La manipulación de la historia es una de la características fundamentales de los regímenes autoritarios. “Quien controla el pasado, controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado”, es uno de los más citados lemas de la novela 1984 de Orwell. La historia es muy frágil. A fin de cuentas, todos aprendemos solo lo que otros quieren que sepamos. Rusia y China, dos de las autocracias más conspicuas de la actualidad, nos dan recientes pruebas de ello. Los últimos días del año pasado la Corte Suprema de Rusia ordenó el cierre de Memorial, el grupo de investigación histórica derechos humanos más importante del país, fundado en 1989 por disidentes soviéticos encabezados por Andrei Sajarov, el cual estaba dedicado a documentar y denunciar los crímenes de la era soviética, en particular de la etapa stalinista. La organización logró recuperar los registros de millones de personas inocentes que fueron ejecutadas, encarceladas o perseguidas. La Fiscalía rusa acusó a Memorial de “dedicarse casi por entero a distorsionar la memoria histórica, principalmente sobre la Gran Guerra de la Patria y de crear una imagen falsa de la Unión Soviética como un Estado terrorista”. También le achacan no incluir el indicativo de “agente extranjero” en sus publicaciones en redes sociales, estatus oficial que el gobierno le impuso en 2016 por recibir financiamiento del exterior.

Durante los años noventa Memorial se convirtió en el símbolo más conspicuo de un país que se abría al mundo y era capaz de examinar los capítulos más oscuros de su pasado. Su clausura es prueba fehaciente de cómo el país se ha cerrado bajo el gobierno de Putin, quien considera que averiguar sobre los crímenes de uno de los regímenes más ominosos en la historia de la humanidad es un acto de traición. De hecho, ha procurado restaurar la imagen del sátrapa Stalin y destacar la gran importancia a la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial como parte de su nostalgia por los viejos tiempos del estatus de superpotencia de la URSS. Y esta narrativa le ha funcionado. El nacionalismo putiniano y su tergiversación del pasado soviético resultan más atractivos para una buena parte de la población que conocer de las purgas, las hambrunas, los campos del Gulag, los tribunales secretos, las fosas comunes y las ejecuciones sumarias. Putin politiza la historia porque pretende regresar a Rusia en muchos aspectos a los tiempos de la Unión Soviética. Quiere un país carente de derechos ciudadanos y políticos, donde el gobierno tenga el monopolio de la verdad histórica y las sociedad esté completamente controlada.
En China, como parte de su estrategia para pavimentar el camino hacia un (al parecer) inevitable tercer mandato presidencial de cinco años, Xi Jinping ha decidido reescribir la historia y demostrar mediante una singular interpretación que él es “el indispensable”, un gigante político a la par de Mao Zedong y Deng Xiaoping. El pasado mes de noviembre, el Comité Central del Partido Comunista Chino celebró una reunión para abordar un único tema: la historia del partido. La resolución fruto de esta reunión sobre la historia celebra los logros del partido, minimiza los horrores desencadenados por Mao y sugiere que el Gran Timonel, Deng Xiaoping y Xi han compartido una visión histórica común y son parte de una “lógica continuidad”. Mao y Deng se consideran como fases preliminares esenciales antes del inicio de la “nueva era” de Xi. Mao ayudó al pueblo chino a “ponerse de pie” después de un siglo de humillación por parte de potencias extranjeras. Deng puso a China en el camino de enriquecerse después de siglos de pobreza. Ahora Xi la convierte en gran potencia. La resolución elogia el juicioso liderazgo de Xi en la gestión de los desafíos sociales, económicos y de seguridad nacional y sugiere una necesidad perpetua de su sabiduría.

Para Xi, ni Mao ni Deng deben ser utilizados para “negar” al otro. No quiere una historia llena de errores y contradicciones, ni una que plantee preguntas sobre el gobierno de un solo hombre. Nada de explorar en temas como la hambruna causada por el Gran Salto Adelante (que mató a decenas de millones), la Revolución Cultural y, mucho menos, el aplastamiento de las protestas en la Plaza de Tiananmen en 1989. Xi cree que el colapso de la Unión Soviética fue acelerado por un fracaso en la protección de los legados de Lenin y Stalin y no quiere cometer el mismo “error”. Ha hecho campaña vigorosamente contra lo que llama el “nihilismo histórico” (sic) el cual consiste, esencialmente, en cualquier cosa que ilumine el pasado del Partido Comunista bajo una luz desfavorable.
Politizar la historia, mentir sobre ella, manipular su enseñanza es práctica común de los regímenes autoritarios y totalitarios porque les permite convertirla en un instrumento para justificar intereses del presente. Pero la historia como excusa de ciertas reivindicaciones políticas corre el riesgo de hacernos perder la perspectiva de las verdaderas causas (y las futuras consecuencias) que hay detrás de ellas. Explotar la historia permite esconder objetivos inconfesables al apelar a los sentimientos de la sociedad, mucho más maleable cuando defiende causas irracionales. Se acrecienta de este modo el riesgo de arraigar generalizaciones erróneas, con olvido de que el pasado es muy complejo. “¿A quién pertenece el pasado?”, se pregunta Margaret MacMillan en su libro Usos y Abusos de la Historia, y nos dice: “Puede resultar peligroso cuestionar las cosas que cuenta la gente sobre sí misma porque su identidad, en gran medida, se halla moldeada y ligada por la historia. Por eso el hecho de enfrentarnos al pasado y decidir qué versión queremos o qué es lo que queremos recordar y olvidar tiene una carga política significativa e incluso fatal”.