Verónica Castro es la imagen más destacada de la televisión mexicana del último tercio del siglo XX, y la artista más polifacética. Es la Mimí Derba, Celia Montalván y María Conesa, no exagero, que descollaron durante el primer tercio de la misma centuria o lo que fueron las rumberas Ninón Sevilla, Amalia Aguilar y María Antonieta Pons, en las siguientes dos décadas. También es el culmen de los cambios de formas y escenarios que supuso la industria del entretenimiento en ese periplo desde las tarimas de las carpas y los teatros, pasando por su expansión en la radio y el cine, hasta los centros nocturnos donde resplandecieron exóticas y vedettes, y desde ahí saltaron a la tarima televisiva.
Así como en los años 20 la industria fílmica abrevó de las tiples e incluso Lupe Velez fue emblema de Hollywood, la televisión hizo lo mismo desde los 50 de aquellos campos del espectáculo, incluyendo al cine. Este Diccionario constata docenas de nombres de productores, guionistas y actores de teatro desde Alfredo Varela “Varelita” hasta Luis Manuel Pelayo, también proveniente del dial y el cinematógrafo, sin dejar de hablar de Amparo Arozamena y María Victoria, vedette una y actriz y cantante otra, que en sus mocedades soliviantaron tantas hormonas desde los tablados y luego mostraron sus virtudes comediantes en las pantallas grande y chica.
Tengo conmigo el número 1 de la revista Vedettes y deportes del 17 de julio de 1975. No me detengo en la golpiza que recibió el campeón de boxeo José Ángel “Mantequilla” Nápoles ni en el relevo del director técnico José Antonio Roca por Raúl Cárdenas debido a la mala racha del América. Lo hago en la tapa con “Las desnudistas del cine mexicano”, Ana Luisa Peluffo, Columba Domínguez, Amanda del Llano y Kitty de Hoyos, radiantes como su pecho descubierto, y enseguida en páginas centrales, abajo, en la fiesta de María Victoria por sus primeros 25 años de trayectoria que incluyen actuaciones en el programa “Siempre en Domingo” y como sirvienta en la televisión. Arriba, veo las fotos de Verónica Judith Sáinz Castro a sus 22 años bailando flamenco. La nota es breve pero reveladora:
“Verónica Castro es el sentido de la responsabilidad. Mamá de un niño de ocho meses y estudiante de Licenciatura en Ciencias Diplomáticas, atiende tales carreras y, además, la artista procura un nuevo crédito en la televisión. Ser la vedette. La número 1. Versátil. Muy alegre.
“Nos cautivó su gracia en la recreación de la danza española. Y si la encuentras en el camino, te vuelve el ‘chalao’. Verónica Castro estudia. Y arrepiéntase de haber filmado sin ropa, una vez. Era la mujer redentora de Julio Alemán en ‘El arte de amar’. Su nombre cobra fuerza y prestigio”.
Las cosas están claras, dije al cerrar el hebdomadario. Una de ellas es que reconocer a las pioneras de la libertad femenina desde cualquier ámbito, y más si se trata del artístico, es un imperativo a pesar de que todo cambie y ahora abundan quienes crean que esos torsos desnudos pertenecen a un pasado en el que fueron usados como entes de consumo. Otra es que la artista es parte de esa constelación que, además, hizo del entretenimiento un deseo sin mayor pretensión que el desmadre.
Se haya arrepentido o no, eso es parte de su vida privada, al mostrar parte de su naturaleza en el cine, Verónica Castro transgredió la moral tanto como el haber sido madre soltera; su fortaleza frente al dedo santurrón y las suposiciones sobre la identidad de su cómplice son un obligado registro hemerográfico. En 1972, mostrar bikinis y bailar rock en México no era baladí y ella lo hizo en un cinta con Manuel “Loco” Valdés y Olga Breeskin. Palabras mayores merecen la adaptación al cine de la obra teatral (no de la novela) montada en los 70 por Irma Serrano, quien encarnó a la protagonista, una ramera igual que su amiga estelarizada por Verónica en el filme que, todavía en 1985, causó controversia. Pero esto no implica que Vero militara, tuviera referente ideológico o poseyera una inteligencia deslumbrante así como la actriz francesa de cine y teatro Sarah Bernhardt, quien fue reverenciada por Victor Hugo, aclamada por Mark Twain y fuente de inspiración de Wilde, quien le llamó “La incomparable”. Nada de eso.
Verónica Castro cultivó un jardín peculiar, es tan vasto que reseñarlo aquí no sería siquiera el pétalo de una rosa a veces blanca y otras salvaje. Sólo una biografía lo podría hacer. Ahí están sus sueños infantiles: entre 1969 y 1973, sus primeros pasos como edecán en el programa “En familia con Chabelo” o sus balbuceos junto a Paco Malgesto, una de las primeras estrellas de la televisión. El inicio del torbellino cuando bailó en el grupo “La Charris Chapis Pops” en un centro nocturno de la Zona Rosa y, entre esas cabriolas y estudiar en la UNAM, sus gestos limpios en las fotonovelas cuyo apogeo le permitió posar nada menos que junto a Marga López. Sus vaivenes tendrían que signar su estancia en un ballet en Televisa cuando la empresa apenas había nacido, el 8 de enero de 1973. Pero lo que sí puede decirse es que sí una vedette se define como una hermosura que baila, canta y actúa, Verónica Castro fue una vedette, y decirlo es tan legítimo como afirmar que Adelita Trujillo, en los años 30, fue una vedette aunque sus mayores dotes no fueran el canto y el baile sino la irreverencia de su actitud y la gracia de sus movimientos. Y lo escribo en este instante, antes de registrar que el principal escaparate de “La Chapis” fue el televisor, porque a una vedette no la definen las tablas o el set sino sus cualidades artísticas.
Verónica Castro no fue una de las vedettes más sobresalientes, eso sí, y no lo fue porque no quiso. Cantó, sin ser un ruiseñor tuvo la osadía de acompañar a Los Castro, un grupo mediocre pero con cierta fama, y además hizo dueto con la prodigiosa Manoella Torres. Bailó y actuó, y desde 1972 lo hizo en telenovelas sin sospechar que en ese género tendría gran auge. Para entonces la prensa ya la hacía parte de la comidilla al rumorear que el cantante Victor Iturbe “El Pirulí” le dedicó “Verónica”. Además tuvo la gracia para destacar en los espectáculos nocturnos como no lo pudieron hacer por más que lo intentaron Ana Luisa Peluffo, Ana Bertha Lepe y Elsa Aguirre. Es decir, no fue una gran vedette porque finalmente fue todo terreno: modelo, en esas lides fue rostro del Heraldo de México, presentadora de televisión y actriz de cine entre otras labores además del teatro y la radio (la canción “Yo quisiera señor locutor”, lanzada en 1978, no es un soundtrack de la época pero sí es indispensable para el recuento de su versatilidad.)
Hay personajes que son producto de la televisión, muchos fueron artificiales y otros degradaron sus características al llegar a ese medio (“Cantinflas” es el gran ejemplo, otro es María Victoria). En su primera fase, en los 50, los contenidos de ese dispositivo debieron alimentarse de otras palestras del show y, en la segunda, la propia televisión creó iconos. El caso de Verónica Castro es singular. Fue rebaño al principio pero desde la segunda mitad de los 70, ella definió a la televisión: es decir, fue extra de los teleculebrones hasta “Los ricos también lloran” que la catapultó con su primer estelar, en México y más de 125 países del mundo donde se dobló en 25 idiomas como árabe, ruso, punjabi, mandarín y coreano, (es una delicia oír a la protagonista Mariana Villarreal hablando cantonés). Además, cantó el tema principal de la telenovela, “Aprendí a llorar”, uno de los éxitos más sonados en 1979. Esa historia recalcó sus dotes histriónicas y su grácil belleza y provocó un parteaguas tal que, en diferentes confines, ha sido referente de la televisión de nuestro país.
Los años 80 no fueron de jauja en México para Verónica. El monopolio de Televisa la inhabilitó en represalia por su participación en la televisión argentina donde grabó tres telenovelas y eso, en aquel tiempo, significaba no existir. En México, escribí. A diferencia de otros artistas que dependieron de la empresa, “La Chaparrita de oro” prosiguió su internacionalización hasta que, en 1987, volvió a Chapultepec 18 a grabar el melodrama “Rosa salvaje” y otros más hasta 2006, sin lograr el éxito de otrora, aunque siempre con altos niveles de rating. Volvió, por cierto, luego de rechazar una oferta de Silvio Berlusconi para conducir un programa en Italia. Hizo bien, estaba muy cerca de otra faceta que la encumbraría.
En 1980 Verónica condujo la emisión de variedades “Noche a noche” y, aunque tuvo buena aceptación, estuvo muy lejos de cimbrear como lo haría ocho años después al encabezar “Mala noche”, el primer Late Nigth Show que la situaría otra vez ante millones de personas y sería considerado por la prensa como el programa de la década. Durante más de medio año Verónica explotó su versatilidad. Entre la finura de su cara bonita, traviesa, envuelta en su cabello enrulado, y el desparpajo al dirigirse a los invitados que fraguan su impronta como criaturas inalcanzables, conectó con la audiencia que encontró en ella desfogue y catarsis justo a la hora en que ésta busca relajarse y dormir o tener un insomnio apacible. La entrevista que le hizo a Juan Gabriel duró ocho horas y su encuentro con Luis Miguel rozó una audiencia de cinco millones de personas.
Televisa repitió la fórmula en 1991 mediante “La movida”, que tuvo más de 150 emisiones memorables con la presencia de María Félix y Vicente Fernández, con quien cantó además. En aquella temporada, la conductora destacó no sólo por su gracia natural, el lenguaje de doble sentido y el llano albur, el baile y el canto, sino por su maestría para conversar que incluso podría ser referente para periodistas. Pero el concepto de Late Night Show se desgastó y sus ediciones fueron cada vez menos significativas, tanto, que hasta 2007 recuperó algunas reminiscencias porque apeló a la nostalgia de las telenovelas que celebraban 50 años.
Desde entonces la chaparrita fue juez de reality shows, voló a Rusia a eso, encabezó emisiones especiales para la televisión en donde también participó en series, “La Casa de las flores” es su primer éxito en Netflix. No dejó el teatro ni el cine y participó en dos cortometrajes, “Sabina’s Música”, en 1995, dirigido por su hijo Cristian Castro y, el segundo, “En la oscuridad”, producido por su otro hijo Michelle Castro. Estrenada en 2022, Cuando sea joven afianzó su talante divertido y entrañable. Con la rapidez con la que cambiamos de un canal de televisión a otro, Verónica Castro se hizo vieja sin perder su esencia lúdica por lo que, entre la añoranza y la modernidad, sigue siendo divertida con las mismas estratagemas.
Los estragos del tiempo son ineludibles pero hay quienes los reciben con una entereza y elegancia. Así es Verónica Castro a los 72 años: ligera y bonita, desprecia los míseros juicios de la prensa amarillista que pervive del invento y, mejor, disfruta la cosecha de sus sueños. Creo que el fruto más sucoso de su recolección es la gratitud del público. Así, como la inflorescencia del trigo. Y es que, en estos años, la artista ha sido reguero de agua fresca y trozo de pan remojado en vino tinto.