Un cambio de régimen, como el que está en vía de ejecución administrativa y legal en México, implica un nuevo modelo de estructura, operación y control de la fuerza pública, por lo tanto, un nuevo modelo de dominación. La retórica política abusa de la categoría “dominación”, pero bien entendida, todo Estado, trátese del liberalista, paternalista, clientelista, comunista, por mencionar algunos tipos, requiere una estructura de dominación que se expresa en instituciones que ejercen la fuerza legítima de la represión. El ejecutivo instruyó la formación de la Guardia Nacional y a pesar de la discusión constitucional en el parlamento ya anunció su operación con mando y cuerpo militar, le guste a quien le guste.
La Policía Federal, órgano desconcentrado de la Secretaría de Gobernación, queda como una entidad pública de segundo relieve, dado que a la Guardia Nacional se le adjudican funciones y fines que eran de su competencia. No basta una nueva formación con perfil militar para que automáticamente desaparezca la anterior, de carácter civil. En este proceso de cambio administrativo los recursos legales y extralegales que el gobierno tiene a su disposición los está utilizando para reducir la fuerza, presencia y acción de la Policía Federal, para reducir la fuerza pública. No importa cuál sea el discurso que justifica estas políticas de austeridad, trátese de la corrupción versus honestidad, o del principio neoliberal del Estado mínimo; el hecho es que el proceso para lograr una Guardia Nacional de la magnitud que imagina el presidente es lento, su instalación real es paulatina, por más que se afane en perorar que ya está lista y en funciones.
El problema de seguridad pública que padecemos los mexicanos se agrava con menos policía y Guardia Nacional en vía de formación. Si bien es cierto que la policía se ha visto rebasada por los grupos delincuenciales y que existe en la sociedad escepticismo sobre su conducción en apego a la ley, por decir lo menos, su reducción a través de su demonización, el retiro de derechos y de la pauperización de sus condiciones de trabajo no ayuda en absoluto a la atención del problema de seguridad y al cuidado del Estado de derecho, sino que lo socaba.
El ejecutivo mexicano está centralizando la fuerza pública y, en términos efectivos, reduciéndola y militarizándola. Un Estado militarista implica un número grande de efectivos militares en funciones, este no es el caso de México; un Estado que substituye la fuerza pública civil por fuerza militar implica una subordinación del aparato administrativo y de la sociedad al orden marcial, a condiciones de excepción que se vuelven condición permanente, este tampoco; un Estado que crea una Guardia Militar Nacional signada por la integración de miembros de la policía que no contaban con formación ni derechos militares va dejando en el camino un reguero de inequidades, abusos, vejaciones y va generando un ente conflictivo en sí mismo, con fuerzas opositoras dentro y fuera, ni es militarista en sentido pleno, ni de eficacia asombrosa, este es nuestro caso.
En este modelo hay fuerza pública de primera y fuerza pública de segunda que se intenta minar con la encomienda de que atienda las situaciones más conflictivas y caóticas, por ejemplo, a la Policía Federal toca impedir la entrada de migrantes por la frontera sur de México. En estos días, hemos visto un desfile de imágenes espeluznantes que muestran a las víctimas, a los migrantes latinoamericanos muertos, de bruces, en el fango del agua, padres e hijos envueltos en una misma intención mezquina. Vemos, un día sí y otro también, vídeos que muestran a pequeños grupos de delincuentes desafiando con éxito la autoridad del policía del militar. El discurso oficial del gobierno hace responsable a fuerzas ocultas, conservadoras, de oposición, de la “barbarie” de estos delincuentes. Difícil saber quién o quiénes propician este tipo de actuar, no es determinante para lo que se quiere mostrar, lo importante es reconocer que existe un arquetipo de maldad y oprobio de la gente común y que se está construyendo desde el mismo gobierno. Y no solamente del llamado pueblo malo, principalmente de los miembros de a pie de la fuerza pública, muestra de ello es una declaración de Francisco Garduño, comisionado del Instituto Nacional de Migración, que atinadamente incorpora el especialista en seguridad, Alejandro Hope, hace diez días, en su columna de El Universal, a la que titula Pinches policías fifís: “Bueno, es que este tipo de policías estaban acostumbrados a estar en el Holiday Inn y comer en bufet…” Y a qué obedece esta declaración del comisionado Garduño a la que el analista Hope hace una crítica atinada y mordaz, a las pésimas condiciones en las que se obliga a trabajar a los policías federales para contener el paso de los migrantes: sin albergues, sin camas, sin baños, sin viáticos. Para decirlo pronto, un austericidio que ahora toca al pueblo uniformado.
El nuevo régimen del presidente y MORENA no es un modelo que pretenda formar un gran cuerpo militar que domine todas las esferas públicas, como el fascismo; tampoco sigue un modelo populista que utiliza cuerpos policiales de forma clandestina para reprimir o coaccionar a sus enemigos y a la oposición; es una forma de acción coercitiva multinivel cuyo propósito es centralizar las funciones de la fuerza pública, controlarlas desde el ejecutivo, reducirlas y mantenerlas leales a su programa; mientras, se alienta la imagen del pueblo enardecido y los policías corruptos, ahora fifís.
El análisis empírico, que tanto detestan los hiperliderazgos de nuevo tipo, los grandes demagogos de nuestro tiempo, es el instrumento que los ciudadanos tenemos a nuestro alcance para describir esta nueva forma de control social. Sería un mal menor si nos estuviéramos enfrentando al México populista de la década de los años setenta, se está conformando un nuevo fenómeno, hay que cambiar de lentes para comprenderlo, dado que la historia no se repite ni se acaba ni se refunda, ni es de primera ni es de cuarta.