, los que lo apoyaban firmaron para una votación para la revocación de mandato: la política de cabeza, sin sentido. Claro, otra vez, cuando se llamó a la gente a votar acudió más que al “juicio a los expresidentes”, pero tampoco llegó al 40 por ciento que señalan la Constitución y la ley para que ese resultado fuera vinculante. Otra vez se trató de un ejercicio sin pies ni cabeza, lo cual no fortalece nuestras prácticas y rutinas democráticas sino, más bien, las reblandece, porque cuando no tiene sentido, cuando se convoca a los ciudadanos para asuntos sin sentido, todo se envicia.

AR: Quienes encabezan ese asalto democrático pertenecen o siguen a un gobierno que se reconoce de “izquierda”. Si bien entre ellos hay muchos que vienen del PRI, también hay veteranos luchadores de izquierda. En 2017, en un comentario a los libros sobre democracia de Enrique Krauze, usted reivindicó el papel de la izquierda en el cambio democrático, y escribió: “Poco a poco la izquierda ha aprendido a convivir con otras fuerzas, ha logrado triunfos indiscutibles y creo que sabe que no podrá desterrar del escenario a los otros y está condenada a vivir con ellos”. Hoy, en 2022, ¿suscribiría eso?

JW: Le podría contestar muy rápido y decirle “me equivoqué”. Pero creo que el asunto es un poco más complicado por lo siguiente: yo sí creo que en el trayecto de la transición democrática mexicana, una franja importante de la izquierda asumió como propios los códigos democráticos y aprendió lo que allí enuncio; es decir, “somos una fuerza pero hay otras. Tenemos que aprender a convivir con ellas; nosotros somos legítimos, pero ellos también, y son los ciudadanos quienes decidirán quién gobierna, quién está en el Congreso y en qué proporción”.

Una franja de la izquierda no solamente fue impulsora del cambio democratizador: fue beneficiaria de él. Y creo que existe ahora. Nos hemos dado cuenta de que la izquierda no es una, sino las izquierdas, y que las hay autoritarias, las que han existido a lo largo de la historia. No creo que personajes como Stalin, Mao, Pol Pot, Castro y Hugo Chávez sean ejemplos de democracia, y eran de izquierda.

Entonces, no solamente ha habido izquierda autoritaria sino totalitaria; lo que pasó en los años 30 en la Unión Soviética, con Pol Pot en Camboya, la Revolución cultural en China eran la pretensión de acabar con cualquier diferencia, asumiendo que había un solo credo legítimo en el escenario.

Estamos ante una coalición con resortes autoritarios; siendo autoritaria, ¿puede ser de izquierda? Me lo cuestiono porque aunque retóricamente (y eso le ha sido muy efectivo en términos electorales) aparece como una corriente preocupada por los más pobres, por los marginados, por los desvalidos, etcétera, a los que, en efecto, las otras administraciones dieron la espalda (aunque tendría que poner muchos matices). Así, retóricamente se diría que es un gobierno preocupado por la igualdad, pero en los hechos, si uno ve las cifras de Coneval o las del Inegi, el problema es que hoy hay más pobres que antes de que se iniciara este gobierno, y que muchas personas a las que se consideraba parte de las capas medias, hoy han bajado a la pobreza. Claro que se puede decir que estuvo la pandemia, y es cierto y no se puede hacer a un lado el impacto enorme que tuvo en la economía, el empleo, en lo que usted quiera, pero la verdad es que la forma en que el gobierno atendió las necesidades de salud y económicas que puso en el centro la pandemia, de ninguna manera se parece a una política de izquierda. Es más: lo que sucedió en economía es que no hubo suficiente ayuda a las micro y medianas empresas, no hubo una política para tratar de que el empleo no se desplomara. Creo que hasta la señora Thatcher se hubiera sentido orgullosa de que el gobierno mexicano no metió las manos en una coyuntura tan difícil para tantos millones de mexicanos.

En el caso de la salud, lo que hubo fue negligencia, desconocimiento y tontería: se había desmantelado el Seguro Popular, se creó el Insabi y al poco tiempo desapareció; se creyó que adquirir medicinas y vacunas era chiflar y coser, y se dieron cuenta de que en este mundo globalizado eso es bastante complicado, y entonces hubo escasez de medicamentos.

¿Qué quiero decir? Que incluso si uno quisiera colocar a este gobierno en el casillero de la izquierda autoritaria, habría que poner dudas en relación con si realmente es de izquierda.

AR: Otro asunto que me inquieta es en el carácter francamente reaccionario del actual gobierno, como usted lo da a entender: dice que es antiilustrado, con severas pulsiones de incomprensión de la complejidad, aversión al conocimiento científico, un alejamiento de la racionalidad. ¿Qué nos dice de este aspecto?

JW: Hay otro eje de confrontación entre Ilustración y oscurantismo. La primera apostó por la razón y el conocimiento, sobre todo; era un humanismo. Los hombres podían indagar y conocer qué pasa en su entorno a través de la razón, la investigación y la ciencia, e ir atendiendo muchas de las precariedades y el rezago, etcétera.

Pero en mucho del actual gobierno son claras las pulsiones oscurantistas. En el momento en que a la mitad de la pandemia el presidente sale en una conferencia de prensa y aparece de su saco una estampita con el Sagrado Corazón de Jesús y dice que es una especie de detente contra la pandemia, yo creo que a miles y, quizá, a millones nos horrorizó, sobre todo porque sabemos del gran arraigo que tiene el presidente entre la población y que mucha gente podía creer que esa superchería podía proteger de una pandemia como la que estábamos viviendo.

Hay que ver lo que ha sucedido en Conacyt, los ataques a las universidades, la desaparición de fideicomisos para la cultura y para la ciencia, lo que tiene un enorme resorte antiilustrado. El presidente se ríe de los intelectuales llamándolos “sabihondos”, y nos informó a todos que para él se trata de 90 por ciento de honestidad (lo que dice es “lealtad a mí”) y 10 por ciento conocimiento, como si honestidad y conocimiento estuvieran peleados; es decir, se puede tener conocimiento y ser honesto, y ser un burro y ser deshonesto: las combinaciones son múltiples. ¿Por qué no acudir a la gente que tiene un conocimiento especializado para atender muchos de nuestros problemas? Durante la pandemia, el Consejo Nacional de Salubridad casi no fue citado, y cuando se hizo fue, más bien, de manera ritual.

Es muy preocupante esta pulsión antiilustrada que alimenta muchas de las supercherías que están implantadas en la sociedad, cuando un gobierno responsable debe hacerles frente. Pero quizá sea un resorte electoralmente redituable utilizar fórmulas para el mínimo común denominador de la sociedad.

La verdad es que los gobiernos que están empapados de un aliento ilustrado, lo que han intentado siempre es reforzar la educación, la investigación y el conocimiento; la propia Constitución dice en su artículo tercero que la educación es para ilustrar y despejar de supercherías, tonterías y demás. Las escuelas no son una extensión ni de las familias ni de la sociedad: son espacios para que lo mejor de la ciencia sea irradiado desde allí a muy diferentes niveles. Pero lo fundamental es socializar el conocimiento, no la ignorancia.

AR: Usted ya dio datos sociales importantes de este gobierno, además de que señala el crecimiento económico famélico incluso antes de la pandemia. ¿Cómo operan esos factores contra la democracia y a favor del autoritarismo?

JW: No creo que sea un asunto mecánico, pero lo que sí considero que vale la pena señalar es que, por supuesto, la democracia o cualquier régimen político no se reproducen en el vacío, y el contexto ayuda a explicar por qué unas democracias son más fuertes que otras. Pongo un ejemplo muy elocuente: mientras España entró en la Unión Europea recibió transferencias económicas muy importantes y su economía creció, ampliaron la infraestructura, fortalecieron su economía, la gente vivió mejor que en el pasado, y había una satisfacción muy grande con el régimen democrático que se había inaugurado desde los años setenta.

Pero cuando la crisis estalló en el 2001, empezamos a ver movimientos de insatisfacción muy fuertes, los cuales se explican porque se cerraron empresas, los salarios bajaron, se deterioró el sistema de salud y se hizo el movimiento de “los indignados”. El sistema político era prácticamente el mismo, pero las condiciones materiales de vida de la gente se habían deteriorado y, por supuesto, eso impactó en el humor público y generó movilizaciones.

En el caso mexicano yo creo que hay una paradoja mayor: entre 1932 y 1982 la economía mexicana creció a tasas muy importantes, pero sus beneficios nunca fueron repartidos de manera equitativa aunque los hijos acababan viviendo mejor que los padres. Yo veo que allí hay parte de la explicación del consenso pasivo con el autoritarismo mexicano de aquellos años. En contraparte, en los años en los que México construyó esta incipiente democracia, el crecimiento de la economía fue famélico. Esto hizo que las expectativas fueran al revés de las anteriores: es decir, que los hijos iban a vivir peor que los padres, y esto, por supuesto, inyecta un enorme espíritu crítico con la política, en específico con esta democracia que se estaba construyendo.

Considero que nuestro proceso de cambio democrático le dio la espalda a la cuestión social, y por ello para muchas personas que tengamos elecciones libres y equitativas, que haya fenómenos de alternancia, que haya aumentado la libertad de expresión, que la libertad de manifestación se pueda ejercer, que se hubiera equilibrado la relación entre los poderes, etcétera, significó muy poco porque sus condiciones materiales de vida no mejoraron, y para mucha gente incluso empeoraron.

Eso es una inyección de insatisfacción legítima, y es parte de la explicación de por qué en 2018 hubo un triunfo tan poderoso de la alianza en torno a Andrés Manuel López Obrador. El problema es que con esta administración tampoco se ve que esos asuntos se estén atendiendo o que se esté haciendo con eficacia.

AR: Otro asunto muy inquietante también es que con la democracia también en el país hubo un aumento de la violencia y de la delincuencia organizada, que algunos autores han vinculado y de los que usted hace una crítica. ¿Cómo se han vinculado ambos aspectos? En el libro se señalan asuntos como el asesinato de candidatos y de la influencia del crimen organizado en elecciones.

JW: La violencia y la inseguridad son, quizá, los temas más relevantes de la agenda nacional. No creo exagerar al decir que conforme se expanden esos problemas la vida se hace realmente invivible en muchos casos.

Ahora bien: no creo que se pueda establecer una relación directa entre democracia y violencia, entre otras cosas porque vivimos en democracia desde fines del siglo pasado (para mí, la transición terminó en 1996-1997), y la violencia se destapó hasta 2008. Es decir, los primeros 10 años de nuestra democracia no vimos este crecimiento exponencial que hemos observado.

Entonces, creo que hay que hilar más fino.

De lo que sí estoy absolutamente convencido es de que la violencia ha sido uno de los elementos que más han impedido apreciar lo construido en términos democráticos, porque si el Estado y sus instituciones no son capaces de garantizar la integridad física, de los bienes de las personas, el desaliento y algo más cunden: el miedo se instala entre nosotros.

Por supuesto que la violencia ha impactado a familias y a regiones que han quedado devastadas, pero incluso quienes no hemos sido tocados por ella vivimos con su fantasma. Las relaciones sociales se han modificado, incluso donde aparentemente hay tranquilidad y paz. Le pongo un ejemplo: hace 50 años los niños jugaban en la calle; hoy no se le ve solos en la calle. A eso me refiero: hay una sombra que acompaña nuestra existencia y que modifica la calidad de la vida.

Junto con la corrupción, con el no crecimiento económico, con la persistencia de las desigualdades sociales y de la pobreza, la violencia es el elemento que explica el malestar que existe en nuestro país con partidos, con políticos, con congresos y con los gobiernos.

Tampoco es casual que, cada vez que vamos a una elección, tiene más posibilidades de ganar el candidato opositor que el del gobierno: según datos oficiales, de cada tres elecciones a gobernador, dos las gana quien está fuera del gobierno. Los fenómenos de alternancia se han multiplicado, y no digamos en términos de las elecciones presidenciales: de las cuatro últimas elecciones presidenciales, en tres ha habido alternancia. Creo que todo eso tiene que ver con un malestar social que tiene nutrientes muy poderosos, y entre ellos está, sin duda, este desbordamiento de la violencia.

AR: Otro tema está en varias partes del libro es el de la ley. La postura del gobierno federal al respecto es que, puesto a escoger entre la ley y la justicia, optaría por esta. Al respecto, en uno de sus libros usted recuerda a un magistrado del Tribunal Electoral que, cuando consejeros del IFE le quisieron hablar de justicia, los atajó y les dijo que si iban por allí no iban a acabar nunca. ¿Cómo estamos respecto al Estado de derecho?

JW: Usted ha apuntado en un sentido muy importante. Le recuerdo aquella anécdota que usted ha traído a la conversación: hace muchos años, en una plática informal con el magistrado José Luis de la Peza, que era el presidente del Tribunal Electoral, empecé a argumentar sobre la justicia, y él me paró y me dijo: “Espérese: este es un tribunal de legalidad; para tribunales de justicia, los del rey Salomón”.

En efecto: la justicia, hace más de 2 mil años, se ponía en manos de gente virtuosa, sabia, comprensiva de las debilidades humanas, y de manera discrecional estas personas impartían justicia. Pero estamos en el siglo XXI y la única manera de impartir justicia es apegándose a la ley. No hay otra; hay venganzas, pero la única manera de hacer justicia es a través de los mecanismos que señala la ley.

Cuando se violan esos mecanismos se vulnera el compromiso con la ley, uno de los pilares del Estado de derecho, y eso es muy preocupante. Hay un apotegma que es muy ilustrativo de lo que estamos hablando: el ciudadano puede hacer todo lo que no le prohíba la ley; la autoridad sólo puede hacer aquello para lo cual la ley la faculta. La ley es el primer control sobre la autoridad; ¿por qué? Después de la experiencia mundial y mexicana, ya sabemos que un poder caprichoso, discrecional, que no se ciñe a la ley, acaba siendo un poder autoritario o, en el extremo, totalitario. Hemos visto demasiados episodios a lo largo de este gobierno en los que no respeta la ley. El propio presidente de la República tuvo una expresión despreciativa de la ley cuando dijo “no me salgan con que la ley es la ley”. Pero esta es la que lo modula, la que le dice lo que puede hacer y lo que no puede hacer. La ley es lo que nos permite tener una autoridad legítima y, en muchos casos, cuando se le contraviene, empieza un proceso de desgaste de la propia autoridad porque, cuando esta comienza a hacer acciones que le están vedadas, hay que empezarse a preocupar porque ya no tenemos una autoridad comprometida con las reglas del juego sino una autoridad caprichosa.

Se podría hablar de muchísimos episodios, pero creo que a estas alturas ya ni es necesario: hay demasiadas evidencias.

AR: En su comentario al libro de Pablo González Casanova La democracia en México, señala que justamente la democracia no había tenido impacto en el mundo del trabajo. ¿Qué ha pasado en ese aspecto? Parece haber algún intento de cambio con el aumento de los salarios mínimos y el ahora llamado “nuevo modelo laboral”.

JW: Han pasado muchos asuntos pero, preocupantemente, lo que señalaba el doctor González Casanova parece seguir vivo aunque con otras modalidades: los trabajadores estaban subrepresentados por su falta de organización y de democracia en sus propias asociaciones.

Han pasado más de 50 años de ese texto que fue pionero en la sociología política, ¿y qué es lo que vemos hoy en el mundo laboral? Primero, que el trabajo formal ha crecido mucho menos que el trabajo informal, de tal suerte que hoy ser un trabajador sindicalizado, con prestaciones, con vacaciones, con seguridad social se ha transformado casi en un privilegio. Eso, sin duda, gravita en el mundo laboral.

Segundo: sigue habiendo un déficit de organización enorme. La inmensa mayoría de los trabajadores formales siguen estando desorganizados y su peso se diluye por eso. Muchos de los que están asociados viven con contratos colectivos de sindicatos fantasma, con contratos cuyas cláusulas ni siquiera conocen los trabajadores.

Todos esos elementos han hecho que el peso específico de los trabajadores en el mundo de la política se haya visto disminuido; por supuesto que hay organizaciones que tienen una vida democrática, que luchan por una mejoría en sus contratos colectivos de trabajo, que hacen planteamientos más allá de lo gremial, pero son una franja mínima en comparación con el conjunto.

Creo que en estos años han sucedido dos acciones buenas e importantes: la revisión de los salarios mínimos, que ha tenido un buen impacto para recuperar algo del poder adquisitivo perdido durante muchos años y, segundo, la nueva normatividad en materia laboral es mejor que la anterior. Ahora, hay que recordar que la nueva ley del trabajo realmente fue acicateada desde Estados Unidos, porque la AFL-CIO presionó a los negociadores del tratado de libre comercio para que hubiese lo que ellos llaman un piso más o menos parejo en el mundo laboral, porque los trabajadores de Estados Unidos se quejaban de una competencia desleal de los mexicanos que tenían prestaciones, salarios y demás mucho más bajos. Eso no se ha remontado ni se va a remontar de un día al otro, pero sí la legislación laboral de hoy es mejor que la anterior.

Ha habido algunos botones de muestra de lo que podría ser eso: el recuento que hubo en la General Motors, que cuando lo vi dije: “¡Ah, caray, qué bueno que sean los trabajadores los que decidan cuál es el sindicato que los va a representar!”. Eso fue derivación la nueva ley laboral que establece que en caso de una disputa por la titularidad del contrato colectivo, sean los trabajadores quienes decidan, lo cual es de sentido común.

Hay un mejor cuadro normativo, pero todavía falta que se construyan muchas de las instituciones que allí se señalan.

El aumento al salario mínimo fue correcto, pero, en general, el peso político de los trabajadores de nuestro país es deficitario; si uno lo compara con el de las organizaciones empresariales, la diferencia estalla a los ojos: mientras las cúpulas empresariales, de manera legítima, han ido perfeccionando sus diagnósticos y propuestas, da la impresión de que las organizaciones de trabajadores están mucho muy rezagadas.

AR: A raíz del fallecimiento de Luis Echeverría se buscaron similitudes entre su gobierno y el actual. En uno de los primeros textos usted hace una especie de equiparación de algunos aspectos de aquel gobierno, al que usted le dedicó su primer libro, Estado y lucha política en el México actual, escrito con Mario Huacuja. Pero en otras partes de su último libro también hace referencia al régimen mexicano de los años 50 y 60. A muy grandes rasgos, ¿cuáles son las similitudes que le encuentra a este gobierno con el viejo régimen priista, que fue en el que se formó López Obrador? Pero, también, ¿cuáles son las grandes diferencias?

JW: Las comparaciones a veces resultan ilustrativas, y esperemos que esta lo sea. Si algo no me gustó de lo que ahora corrió en la prensa en relación con el gobierno del presidente Echeverría fueron todas las frases hechas y lugares comunes, sin una evaluación auténtica de lo que significó aquella administración. Ese es uno de los problemas de cómo estamos tratando nuestra historia, que, más que comprenderla, queremos adjetivarla y hacer caricaturas, y eso no le ayuda a nadie.

Considero que hay una aspiración del presidente por construir un México político similar al de los años 50 y 60, del que hablaba, por ejemplo, Carlos Fuentes en su Tiempo mexicano. ¿Qué detectaba él? Un sistema político en cuya cúspide estaba el presidente, quien era la voz última en las decisiones; el Congreso estaba subordinado a él, y la Corte, en materia política, también; un partido hegemónico que tenía todas las gubernaturas y prácticamente todas las presidencias municipales, todos los senadores, mientras que en la Cámara de Diputados la oposición era testimonial; la prensa, con sus muy importantes salvedades, estaba prácticamente alineada con el régimen; las grandes organizaciones de masas (campesinos y trabajadores asalariados) estaban integradas en el PRI, y una sociedad organizada muy débil. No es exagerado decir que era un modelo autoritario.

El presidente cree que eso se puede reconstruir, pero ¿cuál es la enorme diferencia? Que ni Morena es un partido hegemónico (allí están las votaciones: el PRI obtenía el 90 por ciento de ellas, y la coalición que apoyó al presidente obtuvo el 53 por ciento, y Morena sólo el 38). Además, hay una pluralidad de partidos, una sociedad más viva, órganos autónomos del Estado, una prensa más diversa, con redes sociales que tienen un impacto que en aquellos años simple y sencillamente eran inimaginables. La sociedad mexicana ha sido modernizada, de manera contrahecha, desigual, incluso polarizada y hasta escindida, pero grandes franjas viven una modernidad que es innegable. Aquel era un país agrario, y ahora es más urbano; han crecido los servicios en comparación a aquel, mientras que el estatus del hombre y la mujer son totalmente diferentes (la mujer está en el trabajo, en las universidades, en las movilizaciones, etcétera).

Aunque exista la aspiración de reconstruir un modelo autoritario, la sociedad mexicana se ha democratizado y, espero, que esto no solamente sean buenas intenciones sino que todo lo que se ha construido pueda resistir esas pulsiones.

AR: Por último, sobre su comentario acerca del libro de Agustín Basave sobre la socialdemocracia: ¿cuáles son las posibilidades de ella en México?

JW: Hay la necesidad de una fuerte corriente socialdemócrata en México. Si algo puso en acto la modernidad fueron dos grandes valores: la libertad y la igualdad. No son valores armónicos, y pueden, incluso, ir en tensión. Aquellos que a nombre de la igualdad suprimieron todas las libertades crearon auténticos infiernos en la tierra; me estoy refiriendo a la Unión Soviética, a la China de Mao, a Pol Pot, a Fidel Castro. Dijeron: “En nombre de la igualdad, vamos a suprimir todas las libertades”. Fue un experimento muy costoso y que, además, dejó una estela de sangre (y la sigue dejando) tremenda.

Del otro lado, hubo quien a nombre de la libertad simple y sencillamente le dio la espalda al tema de la igualdad, lo que se llamó “el capitalismo salvaje”. Incluso liberales con cierta conciencia social, como Isaiah Berlin, dijo que esa era la libertad del lobo para comerse a las gallinas.

Entre esos extremos ha habido una corriente que ha sabido anudar ambos valores, que ha tratado de conjugarlos: buscar la igualdad sin destruir las libertades. Eso ha sido encabezado por lo que hoy conocemos como socialdemocracia. Son corrientes políticas con altas y bajas, porque a veces ganan y a veces pierden, que construyeron lo que se conoció como Estado de bienestar, que fue construir una base mínima de satisfactores para que las personas tuvieran una vida digna.

Quizá el momento estelar, en términos planetarios, de lo que se llama socialdemocracia, fueron los años de la segunda posguerra mundial, de 1945 a fines de los años setenta, en Europa. Construyó sistemas de salud y educación universales, proyectos de vivienda digna, que el salario y las prestaciones crecieran. Cuando uno ve la realidad de países que en 1945 estaban devastados por la guerra, y observa lo que 30 años después eran esos países, se da cuenta de que esas corrientes lograron construir un bienestar sin destruir las libertades.

Por supuesto, alguien me dirá que eso sucedió en Europa, pero yo no estoy diciendo que ese modelo se traslade mecánicamente a nuestra realidad, pero sí insisto en la idea de construir una sociedad de iguales en la que haya una base material de satisfactores para todos y, al mismo tiempo, no atentar contra las libertades de organización, de expresión, de tránsito, etcétera.

Creo que si hay algunos países que requieren algo similar a lo que fue la socialdemocracia son los de América Latina, que es el continente más desigual de todos, aunque no el más pobre, y nadie le debe dar la espalda a esa realidad.

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