Todo parece indicar que México es el ejemplo perfecto del nuevo -angustiante- pasaje histórico global, que dejamos atrás luego de la guerra fría. Situados hoy, a treinta años de una época quizás más peligrosa que la de la pax nuclear.
Los atentados en Nueva York de aquel 11 de septiembre de 2001 expresaron la dimensión monstruosa, bizarra y a ratos incomprensibles de esta nueva época. Porque es cierto que la caída de la Unión Soviética desbarata un ancla política global que había servido para la contención de guerras entre Estados, pero también entre grupos, etnias o bandas (como lo advirtió tempranamente Eric Hobsbawm, Entrevista sobre el siglo XXI, Crítica, 2000).
Si alguno de esas organizaciones desataba una confrontación, inmediatamente las superpotencias la metabolizaban como parte de su ajedrez global. Este mecanismo no evitó las guerras, por supuesto, pero siempre las circunscribió a sus ámbitos regionales y las asimiló dentro de un sistema de negociación global. De hecho, durante toda la segunda mitad del siglo XX casi cualquier guerra civil o entre Estados fue rápidamente instrumentalizada por las potencias para sus fines geoestratégicos.
Pues bien, esta condición dejó de existir en 1991 y de esa manera todos los demonios regionales, religiosos, nacionales, étnicos o criminales -inhibidos durante décadas- fueron desatados y desde entonces persiguen sus intereses y cálculos sin contención. Fue entonces que surge una nueva fase de la política mundial para la cual no estábamos preparados, ya no digamos en el terreno diplomático, tampoco en el terreno intelectual y ni siquiera en el de la ficción o de la literatura (con excepción quizá de dos o tres películas delirantes de Hollywood).
Los muchos conflictos y las muchas guerras que habían palpitado en el interior de los países o de las regiones se expresaron con sus propios formatos, decenas o cientos de ellas, que el gran súper poder de Estados Unidos sólo, no podía ni quería ya controlar. De modo que la época en que usted y yo vivimos se caracteriza por el boom de guerras y conflictos multiplicados por doquier que precisan de su propia explicación y su propio antídoto: una cosa es el muy particular conflicto en Siria y otra la estela de discordia civil en Iraq, lo mismo que la rebelión reprimida en Ucrania, en el Congo, Afganistán o la violencia incontrolada en Michoacán y los territorios ingobernables de Culiacán.
Hablamos de violencias que deben ser entendidas y atendidas como expresiones de una moderna guerra civil (Enzensberger, Perspectivas de guerra civil, Anagrama, 1993), generada por sus propias razones, pero necesariamente conectada con el mundo.
Hace una semana en el taller “Pensando en México”, se lanzó esa idea sombría: quizás lo que está viviendo México es un nuevo tipo de guerra (Mary Kaldor, Las Nuevas Guerras, Tusquets, 2001), una situación de violencia sin reglas, sistemática y endémica que combina al mismo tiempo la captura territorial y la más enloquecida de las violencias. Un conflicto civil de nuevo tipo financiado por las pingües ganancias del narcotráfico y su red transnacional. ¿Una forma de terrorismo? El buen amigo Trump, acaba de decir que sí.
Bueno, si es este es el tipo de maldad ante el cual estamos, la estrategia de seguridad tiene que ser pensada y elaborada en otros términos mucho más sofisticados, más allá de los “abrazos y no balazos”. Un tipo de guerra que nos falta entender, conceptualizar, diferenciar por regiones y dimensionar en lo que tiene de trasnacional. Porque Culiacán es un tipo de violencia; el cártel de Tepito, otra. Unas violencias que requieren estrategias, en plural.
Quizás valdría la pena, al menos, discutirlo.