Las historietas, los juguetes y el futbol me salvaron, o eso creo. Vi a mis gladiadores luchar en el estadio, me sentí alguno de ellos y nunca he dejado de alentarlos desde las gradas (río, grito, he sido feliz y muy triste con ese espejo de la vida que llámanos victorias y derrotas). Recuerdo una madriza a finales de los 80 entre mi equipo América y las Chivas Rayadas del Guadalajara, esa ocasión admiré más a Alfredo Tena por su forma de lanzar los puños y los pies, sé que está mal pero me emocioné. Otra cosa es lo que poco a poco ha ido pasando en los estadios. A principios de los 90 lo viví en carne propia cuando me aventé un tiro con uno de las Chivas en las rampas del Azteca y, poco a poco, se fueron concentrando más rivales hasta que por suerte llegaron los policías. El pleito inicio porque desde una rampa ese “aficionado” Chiva lanzó una caguama llena que le pudo partir la cabeza a cualquiera y yo, metiche siempre, lo increpé.
Lo que pasó el sábado es otra cosa. Un acto de violencia premeditado, organizado con precisión y al amparo de la impunidad. Su mejor aliado, la ausencia de autoridad. Gritos y golpes: “Los vamos a matar a todos”, “A ver puto, te vamos a encuerar y a coger”. Patadas al cuerpo inerte, desfallecido, abandonado. A ese cuerpo y a docenas de cuerpos más. Hay llanto, gritos desesperados y otros haciendo valer la ley del madrazo. Esos gritos provienen de quienes no tienen respeto por la vida. Arremeten también contra la prensa. Corren de aquí para allá, como aquellos porros del jueves de Corpus, y los policías les abren las puertas como se hace para que salga el toro a matar.
Son las barras, sí. Pero no sólo. La porra del Atlas se percata de que no es la mentada de madre cualquiera ni el chingadazo de ocasión. Sus rostros cambian del cábula “Qué traes hijo de tu pinche madre”, al “Ya estuvo cabrón, ya estuvo, no mames, yaaa…”. El dolor se esparce como si regara el césped y aquellos criminales vestidos de deportistas corretean familias y golpean a representantes de la prensa. Patean al caído, lo azotan aunque esté fuera de sí. Se saben intocables y el centro de la atención de todos. Sus rostros desfigurados retratan al país sumido en la violencia y la impunidad.
Yo no dejaré de ir al estadio. Ellos no pueden ganar. El miedo es el cobijo de sus frustraciones y complejos transformados en furia. El futbol me salvó, algo le debo y seré parte de millones que a la violencia le vamos a anteponer la alegría, los brazos unidos con camisetas diferentes y la exigencia a este gobierno porque enfrente a la violencia. Arriba mi América aunque hoy se encuentre en último lugar, arriba las familias que tenemos derecho a ver jugar a nuestros héroes en el estadio.