“Debe entender Andrés Manuel López Obrador que su
contubernio o alianza con el narco no es heredable”.
Porfirio Muñoz Ledo
El obradorismo lleva años intentando normalizar una de sus ecuaciones morales fundacionales: que los criminales no son malos. Los presenta como una mezcla de víctimas, héroes, pueblo honrado. Es tal vez la mejor muestra del talante premoderno del régimen obradorista. El presidente aprovecha cualquier oportunidad para decir que los criminales son parte de la comunidad mexicana.
Muchos justifican esa aproximación diciendo que puede tener una veta pragmática: el intento de fraguar una nueva pax narca que apacigüe al país. El obradorismo ha coqueteado con la restauración de la pax narca priista desde el sexenio de Calderón. Pero si esa es la estrategia, es una estrategia fallida pues la violencia homicida no sólo no cede sino que estamos viviendo el sexenio más violento y sangriento de la historia. Y si no es estrategia, entonces es pura retórica.
Una mirada cercana al obradorismo sugiere que no es una estrategia pragmática, sino más bien una retórica motivada por una ética particular. López Obrador siempre ha defendido el derecho consuetudinario, los usos y costumbres y las tradiciones populares como depósitos morales del pueblo bueno. Para él, los criminales son parte de las reservas morales de esta civilización ancestral, señores sabios de una cultura milenaria en los confines de Occidente. Desde que era Jefe de Gobierno hacía apología de los linchamientos diciendo que “con las costumbres del pueblo es mejor no meterse”.
La suya es una ética perversa porque los criminales infligen mucho dolor a los mexicanos. Usan la violencia y el terror para coaccionar y extraer riquezas a los demás. Extorsionan, matan, secuestran, violan y roban para su propio beneficio. Se puede plantear ese problema así, en términos morales: los criminales hacen daño. Sustituyen al Estado sin más ley que la suya, aunque en algunas comunidades hagan control de daños ofreciendo servicios, repartiendo dádivas, alimentos, trabajo; lo cual además es un intercambio fáustico con el diablo para quienes no tienen otro remedio que tomarlo.
Sin embargo, no es sólo por esa razón que la retórica es premoderna. No es sólo que los criminales sean malos en términos morales ––que sí lo son. Es premoderna porque impide el florecimiento de dos de los valores fundamentales de la modernidad: libertad e igualdad. Frente a los criminales, las personas no son libres porque no son plenamente autónomas y su patrimonio está sujeto a expolio. Tampoco son iguales ante la ley porque están a merced de otros ciudadanos más poderosos por la vía de la fuerza. Una sociedad en la que pulula el crimen simplemente no funciona. El Estado que no combate al crimen no es sólo inmoral sino fallido.
El problema es cuando buena parte de la sociedad está alineada a la ética del presidente. No importa mucho si el presidente es causa o efecto. Lo que importa es si esa ética tiene resonancia en el grueso social. Sabemos que parte de la cultura popular santifica y venera al crimen organizado: además de los mausoleos, están los amuletos, las leyendas y la música. El simple hecho de que además gobierne alguien que los cobija al menos simbólicamente es suficiente prueba de que sí la tiene. Esa parte de la sociedad también vive en otro tiempo.