Uno de los grandes problemas de salud en el mundo es la depresión, que, según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, afecta a más de 300 millones de personas y que puede llevar incluso al suicidio (cada año hay cerca de 800 mil en el mundo). Sin embargo, y pese a que ese mal sigue en aumento, esa institución reporta que más de la mitad de quienes la padecen no reciben tratamiento.
Por otra parte, según información de la UNAM, en México 15 de cada 100 habitantes sufre depresión, cifra que incluso podría ser mayor porque muchas personas no han sido diagnosticadas. Se calcula que unos 6 millones de niños, adolescentes y jóvenes de entre 6 y 22 años la padecen.
Sin embargo, persisten el prejuicio, la estigmatización, la ignorancia y el descuido cuando se trata el problema, por lo cual es muy oportuna la publicación de Depresión. La noche más oscura. Una mirada científica (México, Debate, 2020), de Jesús Ramírez-Bermúdez, un libro en el que se sintetizan los avances científicos en la comprensión y tratamiento de ese mal.
Según explica el autor en el libro, lo que busca es mostrar “lo que sabemos el día de hoy acerca de la depresión mayor como uno de los grandes problemas contemporáneos. Con un poco de suerte, podré mostrar que la depresión no requiere una mirada biomédica o psicosocial, sino ambos enfoques, por el bien de la persona que sufre”.
Esta es una conversación con Ramírez-Bermúdez (Ciudad de México, 1973), quien es doctor en Ciencias Médicas por la UNAM y jefe de la Unidad de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. Profesor de la UNAM, ha sido miembro del Sistema Nacional de Investigadores y becario del Fondo Nacional para las Cultura y las Artes, Autor de cuando menos cinco libros, ha colaborado en publicaciones como Época, Replicante, La Tempestad, Revista de la Universidad de México, Tierra Adentro, La Jornada Semanal, Letralia, Dosfilos, Sin Embargo, Confabulario y El Cultural.
Ha ganado los premios Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas, a la Investigación Científica de la International Neuropsyquiatric Association y Lilly Fellowship de la International Society for Bipolar Disorders.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el tuyo, una suerte de introducción al entendimiento de la depresión mayor?
Jesús Ramírez-Bermúdez (JRB): Pensé en un libro de divulgación científica acerca de la depresión, que es un tema vigente desde hace 2 mil 500 años y hasta hoy en todo el mundo. Además, con toda seguridad va a ser vigente mañana y pasado mañana.
Hoy hay una oportunidad para entender mejor estos problemas; quizá la diferencia con lo que vivíamos hace una, dos o cuatro décadas es que cada vez hay más conciencia social en torno a la importancia del cuidado de la salud mental. Se ha ganado un poco en términos de combatir el estigma en torno a estas condiciones, pero no está totalmente ganada la batalla porque aún hay situaciones que, por desgracia, están rodeadas de un halo de incomprensión, de muchas capas de prejuicio, de grandes malentendidos, y todavía hay actitudes de discriminación.
Creo que es un momento en el que, si me permites la metáfora, el partido en contra de la depresión se está perdiendo, pero hay la oportunidad de empatar y hasta de ganar. Ahora puede ser un momento para darle más visibilidad al problema, pero con un respaldo científico.
La depresión es un tema que requiere abordajes desde muchos ángulos: artísticos, de las humanidades y, sobre todo, de mucha solidaridad social. Pero la manera de articular todo esto para tener un discurso central sólido es el conocimiento científico. Es el único que permite, en cierta forma, ponderar qué lugar tiene cada aspecto, aunque hay toda clase de corrientes seudocientíficas y de negocios deshonestos alrededor del sufrimiento humano.
Entonces vale la pena tener una perspectiva que, por un lado, permita comunicar a los expertos con el gran público y que, por otro, ayude también a intermediar un poco entre diferentes debates ideológicos que se han dado, como, por ejemplo, si la depresión es un problema biológico o social.
AR: Desde el principio dices que la depresión mayor es uno de los grandes problemas contemporáneos. ¿Nos podrías dar alguna idea de su tamaño en el mundo actual y en México? Por ejemplo, en el libro citas que las condiciones neurosiquiátricas son causa de la discapacidad por salud en 28 por ciento de los casos, y por otro lado el boom del Prozac en los años noventa.
JRB: En nuestro país el estudio más confiable que tenemos lo publicó la doctora María Elena Medina Mora, quien es miembro de El Colegio Nacional y una persona que ha tenido una investigación muy destacada en términos de salud mental pública. Ella tiene publicó en el British Medical Journal que en México hay un 7 por ciento de personas que sufren depresión mayor; es decir, no la tristeza transitoria o el duelo, por ejemplo, que son fenómenos emocionales difíciles pero que no son depresión mayor.
Eso nos da una idea de que hay unos 10 millones de personas en México que tienen este problema. De allí que sí es un mercado importante para los medicamentos, pero también es una población que requiere atención, sobre todo en términos de salud pública en un área muy descuidada que es la psicoterapia.
Hay muchos psicoterapeutas que brindan servicio privado y la psicoterapia es muy cara, por desgracia, y la mayor parte de la gente no tiene acceso a ella. Paradójicamente, por eso hay gente que acaba tomando un medicamento: aunque no lo crean, sale más barato que ir a tomar terapia. Mucha gente llega a las instituciones pidiendo terapia, y hay una especie de mitología positiva en torno a ella y la gente sí cree en eso. Pero no hay recursos humanos en las instituciones de salud públicas, y a nivel privado, por desgracia, es cara para la mayoría de la población en pobreza o de una clase media baja.
Considero que allí hay que reflexionar un poco en torno a la magnitud del problema y la insuficiencia de la respuesta.
En la escala global las cifras en los países no son muy distintas: andan entre 5 y 15 por ciento de prevalencia de depresión, aunque también depende un poco de cómo se mida.
Para darte una idea, la principal consecuencia, la más grave de la depresión, es el suicidio; pero, además, afecta la calidad de vida, disminuye los años de vida saludable, aumenta la probabilidad de padecer otras enfermedades y de tener malos desenlaces de ellas, como el cáncer o un infarto al miocardio.
Pero, para hablar del suicidio en particular, en países como Rusia, Francia y Japón, tres ejemplos clásicos, la tasa de suicidios es tres o cuatro veces más alta que la de México. En aquellos países es un problema tremendo.
AR: Comentas que son tasas más altas que las de homicidios…
JRB: Lo digo en el libro: parece una exageración, pero la probabilidad de morir por suicidio en Japón es muy parecida a la de morir por homicidio en México. Obviamente aquí nos horroriza el fenómeno del homicidio, pero en términos estrictamente cuantitativos estar en Japón es igual de peligroso en términos de suicidio. Como lo hemos visto en estadísticas, hoy en día en el mundo hay más gente muriendo por suicidio que por homicidio. Eso nos tiene que dar una idea del tamaño del problema.
AR: Hay una tensión que cruza todo el libro que son dos perspectivas sobre la depresión: una estrictamente médica, que pone énfasis en los aspectos individuales, genéticos, y otra que, por decirlo así, sociológica, que enfatiza en las condiciones sociales. ¿Qué tanto se ha podido conciliar estas dos posturas? Muchas veces parecen más bien enfrentadas.
JRB: El enfrentamiento se da más bien en el terreno de lo ideológico: hay disciplinas que tienen una ideología más orientada a las explicaciones sociales. Por ejemplo, si el marxismo es mi tendencia voy a explicar en términos sociológicos y económicos. Pero si provengo del campo de las ciencias físicas, de las matemáticas, de las biológicas, a lo mejor mi tendencia es explicar la depresión como una enfermedad como cualquier otra, como la diabetes o la hipertensión.
Por supuesto, este conflicto en el terreno de la salud mental es muy fuerte. Pero el punto que presentó en el libro, uno de los enfoques que traté de tener, es que en realidad en el ámbito de la salud mental es un falso debate: la salud mental depende de igual manera de factores biológicos y sociales porque el sistema nervioso procesa señales que vienen del medio ambiente y otras que provienen del medio interno fisiológico.
Nuestro sistema nervioso, donde se gestan la función mental y las emociones, recibe señales que provienen tanto de afuera como de adentro. Nuestras realidades siempre tienen que ver con el mundo externo social, económico y cultural, pero al mismo tiempo son fisiológicas.
Entonces es malo estar en un régimen dictatorial y con pérdida de la libertad de expresión, pero también lo es tener un infarto al miocardio. Los dos aspectos son igualmente malos.
A mi modo de ver, podemos superar ese debate al reconocer que en la salud mental los dos aspectos tienen participación, pero no sólo eso sino que hay una auténtica interacción entre las causas sociales y las biológicas. Por ejemplo, en la depresión la heredabilidad del problema se estima en alrededor de 40 por ciento, por lo que hay un 60 por ciento de causalidad que no es debida a causas genéticas sino más bien a las ambientales. ¿Cuáles? Las pérdidas, las amenazas, el abandono, etcétera, lo que tiene mucho que ver con problemas sociales como la pobreza, la violencia y la inequidad.
Pero no es que estos problemas sociales estén interactuando con un espíritu etéreo, sino que lo hacen con nuestros cuerpos, donde se convierten en factores biológicos. Una vez que he sufrido violencia, por ejemplo maltrato infantil, cuando ocurre un golpe, una bofetada en un niño o una violación, no implican nada más los significados simbólicos, que son muy importantes, sino que también hay señales biológicas dentro del cuerpo que afectan su integridad.
Entonces los problemas sociales realmente interactúan con nuestros cuerpos y los enferman. Por eso los problemas de salud mental son sociales y biológicos. Más bien son dos maneras de ver el mismo problema; no son dos distintos ni compiten entre ellos, sino que hay uno solo, que es la depresión, y tiene aspectos sociales y biológicos.
AR: El asunto de la pobreza no nada más es un problema moral, político y social sino que la privación y la amenaza tienen efectos sobre el cerebro. ¿Qué ocurre con este aspecto?
JRB: Desde hace muchos años, en estudios de fisiología con modelos animales, se sabía que cuando no había estimulación sensorial en algunos animales, cuando, por ejemplo, se les privaba de estímulos visuales, se observaba que en la estructura de su cerebro ocurría una pérdida o falta de desarrollo real, con menos neuronas en una parte de la corteza cerebral que procesa señales visuales, lo que ya fue un efecto permanente.
O sea, si a un pobre animal se le tapa un ojo durante el crecimiento, hay una parte de su cerebro que no se desarrolla y ya no va a hacerlo.
Entonces la falta de estimulación en etapas tempranas del desarrollo, que son críticas para la formación física, biológica de nuestros cuerpos, puede tener consecuencias de largo plazo.
Aquí entramos en el terreno de la pobreza: en el caso de los individuos humanos hay estudios de largo plazo en los que los individuos que estuvieron expuestos a la pobreza tienen, estadísticamente, un menor volumen cerebral en algunas partes de la corteza frontal, que es muy importante para funciones intelectuales, para la resolución de problemas y demás.
Esto no quiere decir que es una condena, pero sí nos tiene que alertar de que los efectos que se producen en la infancia son de largo plazo cuando hay pobreza. A mi modo de ver eso sólo refuerza la preeminencia social de combatir la pobreza porque las consecuencias son de largo plazo e incluso biológicas.
Voy a poner otro ejemplo más drástico: cuando el Grupo de Investigación 10/66 estudió la frecuencia de Alzhéimer en México, se vio que un factor de riesgo era, literalmente, el tamaño de la cabeza. Uno dice: ¿y eso qué tiene que ver? Pero era un resultado de largo plazo de la desnutrición infantil, y que se podía ver en individuos que tenían 70 u 80 años. Entonces el envejecimiento se tiene que planear desde la niñez, literalmente.
Aquí vamos a muchas cosas: es importante combatir la inequidad, dar una adecuada nutrición y estimulación física, con un entorno saludable, un medio ambiente rico pero también simbólico, enriquecido con música, arte, cultura, educación científica, con leyes y con justicia. Ese entorno simbólico también va a determinar, incluso a nivel físico, el desarrollo de nuestro cerebro, y esa es una de las consecuencias de tener una mirada social en torno al problema de la depresión. Las neurociencias sociales estudian justamente eso.
AR: Al respecto en el libro hay partes referidas a la cultura que ilustran el fenómeno; por ejemplo, la resiliencia de Aldous Huxley y el desarrollo de la psicoterapia, cuyos antecedentes vienen de la Grecia clásica, en tradiciones religiosas, rituales chamánicos, etcétera. ¿Cuál ha sido la contribución de esta parte cultural a la comprensión de la depresión y a la evolución de la psicoterapia?
JRB: Hay una genealogía de la psicoterapia que se remonta, en forma indirecta, a muchas tradiciones que tienen que ver con métodos de influencia interpersonal. Ahí menciono desde tradiciones que vienen del chamanismo hasta las que vienen de la espiritualidad judeocristiana o de las disciplinas contemplativas orientales como se pueden dar en el budismo o en algunas formas de hinduismo, etcétera.
Todas esas son fuentes culturales que enriquecen la cultura de quienes inventaron las psicoterapias, como algunos personajes que cito en el libro, como Philippe Pinel a finales del siglo XVIII, y a principios del siglo XX Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, y después Víctor Frankl, Aaron Beck y muchos otros.
Casi todos ellos eran estudiosos de la mitología, de muchas y diferentes culturas. También menciono en el libro que hay una genealogía mucho más directa que viene de la tradición griega, en particular en el caso de Antifón, quien al parecer sí tuvo un ejercicio prácticamente de psicoterapia (tomé esto del libro de Michel Onfray Las sabidurías de la Antigüedad).
Hay otras personas que podrían discutir esto con más profundidad que yo, pero creo que es muy importante entender que desde la Antigüedad ha habido quienes piensan que nuestros problemas mentales se pueden abordar también a través de la influencia interpersonal, porque puede ser que no se requiera forzosamente apelar a fuerzas sobrenaturales o a entidades metafísicas, sino que en el aquí y ahora, a través, por ejemplo, de ejercicios de atención plena, de relajación, de comunicación, basados en la racionalidad, se pueden encontrar las causas del sufrimiento y tener un abordaje racional para superarlo.
Por supuesto, todas las corrientes psicoterapéuticas del siglo XX exploran muy diversas posibilidades que tienen que ver con la sexualidad, con la espiritualidad, con la dimensión de género, con el aspecto económico y demás.
Pero lo que me interesa en el terreno de la psicoterapia es la posibilidad de superar la torre de Babel en la que estamos, en la que hay tantas escuelas y con tantas orientaciones que se van volviendo como sectas, cultos o religiones, en vez de tener una escuela integrada, lo que no ocurre en otras ramas del saber; por ejemplo, si uno estudia medicina, no hay 500 escuelas y a ver con cuál te comprometes, sino que hay una medicina y se acabó. Esa es la realidad.
AR: Vamos al lado oscuro de la cultura: también citas prejuicios derivados de la cultura popular que han derivado en el miedo y la aversión a la locura. ¿Qué nos dices de esta otra parte?
JRB: En el fondo hay un miedo a la locura (uso esa palabra porque es el mito del que estamos hablando), y también hoy se puede hablar del miedo a la enfermedad mental, a la psiquiatría, a la esquizofrenia, a la depresión. Pero en el fondo el mito que hay en nuestra cultura es la locura.
Hay muchas maneras de reaccionar frente a ese miedo: algunas personas lo hacen con una especie de sentimiento de superioridad clasista, de desprecio y de discriminación, mientras que otras lo hacen con violencia al ejercer control sobre las personas que tienen estos problemas. Otras reaccionan con negligencia al ocultar o negar el problema.
Llámenle como quieran, y si no quieren utilizar el término depresión no lo usen, pero lo que tenemos que reconocer es que hay un problema de dolor social y emocional que atraviesa las culturas, que se apodera de algunos individuos y merma mucho sus capacidades intelectuales y su salud física, y que les produce discapacidad, los lleva a la hospitalización y puede llevarlos al suicidio.
Analicémoslo como quieran; si alguien quiere decir que eso no es una enfermedad sino otra cosa, está bien, pero no neguemos el problema: atendámoslo.
Desde mi punto de vista, si aceptamos que el problema está allí y, al margen del nombre que queramos ponerle, la única manera de enfrentarlo es mediante el conocimiento, porque al lado está la posibilidad de hacerlo con prejuicios, pero yo creo que nadie lo diría.
Todo mundo cree que hay que enfrentar la depresión con conocimiento; entonces lo que hace falta es consensar cuáles son los mejores conocimientos sobre este problema para tener una visión clara que nos permita enfrentarlo con más esperanza. La ignorancia, los prejuicios y la discriminación llevan a la oscuridad, que termina por convertir el problema en algo más grave y más difícil de atender.
AR: Dices que las intervenciones efectivas han formado una visión clínica y científica de la depresión mayor. Sin embargo señalas una falta de cultura científica e incluso de voluntad política de gobiernos para atenderla. Mencionas también que hay quienes piensan que se trata de un negocio de las farmacéuticas y hay otros que la interpretan como una forma de control político. ¿Qué nos dices de estas visiones?
JRB: Es un terreno para debates interesantes que no quisiera subestimar. Mi discusión es que necesitamos una postura sensata, informada por la ciencia, en donde sí debe haber cabida para los discursos críticos que hacen un análisis no muy halagador de la medicina corporativa, del negocio de la salud.
Estoy a favor de hacer esa crítica y ese análisis; por ejemplo, yo creo en la salud pública, y en esos términos me pregunto: ¿el Estado debe invertir en medicamentos antidepresivos o no? Supongamos que ya no fuera a ser un negocio para las farmacéuticas, ¿México debería producirlos? La pregunta ya es meramente científica, y tiene que ver con cuál es el beneficio real y para quién.
Creo que en muchos lugares del mundo (por ejemplo, en Estados Unidos) no hay duda de que hay un sobrediagnóstico por el que los medicamentos se han utilizado a veces como si fueran agua o jugo de naranja.
Sin embargo, en México muy probablemente ocurre lo contrario: mucha gente que debería utilizar medicamentos no tiene acceso a ellos por la pobreza y porque el Estado no le provee. Entonces el análisis es un poco diferente.
La pregunta científica de fondo es: ¿cuál es el beneficio real? En el libro trato de dar la información que hay actualmente, como el más famoso estudio de metaanálisis que se publicó no hace mucho y que nos muestra que, en promedio, las personas que toman el antidepresivo tienen el doble de probabilidad de mejorar que quienes usan placebo.
No hay productos milagro ni panaceas, y los medicamentos no curan a todo el mundo, pero hay personas que se benefician mucho de ellos. Y tampoco hay que meterle más estigmas ni más telarañas a esto, porque hay gente que lo requiere y se beneficia mucho, pero se siente denigrada, humillada, cuando se le dice que no necesita nada de eso y que no debe usarlo.
También hay un negocio del otro lado: el de la dianética, la Iglesia de la cienciología, y otras corrientes religiosas que lucran con el sufrimiento. He tenido pacientes que habían mejorado con medicamentos, pero se les pidió que dejaran de tomarlos para que se rindieran a tal o cual enseñanza o dogma religioso, y muchos recayeron.
Al contrario, cuando atiendo un paciente nunca me meto con su espiritualidad y trato de respetarla; no entiendo por qué alguien que se dedica a la espiritualidad tiene que meterse con los problemas de salud y utiliza prejuicios para poder lucrar.
AR: En el caso de México mencionas la parte de la violencia, y destacas el trastorno de estrés postraumático. Aquí se puede observar, por ejemplo, la incidencia de las violencias intrafamiliar, contra las mujeres y la generada por el crimen organizado. ¿Cómo ha influido esta situación en la depresión mayor?
JRB: Hay estudios del orden psicosocial sobre esos factores de riesgo para el desarrollo del estrés postraumático y su relación con la depresión. Por ejemplo, el grupo del Instituto de Psiquiatría, donde están las doctoras Medina Mora, Shoshana Berenzon, Rebeca Robles y Corina Benjet (brillantísimas todas ellas), ha estudiado esos problemas en muchos lugares de la República; por ejemplo, en el norte han analizado la situación de los migrantes y la relación con problemas como la pobreza y la violencia.
También hay estudios muy interesantes de otros grupos sobre la famosa guerra contra las drogas: un investigador de Canadá, Anthony Feinstein, vino a estudiar periodistas que cubrían ese conflicto. Encontró que sólo por estar allí, en la noticia, al hacer el reportaje, acercándose cada vez más a la violencia aunque no fueran la víctima ni el victimario, muchos periodistas tenían problema de estrés postraumático importantes, graves. Algunos tenían salidas como las adicciones, la depresión, trastornos del sueño y muchos problemas de salud mental.
Eso mismo sucede, toda proporción guardada, en otros ámbitos, como en las comunidades donde están los huachicoleros, o donde los narcos dominan y son como una segunda policía (o a veces la primera). En esos entornos hay muchos problemas de salud mental, que a veces se encubren o se disfrazan con las adicciones. Pero están allí.
AR: Un tema que no está en el libro: tratar a los pacientes de depresión mayor en cualquier nivel, especialmente los casos más graves, ¿qué efectos tiene sobre los médicos?
JRB: En efecto, atenderlos, principalmente a los graves, significa un riesgo para la salud mental de los proveedores de servicios, de los médicos, de las enfermeras, de los psicólogos y los psicoterapeutas porque el síndrome de burnout, de desgaste laboral, que, cuando se estudia, se asocia mucho con profesiones que tienen que hacerse cargo de las emociones de los demás y tienen que dar una respuesta.
En las universidades muchas veces la burocracia tiene burnout, porque lidia mucho cara a cara con los clientes y las personas que llegan a pedir servicios. Evidentemente la psiquiatría, la medicina en general y la psicoterapia es a lo que se dedican: a dar la cara frente a problemas severos, historias de vida muy duras, estados emocionales difíciles, además de hacerse cargo y dar una respuesta. Entonces ese personal tiene problemas de salud mental muy fuertes.
Hay encuestas hechas por el grupo de Ana Fresán (otra magnífica investigadora) que estudian la salud mental de los psiquiatras porque empezaron a ocurrir suicidios entre ellos, lo cual es muy lamentable. En general los médicos tienen tasas de suicidio más altas que otras profesiones.
Lo que se vio es que hay un burnout muy fuerte, que tiene que ver con el desgaste emocional, con la sobrecarga. Pienso (y no es ningún secreto, todos lo sabemos) que quienes estamos en estos terrenos necesitamos tener nuestra propia red de apoyo, que incluye, siempre que sea necesario y, sobre todo, en la formación, un proceso de psicoterapia para el personal de salud. Esto puede ser a veces en la forma de grupos de apoyo, pero generalmente en la de terapia individual que ayude a los médicos a mantenerse con un equilibro entre lo profesional y lo personal, y que las salidas falsas, como las adicciones y los divorcios, por ejemplo, sean reducidas al mínimo porque generalmente acaban por volverse detonantes de mayores problemas de salud mental.
AR: Colaboras en diversas publicaciones y conoces los medios. ¿Cómo se está tratando el asunto de la depresión en la prensa?
JRB: En los medios mexicanos ha aumentado la advertencia de estos problemas y sí hay una mayor cobertura que antes. Antes era un asunto casi marginal: lo que sucedía en los manicomios y en esos entornos, y creo que ahora ya es una visión más de salud pública, epidemiológica, más cercana a la psicología social. Hay un interés renovado por la psicología de las masas y en esas zonas oscuras, difíciles y calientes donde hay problemas.
Obviamente todo el tema de la guerra contra las drogas también revolvió un poco el río y trajo a la luz estos problemas, porque finalmente las adicciones son un problema de salud mental. Está allí, ante la mirada de todo mundo, el asunto de que se están vendiendo drogas porque hay un gran problema de salud mental, finalmente.
Eso también tiene que ver con lo que decían algunos, y voy a citar al propio Sigmund Freud en lo que él llamaba “el malestar en la cultura”, que es lo que hace que la gente use drogas para paliarlo un poco. Esa es misma razón por la que se recurre no sólo a las drogas como sustancias químicas sino a todas las adicciones conductuales (a la pornografía, al internet, a los celulares, a la ropa, al consumismo y demás).
Todo ello es parte de ese mismo trasfondo en el cual hay un malestar en la cultura, y podríamos decir que es esa especie de matriz de donde están surgiendo muchos tipos de trastornos mentales distintos. Pero también tienen que ver con un sistema de competencia encarnizada en la que hay pocos apoyos para los que están en la parte baja de la pirámide, que son aquellos que sienten que tienen menos capacidad de transformar su entorno, su destino. Como siempre decimos, uno viene a este mundo y los dados ya están cargados en términos de la clase social a la que perteneces, del color de tu piel, de si eres hombre o mujer, de si estás en México o en Estados Unidos, de si hablas español o tsotsil.
Entonces los dados ya están cargados y eso hace que ya haya poblaciones vulnerables que van a sufrir un poco más por este estrés competitivo.