“The external world could take care of itself. In the meantime it was folly to grieve or to think.¹”
Edgar Allan Poe
Cuentan que hubo una vez, hace muchos, muchos años, un país donde la gente moría y a sus regidores no les importaba. Cuenta la historia que lo más doloroso era la muerte de las mujeres, no porque fueran “mejores” o porque fueran “bellos seres que dan la vida” incluso entonces esos clichés ya estaban descontinuados. Ellas dolían más porque morían a causa de ser mujeres, eran blanco por ser “débiles”, educadas como lo estaban de ser reservadas y no protestar. Nos refieren que eso era normal en los tiempos que llamamos “patriarcales” que hoy es tan difícil de comprender, como la idea absurda de tener un teléfono fijo en casa. En ese entonces los hombres educados a pensar que eran el centro del universo comenzaron a sentirse desplazados, las mujeres dejaron la casa y a los niños, decidían libremente si querían ser madres o astronautas, si buscaban amor en hombres, mujeres o quimeras.
Se dice, y yo lo enseño en clase, que mucho de lo que hoy somos lo debemos a ese movimiento llamado feminismo. Duró años y aunque los ignorantes las llamaban feminazis, sus ideas no protegían sólo a las mujeres, velaban por los vulnerables, por los niños o los viejos, los pueblos que llamaban minoría, todos los que en ese tiempo eran llamados diferentes. Les cuento a mis alumnos y ellos se asombran, que hubo un tiempo en que sólo se podía ser “heterosexual” o que se tildaba a una mujer de asesina si quería abortar (también tengo que contarles sobre esa práctica hoy innecesaria) por supuesto que tengo que explicar esas categorías variopintas que alguna vez se fueron mezclando en el arcoíris de tal modo que lograron el blanco perfecto y hoy a nadie le importa saber si portas pene o vagina, qué tono tiene el corazón, de qué color es tu piel o cuál es la lengua que hablas.
Para mis jóvenes es muy difícil comprender todo esto, les tocaron otros tiempos. Su novela favorita es la “Noche de los muros” basada en la historia real, de autoras anónimas, parece ser que fue escrita con múltiples manos y se firmó como: Todas.

La noche del relato, el gobernante en cuestión, un hombre pequeño de grandes y graves ambiciones, cercó el Palacio en que vivía para ignorar, como lo hizo durante su mandato, el reclamo humano. Por cierto que era el tiempo de la Gran Pandemia, nos gusta platicar cómo nuestro país fue ejemplo del peor manejo de la enfermedad por Covid-19, y cómo vino después la conciencia y la recuperación. Como no es fácil que me crean les tengo que mostrar reportes de la ONU de entonces para que puedan visualizar la injusticia contra la mujer:
La manifestación más grave del conflicto dentro de las familias es la violencia contra las mujeres y las niñas. Tras décadas de activismo feminista, la violencia en la familia se ha reconocido al fin como un problema público y ha dejado de considerarse una cuestión exclusivamente privada. En la actualidad existen leyes, planes de acción, servicios de protección y apoyo y un creciente número de medidas de prevención de la violencia.
Pese a estos esfuerzos, la violencia contra las mujeres y las niñas persiste hasta alcanzar tasas abrumadoramente elevadas en todas las regiones del mundo. A menudo, la violencia en la familia es letal: se calcula que un 58 % de las mujeres que fueron víctimas de homicidio intencional en 2017 fueron asesinadas por un familiar. Ese año murieron asesinadas 137 mujeres por día.
Ah, por cierto, mi clase es la de literatura, así que el objetivo es analizar el muro o valla como símbolo para entender hoy por qué son tan recurrentes en el arte y la literatura.
Los muros son símbolos del fracaso
Desde las fortalezas feudales hasta las barreras fronterizas, los muros siempre tienen valor simbólico. “La noche de los muros” dio como resultado una obra de arte, un homenaje a tantas mujeres asesinadas por ser mujeres, por ser bonitas y atrayentes, por ser serias o feas, por ser débiles o respondonas, por ser, sólo eso, por ser (aproximadamente, morían 11 al día). Las madres y hermanas, incluso padres, contaban su desesperación, su angustia de años enteros de antesalas para ser escuchados, para reclamar justicia.
Ellas, las mexicanas feministas, hicieron de un muro un dispositivo de comunicación, un homenaje a las ignoradas, a las desprotegidas. Ese muro inerte comenzó a hablar esa noche y no paró hasta imponer la nueva historia, esa que hoy vivimos y que mis niños creen que fue siempre.
La obra que hoy se resguarda en el Museo Virreinal, se conoce con el nombre Mural de justicia y dignidad; nació siendo un muro de seguridad, se cuenta que el triste mandatario había pasado su vida obsesionado por habitar el palacio de gobierno al que primero admiraba desde su sillita escolar (sí, en ese entonces los niños asistían a clases) y luego desde la plaza del Zócalo donde habitó desairado cuando no logró la presidencia en su segunda o tercer contienda. Ya nadie lo recuerda porque queda para la memoria un personaje vengativo y demencial que finalmente fue presidente y sí motivó, por su mal ejemplo a cambiar nuestra historia; como lo hacen todas las tragedias que exigen la unidad para la reconstrucción.
En general la erección de estos muros como formas de control siempre fueron criticadas, un símbolo más de ese patriarcado neurótico, suelen denominarse muros de vergüenza. El Muro de los Lamentos o Muro Occidental es el más famoso. Y ese muro de las mujeres mexicanas fue todo eso, vergonzoso en su erección, un lamento para clamar por las desaparecidas, por las injusticias patentes y un mural que comunicó al mundo el dolor y convocó a la paz.
Los muros literarios
Los muros son recurrentes en la literatura gótica y de horror según la escritora británica Angela Carter, tienen una “función moral: provocar, perturbar, fomentar el malestar”. Se asocia a los castillos medievales y a los palacios gubernamentales donde un mandatario sordo se atrinchera para evadir el dolor del pueblo y así como el Príncipe próspero de Allan Poe logró rehuir toda “enfermedad y maledicencia”. No en vano los poetas modernistas llamaron a su evasión poética torre de cristal. En ese caso no hay nada de poético porque incluso se usó la violencia para acallar a las mujeres que reclamaban el alto a la misma.
Para Poe los muros son expresiones de miedo y de locura. En su cuento “El barril de amontillado”, un hombre se venga de otro amurallándolo en las catacumbas de un viejo palacio. En “El gato negro”, un hombre calla a su mujer por siempre emparedándola. Y en “El corazón delator”, la culpa late debajo del piso, un muro colocado para caminar por encima del delito.
Quizás el relato más espeluznante le pertenece a Lovecraft en “Las ratas en las paredes”, el muro lleva al protagonista a descubrir a una ciudad subterránea en la que su familia ha criado generaciones de ganado humano para ser devorado. Ciertamente la metáfora de los roedores consumiendo seres humanos nos sirve para reflexionar sobre la ruindad del poder y la explotación.
Las paredes ocultan culpas, la barrera intenta ignorar lo que puede hacer daño, poner de manifiesto la impotencia. Los muros son expresiones de miedo, aunque sea simbólico, es el terror de ser despojado de lo que se presume propio, un inmueble, la seguridad personal, la envestidura. Los muros en la literatura, al igual que en la historia, tienden a derrumbarse como la casa de los hermanos Usher. Podemos incluso imaginar a sus habitantes encarcelados como Asterión deambulando por los pasillos interminables en un mundo hecho de muros para ignorar la realidad. Mundos borgeanos, kafkianos de castillos y murallas que conducen al aislamiento y finalmente a la extinción. El miedo a la invasión, sugieren los autores es paranoia poderosa, una miedo enorme como Muralla china.
Una de mis historias favoritas es la de Margaret Atwood que en “El cuento de la criada”, convierte la Universidad de Harvard en una prisión amurallada, en la novela las mujeres son esclavas de fertilidad y sometidas por burócratas. Dos escritores más, el estadounidense H.G.Wells y el mexicano Francisco Tario ponen en una historia la puerta en el muro. Lo cierto, les cuento, es que gracias a esas mujeres todo cambió, les digo usando la frase de Tario que había un trecho largo hasta aquella puerta (digamos la salida al futuro) y quién no conocía el camino, se extravió para siempre convertido en un ladrillo más de una legendaria canción del autor clásico Pink Floyd.
Leemos juntos las notas de medios: “Integrantes de la colectiva que instaló la Antimonumenta ‘Vivas nos queremos’ frente al Palacio de Bellas Artes en 2019, convocaron en redes sociales a voluntarios que desearan apoyarlas pintando los nombres de mujeres asesinadas en el país”².
Aludo a otro viejo cuento, esta vez de una mujer, “El Tapiz amarillo” donde Charlotte Perkins Gilman describe la condición de una mujer sometida, harta de su matrimonio y de la maternidad, presa de su depresión postparto es obligada a retirarse a su casa de campo. Ella crea una realidad propia mirando un muro cubierto por un tapiz amarillo. Les cuento que nuestra mujeres hicieron más que mirar, dibujaron, escribieron mil nombres que no debemos olvidar, llenaron de flores, cataron y arengaron.
Los muros, como en los cuentos góticos, sirven para no dejar pasar el clamor del enfermo y que los poderosos puedan vivir en sus burbuja de ignorancia. Pero como en los relatos de horror, los muros terminan por aprisionar y colapsarse. De ellas aprendimos que se puede hacer un mural de una muralla, aprendimos a no callar y decorar las penas con arte para sobrevivir. Aprendimos que uno es dueño de su historia y que siempre es momento para comenzar a contar.
1 Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse.
Autor
Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana y profesora del ITESM, campus Toluca
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