Donald Trump pasará a la historia como el peor presidente en la historia de Estados Unidos, y Boris Johnson lo hará como el peor primer ministro en la historia del Reino Unido. Trump es, a todas luces, un personaje deleznable que gobernó de manera irresponsable e inconsistente, exaltando en todo momento su poderoso narcisismo y anteponiendo sus intereses personales por encima de la seguridad nacional. Se negó a reconocer su derrota en las urnas e instigó la insurrección de una turba que asaltó el Capitolio. Irónico resulta que en lugar de ser reconocido unánimemente como el político más inepto y peligroso que haya ocupado la Casa Blanca, ahora tenga una buena posibilidad de ser reelecto en 2024, aunque también es factible que acabe condenado judicialmente por los crímenes que cometió. Merecido lo tendría, desde luego.
El caso de Boris Johnson es distinto: de hecho, constituye una tragedia personal (el regreso de Trump sería una tragedia mundial). No es el típico populista zafio e ignorante como lo son Trump, Duterte, Putin, Maduro o el palurdazo que tenemos en México. El ya exprimer ministro es un hombre de extraordinaria formación intelectual y académica lleno de grandes virtudes personales, las cuales desaprovechó abatido por sus colosales defectos. Le ganaron su frivolidad, su desvergüenza, su arrogancia, su incompetencia, su irresponsabilidad casi infantil. Los griegos lo sabían: las deidades te bendicen para al final arruinarte y, para su mayor diversión, por tu propia mano.
El puesto de primer ministro británico es una “silla caliente”. Boris es el tercer jefe de gobierno consecutivo en renunciar a su cargo, y el décimo en hacerlo desde el principio de la Segunda Guerra Mundial. Neville Chamberlain dimitió en 1940, incapaz de enfrentar a Hitler; Churchill puso fin a su mediocre segundo mandato (1951-55) pretextando problemas de salud; sir Anthony Eden fue víctima del torpe manejo que le dio a la crisis de Suez (1957); Harold Macmillan renunció en 1963 tras el escándalo sexual y de espionaje que involucró a su ministro de Defensa, John Profumo; en 1976 Harold Wilson sorprendió a la nación al anunciar su retiro en medio de una grave crisis social y económica.
La lista continua con Margaret Thatcher, quien se fue en 1990 traicionada por sus correligionarios; Tony Blair puso fin en 2007 a su tercer mandato como primer ministro con su popularidad hecha trizas tras la invasión de Irak; David Cameron renunció, humillado, después del resultado del referéndum del brexit de 2016, y Theresa May se fue en 2019, después de fracasar en sus esfuerzos de ver aprobado su acuerdo para concretar el brexit.
Algunos de los gobernantes británicos más recientes han sido un fiasco, y otros fueron exitosos la mayor parte de sus gobiernos. Thatcher no era simpática, pero consiguió que el Reino Unido saliera del marasmo en el que se encontraba, aunque a un elevado costo social. Major ha sido muy menospreciado, pero logró avances sustanciales hacia la paz en Irlanda del Norte y manejó bien la economía en general tras algunos fuertes tropezones al inicio de su mandato. Blair fue un gran primer ministro, pero se inmoló con su apoyo a Bush Jr. en la guerra de Irak, error que eclipsó todas sus relevantes aportaciones. Brown salvó al país de un colapso económico durante la crisis financiera mundial, pero siempre fue asaz impopular. Cameron fue un buen premier durante su primer mandato (2010-15), cuando estuvo en coalición con los liberales, pero en su segundo gobierno vino el desastre del referéndum sobre el brexit. Theresa May fue una calamidad.
Pero nadie ha sido tan nugatorio ni ha salido del poder de manera tan ignominiosa como el pobre Boris, quien desperdició uno de los triunfos electorales más espectaculares en la historia británica. Obtuvo en los comicios de 2019 una mayoría parlamentaria de 80 escaños, sólo para gestionar de manera catastrófica la pandemia, enfrentar con ingente incompetencia el brexit, echar por tierra sus promesas de transformaciones sociales en el norte de Inglaterra y poner en peligro la integridad misma del Reino con su pésimo manejo de las relaciones entre su administración y los gobiernos locales de Escocia e Irlanda del Norte. Atentó contra el buen orden democrático e institucional del Reino Unido y pisoteó la soberanía parlamentaria. Se rodeó de sicofantes y de ministros incompetentes, haciendo de la lealtad absoluta a su persona condición sine qua non para pertenecer al gabinete. Finalmente, vino la serie de absurdos escándalos en los que se metió por culpa de su frivolidad y a los que encaró con una mezcla de negación, desorden y descaradas mentiras. En su descargo queda el apoyo férreo e incondicional que Londres ha brindado a Ucrania frente a la demencial invasión rusa. Y no deja de tener algo de encantador su estilo irreverente y lúdico, delicioso en un dandi pero que es un pésimo sustituto del duro trabajo, la experiencia y la atención a los detalles que demanda la buena marcha de un país.
Boris y Trump tienen en común largas y muy bien documentadas historias de constante evasión de la verdad como fórmula para obtener el éxito. Ambos se creen seres excepcionales exentos de las reglas normales de conducta, característica típica de los megalómanos. Trump y Boris han gozado de la magia, tan propia también de todos los buenos populistas, de preservar su popularidad personal por encima de la eficacia como gobernantes: “Todos los petardos que se creen muy inteligentes y los detractores profesionales pueden burlarse de mí todo lo que quieran, lo importante es lo que piense el Pueblo”. En la campaña por el brexit, Boris pocas veces mencionaba cifras, y si alguien con conocimientos de comercio internacional planteaba una objeción, su invariable respuesta era que el país ya estaba “harto de expertos”.
La pandemia desnudó a Trump y a Boris porque los populistas no saben responder a situaciones que exigen trabajo duro, conocimientos serios, responsabilidad, empatía humana, espíritu de sacrificio y, sobre todo, reglas, muchas odiosas e inapelables reglas. Los británicos, tan flemáticos y poco dados históricamente a ser seducidos por demagogos, increíblemente se dejaron fascinar por Boris, pero ya despertaron. Ahora les toca volver a concebir a la política como una actividad seria donde debe seleccionarse a los líderes de acuerdo con sus valores, responsabilidad y la capacidad de gestión, no según su talento para montar espectáculos ni como si se tratase de un concurso entre payasos.