viernes 03 mayo 2024

Los jueces de Umberto Eco

por Marco Levario Turcott

De vez en cuando leo que usuarios de las redes sociales dicen que no les gustan las novelas de Umberto Eco, lo hacen sobre todo a propósito de cierta efemérides y, claro, ejerciendo su derecho a expresar lo que les venga en gana y aquel característico donaire de expertos o jueces que no necesitan más explicación que su sentencia mediante la que hacen resonar el mallete.

¿Esas legiones están obligadas a admirar la obra del escritor piamontés? Desde luego que no, como no lo están frente a las obras de Víctor Hugo o Tolstoi, vamos, ni siquiera tienen la obligación de conocerlas (incluso aunque a veces también las evoquen desde la ignorancia y los desplantes de toga y birrete). Nadie está obligado a disfrutar lo que no quiere, está claro y en la horizontalidad de las redes sociales, en plena libertad, puede minusvalorarse la “Flauta mágica” de Mozart mientras se enaltece, no sé, a “Despacito” de Luis Fonsi. ¿Por qué ocurre esto, más allá de la inopia intelectual o la arrogancia sin insumos culturales -lo que llamamos cinismo-? Creo que el mismo filósofo da una de las claves para entenderlo: “Porque el ser humano, para saber quién es, necesita la mirada del otro, y cuanto más le ama y reconoce el otro, más se reconoce (o cree reconocerse); y si en vez de un solo otro son cien mil, o diez mil, mucho mejor, se siente completamente realizado”.

Asegurar que la “Primavera” de Vivaldi es infinitamente superior a cualquier Reggaeton es un aserto contundentemente cierto (aunque no faltaría el excéntrico que pregone lo contrario), y el deplante también logra la significación en la multidicha palestra digital. En este caso anoto lo contrario, la arbitrariedad con la que cualquiera descalifica la obra de otro, en este caso las novelas de Umberto Eco, sin otro soporte que la pose iconoclasta, me ocupa porque es un fenómeno generalizado que convierte a la ignorancia en un valor (hasta para la igualdad entre quienes no saben pero opinan) y ese valor, entonces, en condición que se expande en la convivencia cotidiana. Como mismo autor de Baudolina advirtiera, el deseo de ser visto es lo que ayuda a explicar al “imbécil moviendo la manita” junto al reportero que transmite para la televisión o lo que nos permite comprender porqué “el cielo de internet lo surcan opiniones irrelevantes”.

Acota Eco: “Una cultura (entendida como un sistema de conocimientos, opiniones, creencias, costumbres y herencia histórica compartidos por un grupo humano concreto) no es sólo una acumulación de datos, es también el resultado de su filtrado”. En esta ruta me parece que el intercambio en las redes es la mediosfera que filtra el sistema al que alude el escritor y eso explica que, no obstante los opinadores digitales, expertos en el tema que a ustedes quieran, prevalezca el conocimiento especializado o, si se quiere, la cultura en su sentido más amplio como lo es el resultado de la creatividad que nos hace más humanos tanto en la capacidad de convivir como en la capacidad para disfrutar la creación del otro en las esferas del arte, por ejemplo. Estoy seguro de que goza más la vida quien lee (y comprende o al menos lo intenta) “La misteriosa llama de la Reina Loana” y no nada más gracias a Flash Gordon –así como se lee–.

En “Confesiones de un joven novelista” el autor de “Apocalípticos e integrados” anota que “un texto es un artefacto concebido para producir su Lector Modelo”. Así, ustedes y yo podemos ser (o no) el Lector Modelo que pretendió el novelista al construir o “El Péndulo de Foucault”; el Lector Modelo es quien se interna en la semiótica de la obra y elabora sus conjeturas de acuerdo con el sistema propuesto por el escritor. También se encuentra “El Lector Empírico” y este “puede leer de muchas maneras, y no existe ninguna ley que les diga cómo leer, porque a menudo usan el texto como vehículo de sus propias pasiones que pueden venir de fuera del texto o que el texto puede despertar por casualidad. El Lector Modelo acepta jugar el juego propuesto por el escritor mientras que el Lector Empírico define sus propias reglas y lo disfruta (siempre atenido a los límites del universo creados por el autor, así por ejemplo el lector jamás podrá evitar que León se convierta en el amante de Emma o que Fermina Daza no le desguace el joven corazón Florentino Ariza –sólo en las novelas existe el destino–).

Una novela dicta lo que es relevante de lo intrascendente, define el sistema de valores en los que andan sus protagonistas y el Lector Modelo responde al diálogo que le ofrece el autor a través no sólo de la creatividad (abstracta) de ese tipo de lector –que imagina el universo y lo anda paso a paso– sino encontrando pistas o guiños que el escritor diseña en la trama; esos escondrijos pueden no ser vistos por el Lector Empírico quien, sin embargo, atenazado por la historia (o las historias) e identificarse con la soberbia de Guillermo de Baskerville para quien el conocimiento, es decir, la motivación de saber y el tipo de razonamiento emprendido para ello es un valor incluso lúdico y desconcertante, tanto, que el lector podría conocer mejor a Adso que a un amigo o familiar suyo hasta comprender más el entusiasmo de Bodoni por los libros que alguna otra obsesión inherente al mundo real.

¿El lector Modelo o Lector Empírico pueden o no disfrutar una obra? Por cierto que sí, y eso no sólo depende de sus propios insumos culturales sino de la creatividad del escritor, por ello es que la sentencia de los jueces no tienen consigo palabras para su condena: nada más se sitúan por encima de los demás y decretan el valor de un amante de las letras llamado Eco, Umberto Eco.

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