El viaje y el suplicio del héroe. En todas las civilizaciones conviven dos hechos narrativos que son constante para explicarse a sí mismas: el mito de la fundación y el del viaje. Con el primero justifican su origen y el modo en que decidieron existir en el mundo; con el segundo, la forma en que enfrentaron la realidad y aseguraron la supervivencia, a pesar de la inevitable desaparición.
El relato sobre los orígenes permite explicar la naturaleza de una comunidad y trazar los pasos para la construcción de un destino común. El viaje es la reacción ante la catástrofe y la destrucción: la búsqueda de un nuevo comienzo –mito fundacional novedoso– por medio de la travesía y el reencuentro con la realidad, en la que cada nuevo lugar es una habilitación para el viajero, quien episódicamente relata el regreso como expresión de la nostalgia.
La Iliada y la Odisea se escriben en el marco de la destrucción y describen el momento en que la ciudad (Troya) arde y los más bajos instintos humanos se revelan como única verdad disponible ante a los ojos. Esa escena de la ciudad en llamas provoca una epopeya que se reproduce a manera de rapsodia de dos melodías: el canto de guerra y la sonata del desplazado (Steiner). Sin embargo, el canto bélico no es una celebración de la acción sino de la inmovilidad; solo la ilusión del viaje propone una forma activa de enfrentar el destino como desafío.
La Odisea fue la expresión poética que encontró Homero para conjurar la fuerza de los dioses y el destino –carga tenaz sobre la espalda de los hombres– y caracterizar a su héroe con una astucia que le permitió transformar su suerte adversa utilizando la inteligencia: único medio para liberarse de la condición de bestia, a través de la racionalidad. Eneas es el héroe virgiliano que tiene un destino cierto y domesticado, él conoce la suerte y el final de su recorrido: fundar un imperio y edificar una cultura con vocación de eternidad. Abraham fue la carnada –más que el hombre– que salvaría a la grey del deseo y del pecado, transformándola en el Pueblo de Dios.
Ulises debió, entonces, construir su suerte desde la añoranza. Eneas desde el mandato, Abraham, desde el sacrificio, idealizando el pie que lo aplastaba y no permitía cuestionamiento ante la violencia injustificada que sufría, al demostrarle fidelidad. En los tres casos, cada personaje tiene una tarea que lo rebasa: uno, regresar a la patria en contra de cientos de obstáculos; otro, intentar fundarla luchando contra los orígenes de una raza; el último, erigir un templo en el que tuvieran cabida todos los fieles de un Dios que se considera único y, por ello, insaciable. En esas circunstancias, los tres tienen que lograr su objetivo desde el umbral de la violación y borrar una falta –pecado que los colocó en posición de culpa– y que no podrá conjurarse hasta que se repare la ofensa que agravió a Dios, a los Dioses, por medio de la expiación.
El trazo de la geografía imaginada. La Guerra de Troya fue consecuencia de un capricho (disfrazado de agravio). Durante un banquete nupcial, La Discordia arrojó una manzana dorada con una leyenda claramente ominosa –Para la más bella– que provocó la disputa entre Hera, Atenea y Afrodita, por la primacía de su hermosura. Zeus eligió a Paris, príncipe troyano y hombre virtuoso, para dar fin a la controversia. Las tres diosas empeñaron promesas y todo tipo de tentaciones para ganar sus favores, pero solo Afrodita fue capaz de convencerlo, al ofrecerle como compañera a la mujer más bella del mundo. Así, la diosa entregó a Paris una manzana envenenada –Helena de Esparta– a cambio de la fruta dorada, que la proclamó la más bella del Olimpo.
Cuando estalló la guerra, los dioses se dividieron en dos bandos. Hera y Atenea del lado de los aqueos; Afrodita y Ares del lado de los troyanos. Tras la derrota de Troya y el rescate de Helena, Menelao se embarcó lejos de la ciudad sitiada junto con otros de sus caudillos, mientras Ulises –el más astuto de sus capitanes– se embarcó con el resto de los sobrevivientes. Después de diez años de batalla, el ingenioso biznieto de Hermes inició el viaje de regreso, que le llevó diez años más de viaje hasta que pudo finalmente ver las playas de Ítaca, por la eternidad de un solo día.
Un damnificado más de la violencia provocada por la vanidad de las diosas fue Eneas, rey troyano que sobrevivió a los ataques aqueos y, guiado por el oráculo, enfocó todos sus esfuerzos a buscar una nueva patria: allí donde una cerda blanca amamantara a sus crías. Abraham, en su enorme piedad se ganó la confianza del creador, quien prefirió castigarlo que recompensarlo, encomendándole colocar los cimientos del Pueblo de Dios, fundado en una promesa de inmunidad: bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan.
En su aventura, cada héroe se vio obligado a trascender dificultades –trabajos– que lo enfrentaron a diversas metáforas de la muerte (Graves). En su recorrido, Ulises visitó el país de los lotógafos; la caverna del cíclope (Polifemo), el puerto de Telépilo; el bosque de Perséfone; la isla de las sirenas; Ogigia, Escila y Caridbis y la Bahía de Forcis, antes de llegar a su destino. Eneas atravesó la larga noche de Troya (Dumézil), como inesperado heredero del viaje de Ulises. En su periplo traicionó a Dido, reina de Cartago; transitó por los infiernos; navegó brazas de mar con un timonel experto y después en soledad siendo capitán de navío, cuando Palinuro se entregó a la profundidad del océano. Ya en tierra del Lazio, después de siete años, el rey dárdano descubrió sus orígenes ausonios e hizo florecer en esa comarca extraña las glorias de la realeza de Príamo: al momento que fundó un imperio y declaró la paz, como regla de convivencia entre adversarios de una misma estirpe: etruscos, latinos y rútulos.
Abraham, descendiente de Noé, siguiendo el instinto viajero de la familia abandonó su ciudad natal –Harán– y emprendió un recorrido en pos de una promesa y una retribución: fundar el Pueblo de Dios; lo hizo con la esperanza de que su hijo fuera el primer grano de arena en esa multitud que formaría el enorme desierto que cubre porciones enteras del planeta. En su búsqueda, se trasladó a la tierra de Cannan y de ahí a Egipto. Después a las ciudades de Sodoma y Gomorra, donde descubrió la maldad y el pecado, vio llover fuego y entendió –de vuelta en Cannan– que, conforme al logos divino, la destrucción es el germen de nacimiento de su pueblo sacro.
En la lógica de la recomposición, el viaje de Ulises fue el de la nostalgia: motor para negar la inmovilidad y el pretexto para que el viajero se someta al sacrificio, igual que la mano se coloca frente a la hoguera. Así, la maldición de navegar por siempre se convierte en el mecanismo para expiar las culpas y, el regreso, en condición para poetizar la aventura y los trabajos empeñados que dibujan la geografía de lo imaginario.
En sus recorridos, Eneas y Abraham ofrendan la piel invocando una esperanza futura. El héroe troyano llevó su patria ardiendo a cuestas y la engendró como quien se despoja de una joroba ardiente, al poner los pies en su destino: Italia, en compañía de su padre Anquises y de su hijo Ascanio, para fundar la nueva Ilión, de la que será primer rey (Rex sacrus) y preservará la fe hacia los dioses penates troyanos. Abraham hace el viaje a través de lo indeterminado y lo silencioso (Auerbach): una travesía sobre los mismos pasos que simulan una eternidad, porque nunca llega a rendir frutos. En casi doscientos años de existencia, al héroe bíblico no le alcanzó la vida para ver la edificación del Pueblo de Dios, pero sí para sufrir en carne propia la furia divina exigiéndole un tributo inesperado para demostrar lealtad: la vida de su hijo Isaac, su primogénito, quien sería semilla de una sagrada dinastía de hombres.
El encuentro con la patria y la pérdida del sí mismo. En el caso de los tres héroes, el regreso constituye una pérdida. Ese estrago empieza con el extravío de la voz y se repara con la obtención de una nueva lengua sagrada: jaculatoria desconocida que constituye un discurso ajeno, aunque también esperanzador. Cuando Ulises niega su nombre para salvar la vida del hambre de Polifemo se convierte en Nadie, más, cuando lo hace, no calcula los riesgos que implica esa negativa. Al negarse a sí mismo se desdibuja y su personalidad se enturbia, se torna nebulosa, igual que las aguas del Mar Mediterráneo. Sólo se recupera de esa privación del ser cuando se apropia nuevamente de la personalidad heroica y vence a los pretendientes de Penélope y asume su reino quedando de manifiesto la resistencia del rey sagrado a morir (Graves), al enfrentarse a los enemigos y recuperar lo que le pertenece.
Algo similar ocurre con Eneas cuando se entera que su hijo Anquises ha tenido que combatir contra rútulos y latinos; desembarca en las playas etruscas y, guiando las tropas aliadas rumbo al Lazio, toma conciencia de que no es solo el jefe de centenares de hombres, sino el caudillo de un ejército que fundará una patria nueva. Con esa certeza viste una armadura divina, empuña la espada forjada por Hefesto para su protección y ajusta un dorado yelmo a su cabeza, cuyo penacho brilla como una flama. Con renovada fuerza, lucha contra los hombres que luego serán sus súbditos desconociendo que el pacto de paz está fuera de sus manos: en las de Júpiter y Juno, quienes acordaron la desaparición de Troya y de su lengua, y el surgimiento de una nueva patria –Alba Longa- y de una nueva lengua: el latín.
Abraham pierde el Paraíso a consecuencia del pecado de los demás hombres. En el origen, Adán utilizó un lenguaje sensual para nombrar todas las cosas; lengua que era hablada y comprendida por todos, pero esta capacidad se perdió con la confusión babélica (Eco), cuando Dios neutralizó el intento de edificar una ciudad y una sola lengua, e impidió la comunicación universal. Con el fin de lograrlo, transformó el idioma único surgido en La Creación y dispersó a todos los hombres por la tierra. Con esa comunidad dispersa, sujeta a la multitud de lenguas, Abraham tuvo la tarea de unificar a una humanidad ajena, distante, a cuyos miembros solo vinculaba el resentimiento contra un Dios común.
La cicatriz del viajero. El anonimato de Ulises se desvaneció cuando su nodriza Euriclea reconoció la cicatriz de su muslo derecho. Era ese estigma el que develaba su identidad de aventurero y, esa circunstancia, la que lo obligó a salir del anonimato, reconquistar su reino, calmar la nostalgia al reencontrarse con su mujer e hijo y cumplir, finalmente, con su destino: recomenzar el viaje con un remo roto de navío al hombro, hasta el encuentro con un nuevo lugar donde pondría fin al viaje marino y cambiaría la herramienta de navegante por el azadón de campesino para echar raíces en tierra.
La herida de Eneas es subcutánea. El héroe virgiliano ha salido de la ciudad en llamas para encontrarse con otra, en la que el incendio es la marca candente de un bautismo de fuego. Etruscos, rútulos y latinos obedecen a las fuerzas del oráculo y ponen su destino en manos de un extranjero, sólo Turno –heredero legítimo al trono– se opone a la idea y pelea inútilmente contra un destino que de antemano le resulta adverso. En ese contexto de conflicto, el acto fundacional de Roma será el asesinato y no la amnistía. Por ello, Eneas –reculando de la piedad– entierra su espada en el pecho de Turno y pacta con sangre la unidad de su pueblo; sangre que luego será tinta de leyes y el líquido que brotará de las heridas abiertas de los pueblos conquistados.
Abraham sufre, también, de una herida interior que no deja la marca de una cicatriz, pero sí un estigma profundo en los surcos del alma. Cumplir con la encomienda de ser fundador del Pueblo de Dios le ha costado una larga travesía, la vergüenza de pensar que su hijo no es propio. Tal vez por eso lo entrega sin grandes reparos al sacrificio y hace oídos sordos cuando Isaac se reconoce cordero de Dios y, a pesar de eso, no huye y, como toda víctima, se paraliza al saberse de pie ante a su padre y verdugo. Entonces la culpa es posterior al viaje: el sacrificio deja una herida que merecía una recompensa y Abraham descubre que la lealtad puede ser un fardo y el premio la materialización de una condena.
Desde ese momento, el mundo estará marcado por la injusticia y el destino del héroe por la errancia perpetua que no modificará ni la muerte. Tal vez por eso Ulises sufre penitencia en el Infierno de Dante y Virgilio es su Palinuro, en la redacción de la Divina Comedia.