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El desencuentro entre Sabina Berman y John Ackerman refleja muy bien la dinámica que suele prevalecer entre los radicales y moderados no sólo en Morena, sino en cualquier partido, movimiento, organización o gobierno, de izquierda o derecha. Los radicales, como se sabe, mantienen una posición absolutamente intransigente respecto de los adversarios; no se tolera concesión alguna a los otros, y se pretende instrumentar el proyecto original del movimiento sin cambios o modificaciones. De ahí la absoluta incapacidad de debatir ni entenderse con el bando opuesto. La negociación con los otros es vista como traición (como se presentó al Pacto por México, más allá de su contenido). Y una directriz esencial de los radicales es la ausencia absoluta de autocrítica: todos los errores o aquello que salga mal es siempre responsabilidad de otros, por definición. Las cosas se ven en blanco y negro, sin matices o puntos intermedios posibles. Es justo la línea que sigue Andrés Manuel López Obrador (un radical) y es seguido religiosamente por el ala radical del movimiento.

Foto: Twitter

Los moderados por su parte, ven la realidad en colores, con la amplia gama de puntos intermedios entre el blanco y el negro, lo que les permite comprender mejor la realidad, e incluso comprender y aceptar algunos puntos del bando contrario. Están también abiertos a la autocrítica, no sólo como principio de realidad, sino como método para corregir y enmendar lo que pueda corregirse. Pero eso implica aceptar al menos parte de la responsabilidad de lo que salga mal en las propias decisiones. Eso los habilita para debatir más racionalmente con los moderados del bando contrario, e incluso sentarse a buscar puntos de equilibrio y eventualmente fijar negociaciones, esencia de la convivencia pacífica y democrática. Paradójica pero comprensiblemente, es más fácil el diálogo y el acuerdo (así sea parcial) entre moderados de distintos bloques que entre radicales y moderados del mismo bloque.

Pero, justo por todo ello, los moderados son vistos por los radicales como tibios, mediocres y miedosos, e incluso como desleales. Aceptar errores propios, o aciertos y razón en los contrarios, se ve como rayano en la traición. Lo mismo ocurre ahora con el bando crítico de López Obrador. Alguna concesión a su gobierno suele ser vista por los radicales de ese lado como una cierta claudicación. El radicalismo (y su posición polarizadora y confrontacionista) se fortalece cuando ese movimiento, partido u organización es dirigido por un radical y no un moderado. Y eso mismo fortalece y estimula el radicalismo del bando contrario (como puede ser Frenaaa) en detrimento de los moderados de todas las partes. En esa medida prevalecen la polarización y la descalificación, en lugar de la apertura, el respeto y el razonamiento civilizado; es un diálogo de sordos que termina en monólogos discordantes. Eso ocurrió también con Donald Trump, aunque afortunadamente allá se le ha sustituido por alguien que, sin ser carismático ni espectacular, pertenece al bando moderado de su partido, y está deseoso de amainar la polarización de los recientes años.

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