Muchas personas en el país estuvieron atentas al desarrollo del primer debate entre la candidata y los candidatos presidenciales, y seguramente coincidiremos en que éste cubrió casi todas las expectativas
Primero, hay que decir que la originalidad del formato permitió fluidez en el intercambio de opiniones, pero, especialmente, hizo posible que los contendientes confrontaran, cara a cara, sus propuestas y sus concepciones sobre diversos temas de la agenda nacional.
En segundo lugar, es menester mencionar que con este formato ningún candidato pudo “nadar de muertito”, como es frecuente ver en estos espacios deliberativos. Es usual observar a candidatos que, al no tener nada sustantivo que decir, utilizan su tiempo correspondiente en divagar y en hacer todo lo posible por pasar desapercibidos. Son los que afirman que los debates no debieran ser parte de los procesos electorales. Eso no sucedió el domingo y todos enseñaron lo que tienen o evidenciaron, a la luz de los reflectores, sus carencias.
Meade cargó sobre sus espaldas el enorme peso de representar el régimen político que tanto daño causó —en su larga agonía— al país. Es tan dañino el saldo del PRI, que más del 80% de los electores rechaza su permanencia en el gobierno. Es así que la tarea de representar al PRI en la actual campaña es tan atroz, que aplasta al propio Meade, como lo haría con cualquier otro. En esa circunstancia, el margen de maniobra de José Antonio es realmente pequeño y su dilema vital se encuentra entre la inútil necedad de apuntalar con vigas de cartón el desgastado edificio que se desploma o contribuir, simplemente, al cambio de régimen que con urgencia necesita el país.
Un intento más de apuntalar al régimen priista implica —consciente o inconscientemente— apoyar o favorecer a López Obrador. Éste, el candidato de Morena, es una representación del priismo más rancio y obsoleto y, como en pocas ocasiones, el domingo pasado, durante el debate, pudimos percatarnos de su estrechez intelectual y política. Sin posibilidad de escabullirse, le pudimos observar de manera diáfana, en su notable incapacidad para presentar, con un mínimo de coherencia, alguna propuesta seria ante los temas sustantivos del país.
Lo que también vimos fue al individuo arrogante que les exige a los electores que le crean incondicionalmente, como si dirigir el país fuese un asunto de fe; exige que confiemos que él “es el enviado” que tiene poderes ocultos (los que nunca podrá enseñar) y que, aunque no tiene ninguna idea para enfrentar los desafíos del país, nos demanda que le hagamos presidente.
Muchos de quienes admitían esta absurda exigencia, ahora —a partir del domingo del debate— se dan cuenta del craso error que significaría entregarle la conducción del país a un embaucador.
El debate ha acelerado los tiempos y nos obliga a las definiciones. Definiciones sobre el dilema que el país entero enfrentará el 1 de julio. López Obrador o Ricardo Anaya en la Presidencia. Esa disyuntiva la resolveremos todas y todos los electores que asistiremos a las urnas, pero no hay que perder de vista que existen actores políticos y sociales relevantes, cuya resolución deberá ser ahora, inmediatamente después del debate, que puso a cada quien en su lugar, y antes de que termine el mes de abril. Así es la exigencia de los tiempos políticos.
Margarita Zavala tiene que analizar si su candidatura servirá para hacer presidente a AMLO, lo que significaría la más grande de las ironías. Jaime Rodríguez, igualmente, deberá tomar en estos días su decisión de vida. Como lo mismo tendrá que hacer —deseo que con la mayor responsabilidad— José Antonio Meade.
La distancia entre las capacidades es abismal entre uno y otro de los contendientes, pero, más que esto, las diferencias políticas y programáticas entre López Obrador y Ricardo Anaya son de tal profundidad que pueden significar —con el primero— un gran retroceso para el país con la restauración del priismo en su ortodoxia nefasta. Y con Anaya la verdadera posibilidad del cambio con perspectiva de futuro, el cambio para la libertad, para la ciudadanización de la vida política y para el bienestar de todas y todos.