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miércoles 09 octubre 2024

Los talentos de Arthur Balfour

por Pedro Arturo Aguirre

Medio Oriente arde otra vez. Conviene repensar el documento que para muchos es, en buena medida, culpable de la mala relación entre árabes y judíos. Su creador fue uno de los políticos británicos más interesantes de la historia. Arthur Balfour (1848-1930) tuvo la particularidad de ser uno de los pocos filósofos que han llegado a ser jefes de gobierno y desempeñado una larga carrera política. Estudió en Cambridge y destacó siempre por su inmensa cultura, su mordaz sentido del humor y su habilidad como polemista. Fue un firme partidario del cristianismo, un tradicionalista, un férreo defensor del Imperio Británico y presidente durante muchos años de la Sociedad para la Investigación Psíquica. Descendiente de una noble familia escocesa, era sobrino del marqués de Salisbury, distinguido primer ministro tory de la época victoriana. A su tío sirvió desempeñando varios cargos, incluido un período como secretario principal de Irlanda, donde se ganó el sobrenombre de “Bloody Balfour” por sus medidas represivas contra la población católica. Muchos se burlaron del obvio nepotismo de Salisbury, pero eso no le impidió nombrar al consentido sobrino su sucesor como jefe del gobierno cuando renunció debido a problemas de salud en 1902. El breve mandato del rey-filósofo Balfour (apenas tres años) fue un fracaso y el insigne erudito llevó al Partido Conservador a tres humillantes derrotas electorales seguidas, incluso sufriendo la indignidad de perder su propio escaño en 1906.  

Actualmente es más recordado por redactar la “Declaración Balfour” de 1917, emitida mientras era ministro de Asuntos Exteriores, la cual dice a la letra: “el Gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y hará todo lo posible para facilitar el logro de este objetivo, quedando claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina”. Desde entonces, la gente ha estado luchando por entender qué significa exactamente esta declaración, todo un galimatías producto de un uso magistral del idioma inglés para significar diferentes cosas a diferentes personas. Arthur Koestler la definió como un oxímoron: “Una nación que prometía a otra nación el territorio de una nación tercera”. Y ello porque como político a Balfour lo caracterizó una desconcertante ambivalencia. Era maestro en aplazar la toma de decisiones graves. Definió al conservadurismo como “el arte de retrasar los grandes cambios sociales hasta que se vuelven inofensivos”. Abogaba por aplicar tácticas dilatorias en lugar de reformas radicales. Era devoto del compromiso por encima del conflicto y entendía que “lo persistente hace el trabajo a largo plazo”. 

Churchill, quien conoció y colaboró con Balfour, lo definió así: “Si quieres que no se haga nada, Arthur era el mejor hombre para la tarea”. Por eso la famosa declaración que lleva su nombre fue solo una joya de la ambigüedad política cuya importancia histórica se ha sobrestimado. Fue un precedente significativo, pero no la causa de lo que vendría después. Fue una promesa imprecisa y jamás cumplida que permitió a los británicos “patear el bote” por años muy al estilo Balfour. Con ella Londres apoyaba públicamente la creación de “un hogar judío en Palestina”, cuando ese territorio aun no estaba bajo su administración. Este ejercicio de malabarismo diplomático ha sido exagerado por judíos y árabes cuando lo celebran y o demonizan con ardor, respectivamente. Fue parte de un gran engaño a los árabes, a quienes el Imperio Británico había prometido el establecimiento de un gran reino en la entonces llamada Gran Siria (Palestina, Siria, Líbano, Jordania y Arabia) a cambio de luchar contra el Imperio otomano, pero eso no iba a pasar porque franceses y británicos se habían repartido en secreto Medio Oriente un año antes con el tratado Sykes-Picot, pactado un año ante de la Declaración Balfour.

También se traicionó a los judíos, quienes debieron esperar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial para obtener la creación de su Estado. Un número en aumento de persecuciones de comunidades judías a lo largo y ancho del continente habían despertado la simpatía entre las autoridades británicas. En virtud de un cierto romanticismo bíblico, el apoyo al establecimiento de un “hogar judío” fue presentado como un noble proyecto cristiano para ayudar a un pueblo a reconstruir su patria ancestral. Pero no han faltado los analistas que hacen referencia a un cierto razonamiento antisemita según el cual la Declaración pondría solución al llamado “problema judío” y recuerdan que el propio Balfour promulgó en 1905, siendo primer ministro, medidas antiinmigración contra los judíos que escapaban de los pogromos de la Rusia zarista.

El compromiso británico era tan vago que nadie sabía bien cómo interpretarlo. ¿Qué es exactamente un “hogar”, cuando esa expresión no existe en el derecho internacional? ¿Por qué hablar de defender los derechos de un pueblo que conforma el 90 por ciento de la población de un país y no era, por tanto una minopría perseguida en el momento de emitirse el documento? Todo habría quedado en una mera declaración de buenas intenciones, pero en 1922 la Sociedad de Naciones otorgó al Reino Unido el mandato sobre Palestina con la intención de “algún día” hacer buenos los ambiguos preceptos contenidos en ella. Los sionistas, eufóricos, empezaron a emigrar y a crear asentamientos en masa. Ignoraban el duro camino, bañado en sangre propia y ajena, que les esperaba. Entre 1922 y 1935, la población judía aumentó considerablemente, pasando a representar del 9 por ciento a casi el 27 de la población total de Palestina. 

Londres tenía idea del tamaño de polvorín que se había comprometido a administrar, la violencia sectaria entre árabes y judíos no tardaría en estallar. Fue hasta 1948 que se proclamó al Estado de Israel, pero no como cumplimiento de la resolución Balfour. Los británicos habían decidido poner fin al mandato y transferir la cuestión de Palestina a las Naciones Unidas, la cual aprobó su célebre resolución 181 con, por cierto, la abstención del gobierno británico y la increíble aprobación de Stalin. El plan proponía distribuir el territorio otorgando aproximadamente la mitad a cada parte. Israel se declaró Estado independiente el 14 de mayo de 1948 y al día siguiente fue atacada por una coalición de países árabes a la que derrotó, viniéndose con ello abajo la idea de los dos Estados quizá para siempre.

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