Cuidado con una historia que
incluya un estudio
David Randall
En este nuevo mundo, para casi todo se utiliza la estadística. Si el lector tiene paciencia, sabrá cosas como que, en promedio, una persona ríe 13 veces al día; que el 85% de las mujeres utiliza la talla incorrecta de sostén; o que, en promedio, a una persona le toma 7 minutos dormirse en la noche. A nadie le afecta ni beneficia saber eso. El problema es cuando esas estadísticas conducen a la desinformación. Es grave cuando un medio o un periodista publican resultados a sabiendas de que se manipularon los datos o dieron un sesgo a una encuesta. Grave, también, si el periodista ignora cómo usar las técnicas demoscópicas.
El abuso de estadísticas basadas en encuestas al vapor ha dado lugar para que los creadores de información falsa promuevan bulos con: “Según estudios de la Universidad Fulana de Tal…”, induciendo al lector a adquirir criterios distorsionados y a replicar las falsedades que hoy inundan la red y que se ha dado en llamar “posverdad”. Son muchos los medios que no tienen reparos en encargar encuestas a empresas de dudoso profesionalismo, a grupos de internautas o que las fabrican en el mismo medio con preguntas como: “¿Considera que es culpable fulano?”; con ello se publican resultados que sirven para ganar clics y desinformar. Las muestras abarcan a unos cientos de personas encuestadas, lo cual no puede dar una prueba evidente sobre el tema. Lo grave del asunto es que esas “estadísticas” son replicadas por otros medios, por otros lectores…
Desde hace más de quince años, el maestro Niceto Blázquez, en su libro El desafío ético de la información (2000), señaló lo peligroso de esta práctica; menciona el trabajo de Alfonso López Quintas, quien analiza varias formas de manipulación, como las encuestas, la “reducción de contrastes a dilemas, empobrecimiento del hombre para dominarlo, explotación de la emotividad y el fraude de las preguntas mal planteadas”. Blázquez lo cita:
“Las encuestas suelen realizarse de tal manera, que en la pregunta va prefijada la respuesta sin que los afectados lo adviertan. Este ocultamiento resulta factible debido al desequilibrio que existe entre la posición del encuestador y la del encuestado. A éste se le conmina a responder inmediatamente, sin tomarse el tiempo para reflexionar. El encuestador, en cambio, tuvo a su disposición toda clase de facilidades para planear su estrategia y disponer sus medios tácticos” (El secuestro del lenguaje, 1987).
Blázquez aclara que López Quintas se refiere a las encuestas improvisadas, “que son las más frecuentes y se prestan a la manipulación” porque los encuestados son abordados “a salto de mata”. También, señala, son previamente seleccionados con el fin de que su opinión apoye la idea previa o el prejuicio del encuestador.
El experto en ética considera que ese tipo de encuestas llevan a un callejón “con una sola salida”, porque reducen un planteamiento a dilema; lo siguiente no lo dice el maestro, pero se refiere a que lleva una situación comprometida en que hay opciones y no se sabe cuál de ellas escoger porque ambas son igualmente buenas o malas (como el tipo de pregunta: “Porfirio Díaz: ¿héroe o villano?”; la actuación de Díaz es mucho más compleja que cualquier respuesta a esa interrogante); cuando “en realidad hay otras muchas probablemente más airosas y razonables” y agrega:
“La manipulación informativa tiene lugar cuando se absolutiza el método de tal manera que el lector, oyente o telespectador quede cegado de modo que desemboca necesariamente en el objetivo que se ha propuesto el informador. Por ejemplo, o pena de muerte o libertad para el delincuente. O aborto para el hijo o vida desgraciada para la madre. O progresista o atávico. O nuevo o viejo, blanco o negro. El manipulador maneja sagazmente la estrategia del dilema para hacer desaparecer de nuestra perspectiva la riqueza de los contrastes y la variedad de opciones. Para ello presenta el dilema de forma que el término opuesto al punto de vista que pretende inculcarnos aparezca implícitamente desprestigiado”.
Blázquez llama “ladina y provocativa” a la forma en que algunos encuestadores preguntan; una pregunta mal hecha es imposible contestar correctamente: “La pregunta bien hecha lleva consigo la mitad de la respuesta. Hacer preguntas bien es propio de personas inteligentes. Lo que ocurre es que, cuando se trata de manipular, lo que menos interesa en la verdad objetiva, sino los intereses subjetivos del entrevistador […]. A veces en un periodo justo para respirar se pide a una persona que opine o se pronuncie sobre cuestiones complejísimas o delicadas”.
Sobre este punto, Patrick Champagne, en su libro “Hacer la opinión. El nuevo juego político” (2002), apunta que los cuestionarios sociológicos son muy circunscritos y tratan asuntos que conciernen a las poblaciones encuestadas, por el contrario, las preguntas planteadas por los institutos de sondeos abarcan los ámbitos más vastos, variados y hasta inesperados. Señala: “La mayor parte de los cuestionarios de los institutos de sondeos son, propiamente hablando, cuestionarios técnicamente imposibles de administrar, dada la variedad de los temas abordados y la diversidad social de la población que debe responder a ellos”.
El sociólogo francés agrega que, cuando se plantea, especialmente, la llamada pregunta “de opinión”, a la población, tan heterogénea social y culturalmente, es muy difícil saber si esa pregunta ha sido comprendida de la misma manera por todos. Explica que, si todos los encuestados responden (incluso a las preguntas que les parezcan absurdas o incomprensibles), es no solo porque ya expresaron su buena voluntad para “prestarse al juego del cuestionario”, sino porque las respuestas que se piden, generalmente, se limitan a la aprobación o desaprobación de opiniones ya formuladas y a la designación de respuestas precodificadas. Es decir, esas encuestas no recogen directamente “opiniones”, sino solamente “respuestas” a preguntas de opinión que pueden, dice Champagne, corresponder o no a opiniones efectivas. Indica que los “sondeadores” no buscan tanto recoger opiniones efectivas sino obtener “el máximo de respuestas” a fin de poder hablar de “opinión pública” para no “decepcionar a sus clientes, que, a menudo, pagan muy caro por cada pregunta”.
Explica que una pregunta que produce una tasa alta de “no respuesta” es una pregunta “fallida” y que por eso, los encuestadores se las ingenian para redactar de tal manera que cualquiera pueda responderlas, “ocultando así el hecho de que muchas de esas encuestas están desprovistas de sentido, al menos para ciertas fracciones de la población, y de esta manera reducen fuertemente la tasa de no respuesta que lógicamente hubieran debido generar”.
Por lo tanto, nos engañamos cuando creemos que, “un tanto por ciento de la población considera que…”. Por otro lado, no todos los encuestados responden con la verdad. En 2006, Gabriel Zaid hizo un ejercicio sobre una estadística de la Encuesta nacional de lectura del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) de 2005, y concluyó que no concuerda lo que dicen los entrevistados con los datos reales. El dato era que los mexicanos leíamos 2.9 libros al año en el país y 4.6 libros en el DF y zona metropolitana; y resultó que en esta segunda zona, dijo Zaid, nos arrojaba “48 millones de ejemplares vendidos en la ciudad de México el año 2005, lo cual parece exagerado.” Zaid explicó:
“En la sección amarilla del directorio telefónico 2005 de la ciudad de México, había unas 325 librerías. Si se les atribuye la venta de 48 millones de ejemplares, vendieron 150,000 ejemplares cada una, que es altísimo. Las 75 librerías de Educal, cuyo tamaño es superior al promedio, tenían como meta para el año 2004 vender 75,000 libros y artículos culturales en promedio.
“Y si la cifra de 48 millones de ejemplares para la ciudad de México es exagerada, la cifra nacional (144 millones) es una exageración mayor, porque implica que la ciudad de México no representa más que el 33% del país. Para muchos editores, representa el 80%. Pero suponiendo, conservadoramente, que sea el 50%, el total nacional daría el doble de la cifra (exagerada) de la ciudad de México: 96 millones, un ejemplar por habitante” (“La lectura como fracaso del sistema educativo”, Letras Libres. Noviembre, 2006).
Las audiencias sufren dos embates de los medios; uno es el de la manipulación consciente y la otra es el de la ignorancia del periodista, quien desdeña las matemáticas y el conocimiento de la estadística, por lo que no revisa y replica datos falsos. Este desconocimiento permite que a un editor o director se le filtren “estudios” de fuentes dudosas, o apócrifos, marcados en la ansiedad de titulares llamativos o escandalosos.
Hace ocho años, Fátima Monterrosa hizo un trabajo para la revista Emeequis, en el que consignó que varias empresa de millonarios “arrastran una deuda fiscal global de 143 mil millones de pesos” (26 de octubre de 2009). Cuatro años después, Alberto Ramos García escribió en SDP Noticias el 18 de octubre de 2013 que esas empresas deben al SAT doscientos catorce mil millones de pesos:
“Somos cerca de 110, 000, 000 (Ciento Diez millones) de habitantes según censo del 2007, si este dinero fuera recaudado de todas estas empresa y repartido entre cada mexicano, no entre cada familia, sino entre cada mexicano, nos tocaría a cada uno 1, 951 millones de pesos, si leíste bien el equivalente a 150 millones de dólares (T.C. 13.00 Pesos/USD) por cada mexicano no importando su edad, es decir, si tu familia consta de padre, madre y 3 hijos, multiplica esta cantidad por 5 miembros de la familia.
“Con esto se acabarían todos los problemas de pobreza en nuestro país”.
Pues no es así. Si el periodista usara la calculadora de su computadora, sabrían que no “nos tocarían” casi dos millones de pesos, sino únicamente mil 951 pesos.
Es famoso el tuit de Sanjuana Martínez (21 de enero de 2016) donde comparó el precio del jitomate con el de un barril de petróleo, ambos según ella, en veinte pesos (el barril estaba en 20 dólares). O el desbarre de Fernanda Tapia, conductora de “Almohadazo”, de la cadena MVS Televisión/Dish, quien cayó en las falsa cuentas de un “sinquehacer” que inventó que Rusia había enviado a México 20 millones de euros para ayudar en la contingencia sísmica.
Según el chistoso, esos veinte millones de euros, en la conversión a moneda mexicana, se volvían “42 mil millones de pesos”, con lo cual alcanzaba para “42 mil departamentos nuevos en Ciudad de México”. Así lo tuiteó Fernanda Tapia: “Si el cálculo es correcto”, presumió. Pero en realidad, si tuviera una calculadora a mano y las ganas de verificar, sabría que esos euros equivalen a algo cercano a los 420 millones de pesos. Ni hablar de que Rusia no envió dinero ni usa euros, sino rublos.
Eso es cuanto a la ignorancia de las matemáticas; aparte es cuando se pretende informar falsamente, como en los ejemplos que cita David Randall. En 2002, dice, se publicó que “hay más afroamericanos encarcelados que matriculados en universidades”. Es cierto si se ve desde un punto de vista. Pero así no se hacen las estadísticas. Se deben comparar rangos específicos. Los reclusos tienen edades entre 16 y 96 años. Los estudiantes de la universidad, de 18 a 23 años. Entonces, hay casi tres veces más estudiantes que internos. O alertar, de manera alarmista, con un titular de que se duplican las muertes por avispas; pero la información dice que pasaron de cuatro a ocho en una población de 60 millones. O que se hable del riesgo cancerígeno de un fármaco con el título de “Se duplica el riesgo de cáncer” porque de un fallecido pasó a dos entre diez mil pacientes.
Hay casos ridículos, como uno que expone Patrick Champagne en su libro ya citado. En diciembre de 1988 se realizó un sondeo solicitado por la secretaría de Estado encargada del ambiente. El sociólogo se pregunta si es significativo preguntar si el ministro del medio ambiente “es muy bueno, bastante bueno, bastante malo o muy malo”; no obstante, el 54% opinó sobre ello. Entre el 5 y el 62% opinó sobre si era “simpático, competente, ingenuo, eficaz, convincente, moderno, pendiente de las preocupaciones de la gente, sincero”; el problema era que solamente el 35% sabía quién era el ministro del ramo.
Lo anterior nos recuerda otro caso, brillante por absurdo. El diario El Universal “descubrió” que el autor intelectual del asesinato de Luis Donaldo Colosio fue Carlos Salinas de Gortari. ¿Cómo?, pues con una encuesta realizada en la Ciudad de México y el área conurbada que tituló: “Para el 85% de los mexicanos, CSG, involucrado en el magnicidio” (21 de marzo de 1996).
Dice Marco Levario Turcott en su libro Primera plana. La borrachera democrática de los diarios (2002):
“Fíjese usted, amable lector: según ese trabajo demoscópico sólo el 51.8% de los encuestados dice que Mario Aburto está involucrado en el asesinato de Colosio. En cambio, el 92.8% respondió que Carlos Salinas sí estaba involucrado, el 79% que Raúl Salinas y el 55 % que Manlio Fabio Beltrones.
“Para Ripley: el asesino confeso de Colosio, según la encuesta, está menos involucrado que otras personas”.
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No son pocos los periodistas que incurren en esos errores. David Randall dice con ironía (El periodista universal, 2008): “bastantes” periodistas creen que entender de números es una especie de virus que puede afectar “su cerebro literario” y provocarles “una pérdida irreparable de vocabulario” y arruinar su sensibilidad.
“Esto es una estupidez —califica el famoso periodista—, y una estupidez peligrosa, porque hoy día gran número de historias tienen una base estadística. Los periodistas son bombardeados a diario con estudios, encuestas de opinión, agentes de relaciones públicas, empresas, grupos de presión y políticos, todos los cuales citan lo que parecen, a primera vista, cifras impresionantes. Lejos de ser un emblema de valor literario, la anaritmetia [en general, implica una alteración primaria de la habilidad para el cálculo] es, para el periodista moderno, una debilidad fatal”.
Randall considera que las fuentes hacen trucos constantemente con los números, y si los periodistas no cuentan con conocimientos rudimentarios para “olfatear” las cifras falsas “tendremos que tragarnos lo que nos cuenten y reproducirlo con fidelidad. ¿El resultado? Despistamos y desinformamos a nuestros lectores y nosotros quedamos como unos idiotas”.