Después de su “Gran Marcha” (una suerte de caricatura mínima, región 4, de la hazaña de Mao en 1934), luego de casi cinco horas avanzando en medio de una marea humana impetuosamente dinamizada por el chantaje derivado de empleo clientelar de los programas sociales, de la perversión de los gobernadores que usaron recursos incontables del erario (transporte, gasolina, viáticos, hospedaje, alimentación), aunado al fanatismo fervoroso por el líder, aunque en otros casos la presencia de la gente se debió al amedrentamiento y el miedo real ante la amenaza explícita de perder la segunda parte del aguinaldo o incluso el empleo mismo, fue así como sin el mínimo sentido autocrítico (como corresponde al culto a la personalidad), López Obrador, exacerbado al punto del éxtasis, subió al templete del Zócalo capitalino y ante la mirada atenta de sus tres únicas “corcholatas”, los miembros de su gabinete y algunos conspicuos elementos de la clase empresarial (que no se ensuciaron sus bien cuidados zapatos de marca y que dijeron que solo fueron a “escuchar” el informe presidencial), y ocurrió que entonces el presidente tenía el dominio exclusivo del micrófono, cuando su voz resonó:
“La política es, entre otras cosas, pensamiento y acción” [ninguna de las dos cosas se ha visto en estos cuatro años, a menos que se quiera decir que las constantes ocurrencias son producto del pensamiento (¿?) y estén dirigiendo la acción gubernamental].
“Y aun cuando lo fundamental son los hechos” [frase vacía porque las conferencias mañaneras son todo menos una constatación de hechos], “no deja de importar cómo definir en el terreno teórico” [¿cuál?, ¿cuál?] el modelo de gobierno que estamos aplicando [va de nuevo: ¿cuál?].
Y a continuación emergerá la frase climática de un discurso a todas luces preparado y escrito por manos ocupadas en crear una nueva fantasía ante la inocultable y permanente indefinición de qué sea eso de la “Cuarta Transformación”, amén de contar con los “Símbolos Inmarcesibles de la Patria” (que reúnen en un espectro imposible los rostros serios –¿cómo podría ser de otro modo? – de Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero y el general Cárdenas, en una especie de poster para el recuerdo).
La frase consagratoria para los futuros libros de texto gratuito (si les alcanza el dinero para hacerlos):
“Mi propuesta sería llamarle humanismo mexicano porque tenemos que buscar un distintivo”.
Su proclama no despertó mayor interés, fuera de quedar consignada solamente en los medios, sobre todo los públicos, (manejados con displicencia por Jenaro Villamil, uno de los Farsantes de la 4T), es decir, aquellos que nunca pondrán en tela de juicio qué significado tiene ese nombre “distintivo”. Lo cierto es que luego de cuatro años de presentar insufribles e ilegales códigos normativos y de volver a los sermones de la moral añeja y esquemática, adicionada por medio de recomendaciones que van desde la “austeridad republicana” –nunca faltan una que otra frase copiada de alguna síntesis de la historia de México– a la austeridad franciscana y la prédica –inconsistente, cfr. Casa Gris– contra los vicios del individualismo y el consumismo, ya es verificable que ahora ningún eslogan gubernamental logra permanecer más allá de una semana.
Porque cuando me llamó
Nadie acude
Ni yo
Efraín Huerta
El sintagma ‘Humanismo mexicano’ es un flatus vocis, una palabra vacía, vana, sin contenido. ¿Por qué sin contenido? Porque no cabe diferenciación alguna con otros tipos de humanismo, digo, para endilgarle el calificativo de “mexicano”. La comida es mexicana porque tiene características distintivas que la diferencian, por ejemplo, de la comida italiana. Pero, un tipo de humanismo diferente, propio de lo mexicano, eso no existe.
Cuando se habla del humanismo, que fue un término acuñado en las entrañas del naciente Renacimiento en el siglo XV europeo, se le refiere originalmente a una posición filosófica que excluyó del lugar central en los discursos (literario y plástico y aun religioso y universitario) a la Naturaleza y a Dios, para colocar en su lugar al Hombre. Por cierto, durante la vigencia del Renacimiento, la Iglesia vio con malos ojos las ideas casi apostatas de los pensadores que impulsaron la filosofía humanista.
La filosofía de la Ilustración –tan combatida por los ideólogos cobijados en la actual SEP– defendió una noción del hombre como ser dotado de razón eficaz para encarar los asuntos diarios y trascendentales, un ser humano presto a utilizar los conocimientos de la ciencia para combatir los prejuicios y la acabar con la ignorancia, fuente de los males que aquejan la conciencia de los ciudadanos. Luego fue derivando hacia una idea de maximización de la inteligencia y los parámetros morales y sociales.
Humanismo fue sinónimo de la búsqueda por la libertad del ser humano en todos los planos y, hay que insistir, frente al Estado.
Al paso del tiempo, también la Iglesia habría de anexar la noción de humanismo cristiano para ir incorporando paulatinamente principios como la «dignidad humana universal» y la libertad individual, junto con la primacía de la felicidad humana como algo esencial y acorde con los principios de las enseñanzas de Cristo. De esto modo fue dando fuerza a su idea del ecumenismo.
El humanismo es un conjunto de ideas sobre la humanidad que tienen esos parámetros históricos. Incluso una gente tan renuente a tales ideas, como fue Jean Paul Sartre, se vio obligado a suponer que “el existencialismo es un humanismo”. Nadie lo siguió.
Como sea, la culminación de la Segunda Guerra Mundial daría un giro a las ideas del humanismo, y las pondría en el escenario del Estado, secularizándolas y universalizándolas, como querían las mentes de la Ilustración.
La Carta de la ONU, que consagra los Derechos Humanos, es un catálogo humanista. Se trata de un catálogo universal, no pertenece a ningún país o nación en particular.
Desde el punto de vista de la historia de México, uno puede considerar que los religiosos, como Bartolomé de las Casas, estuvieron inspirados por ideas humanistas de tu tiempo. ¿Pero eso autoriza para considéralos creadores de un tipo de humanismo en México?
Lo mismo podríamos aplicar para el caso de la figuras que resalta la 4T en su cartel. Ninguno hizo ningún pronunciamiento que estableciera noción alguna de humanismo y menos que fuera de su propia cosecha. ¿Fue Juárez un humanista? Sin duda, pero solo en sus acciones fundadas en el laicismo. No podría calificarse a Madero de anti-humanista, pero no fue un personaje que levantara el estandarte del humanismo.
Desde sus inicios, el PAN enarboló principios humanistas, más morales que teóricos, en oposición a lo que consideraba los excesos del cardenismo, y su posición y alternativa tenía en cuenta la guerra cristera que desató Plutarco Elías Calles. El panismo inicial creyó en las bondades de la “persona humana”, pero hasta donde se puede documentar no generó alguna idea que abonase al acervo del humanismo cristiano, del cual se nutrió por décadas.
No hay, pues, un referente conceptual o histórico de algo así como “humanismo mexicano”.
El riesgo está en otro lugar.
Está en la ideología que contrapone nociones antagónicas de pueblo, que excluyen a los ciudadanos como no-pueblo. Steven Pinker ha señalado:
“El fascismo light actual, que desemboca en populismo autoritario y el nacionalismo romántico, se justifica en ocasiones mediante una versión rudimentaria de la psicología evolucionista en la unidad de selección es el grupo, la evolución está impulsada por la supervivencia del grupo más apto en la competición con otros grupos y los humanos se han seleccionado para sacrificar sus intereses en aras de la supremacía de su grupo”.
Y añade:
“De ello se sigue que nadie puede ser cosmopolita, un ciudadano del mundo: ser humano significa ser parte de una nación. […] Y dado que una nación es una totalidad orgánica, su grandeza puede encarnarse en la grandeza de su líder, que expresa directamente el alma del pueblo […]”.
Cualquiera puede darse cuenta de que la tanta insistencia de parte de López Obrador en crear una división dicotómica entre los mexicanos, señalando la importancia cultural (¿étnica?) de la nación mexicana, implica un sesgo. Por un lado, una cierta exaltación de la mexicanidad, aunque con el invariante deslinde respecto de la hispanidad, lo cual parece constituir un discurso que, al remitir a la grandeza del México prehispánico, y consignar como pueblo actual solo a quienes responden a esa identidad, la operación es una velada y no tan velada confrontación con los otros sectores sociales. En particular, en animadversión contra las clases medias.
La exclusión del no-pueblo ya no tiene fronteras: desde los fifs y conservadores, pasando por los que estudian, los que buscan superarse académica y económicamente, ha llegado el punto de poner cizaña hasta en la Feria Internacional del libro de Guadalajara.
Es decir, detrás de la imagen del supuesto humanismo mexicano se está encubriendo una ideología de confrontación social, cultural, económica, educativa y, no sabemos hasta donde, también étnica.
Si es esto lo que está actuando en la conformación del discurso de Morena, será cualquier cosa menos humanismo y tampoco sería mexicano (pues los mexicanos somos en todos sentidos diversidad y pluralidad).