Entre los individuos como entre los gobiernos, hay vanidades mediocres y grandilocuentes que logran cobrar devociones a quienes les gusta darlas. Ahí está la dictadura cubana, vanguardia de la retaguardia latinoamericana, el éxito de un fracaso. Y ahí está Chávez, a quien le faltaba algo esencial y encontró en Castro al padre que todo lo explicaba y todo lo justificaba y todo lo cobraba. En este linaje, Maduro es el nieto para quien ni el padre ni el abuelo han muerto. Algo similar a Corea del Norte, donde el abuelo y el padre de Kim III fueron nombrados, post mortem, presidente y dirigente eternos, respectivamente. Como decía Christopher Hitchens, una necrocracia en toda forma.
Estén vivos o estén muertos, o estén vivos y muertos, una dictadura es una debilidad que se asume indispensable. Nada hay de particular en que perdure una lisiada que se arroga la violencia como derecho natural, pero siempre es frágil; por eso, lo fundamental para ella es lograr que los subyugados sean aún más débiles. El desastre que preside la dictadura caribeña es propio de los iluminados ineptos y es, además, un diseño. Todo chueco pero todo cuadra.
La revolución cubana, como todas, se traicionó a sí misma, y sobrevive en tanto Estado-sanguijuela; adentro, confiscando plusvalías y repartiendo miedo; las trepanaciones externas son viables gracias a mentes capaces de idealizar una colonia penal hambreada. Ahora, con los réditos menguantes del cadáver venezolano, la degradación política de México lo dispone como la sonda nueva que le urgía a la dictadura vieja.
Igual que las telenovelas mexicanas, en realidad siempre la misma, los sermones de la dictadura cubana son un disco rayado insufrible, pero eso no importa porque aquí llegó al poder un grupo debidamente indoctrinado en la biblia de los montajes, las confabulaciones y los pretextos. De hecho, ya no hay política exterior, sólo ribetes del lodazal interno. Son de pena los reclamos al norte cuando no hay reparo en poner soldados a su servicio. Mientras no sea al revés, con diplomacia en los procesos y dignidad en los hechos, a Estados Unidos no parece importarle mucho en qué fila colocan a su embajador en un desfile.
La farsa antiimperialista incluye reuniones intrascendentes, incluso para los estándares de América Latina; despropósitos apenas inteligibles que no escuchan ni los destinatarios; infundios a medios extranjeros y, con especial fervor, insultos a España. Con semejantes proclividades, no debería sorprender que la desvergüenza se disfrace de orgullo para festejar, en el día de la independencia, el amorío con los represores, y pontificar sobre un bloqueo fantasma que, de existir, impediría el apoyo que se les brinda. Como los que en democracia despotrican porque no hay libertad, y luego se van a tomar la copa con los cuates. Y cuanto mayor sea el desaguisado de cada cual, más imbricada será la complicidad. Todo al sol, y chueco, pero todo cuadrará.
En un cuento de Horacio Quiroga, un ácaro escondido en una almohada le drena la sangre a una mujer. Descubren al monstruo, pero cuando ya está bien hinchado, como es natural; si lo descubrieran antes, pues no habría cuento. En cuanto al parásito que nos ocupa, no hay enigma, siempre hace lo mismo, gesticular desde su pantano, donde el tiempo no pasa, mientras llega el solícito en turno. Qué se le va a hacer, quizá lo único que tenga más libertad en la realidad que en la literatura sea la estulticia.