Durante buena parte del siglo XX (1920-1997/2000) México tuvo un régimen autoritario estable basado en un partido hegemónico con pluralismo limitado. Después de más de 70 años ese régimen se convirtió en una democracia competitiva plena. En 1997 el partido dominante perdió la mayoría en el Congreso y en el año 2000 perdió la Presidencia de la República. Entre el año de la alternancia y el 2018 mediaron tres gobiernos: Vicente Fox (PAN), Felipe Calderón (PAN) y Enrique Peña (PRI). Sólo en su tercer intento el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), logró ganar la Presidencia con una coalición encabezada por un partido personalista de su creación: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Para 2018 era evidente que la democracia mexicana no había logrado transformar áreas clave de la sociedad como la desigualdad, altos niveles de violencia criminal y la corrupción. El descontento con los resultados del proceso político era generalizado. La insatisfacción con los resultados de los gobiernos democráticos entre 2000 y 2018 condujo al triunfo de AMLO. Desde entonces, el país parece haber iniciado un proceso de autocratización cuyo fin es incierto.
La autocratización comprende “cualquier proceso de cambio de régimen hacia la autocracia, independientemente del punto de origen”. Incluye tanto quiebres súbitos de un régimen democrático como procesos graduales de erosión de los rasgos democráticos tanto en democracias como en regímenes autoritarios. Los procesos de autocratización no tienen un destino prefijado: el resultado puede ser tanto un régimen menos democrático como uno más autocrático. Al igual que la democratización, que puede ocurrir en sistemas políticos que no acaban por convertirse en democracias plenas, la autocratización tampoco conduce necesariamente a una autocracia en forma. Sin embargo, es notable que un estudio histórico comparativo de las tres olas de autocratización que el mundo experimentó entre 1900 y 2017 presente un inquietante hallazgo empírico: si bien sólo cerca de una tercera parte de los episodios de autocratización iniciaron en democracias, el 80 por ciento de ellos culminaron en autocracias. Desde el 2021 la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist dejó de considerar a México como una democracia “imperfecta” en su Índice de la democracia, y aparece ahora en la categoría de regímenes “híbridos”. México se ha unido a la mayoría de naciones que no son consideradas democracias. Como factores explicativos del cambio se aducen los ataques populistas a las instituciones democráticas, en particular los esfuerzos del presidente por concentrar el poder en el Ejecutivo y los ataques al Instituto Nacional Electoral (INE), a la prensa, a los políticos de oposición, así como a los críticos del gobierno. Además, las elecciones son afectadas por la violencia del crimen organizado. De igual manera, a pesar de los niveles de aprobación relativamente altos del presidente, los ciudadanos tienen poca confianza en su gobierno.
El proceso de autocratización ha sufrido algunos tropiezos, como la imposibilidad por parte del gobierno de transformar radicalmente al INE y al Poder Judicial. El caso de México demuestra que la noción de autocratización podría ser más útil que la de “recaída democrática”, especialmente porque en regímenes democráticos incipientes (producto de transiciones recientes desde el autoritarismo) este último concepto puede ser entendido como una restauración del antiguo régimen. Sin embargo, la democracia puede quebrarse sin que el statu quo ante se restaure. Por el contrario, pueden instaurarse nuevos tipos de autoritarismos. El quiebre de la democracia en México podría no ser resultado de la hegemonía electoral del partido autocratizante, como en otros populismos; podría ser que Morena no se convierta en una fuerza similar al peronismo en Argentina o al PRI pre-1997. Sin embargo, el autoritarismo podría regresar en la forma bien conocida de manipulación electoral, captura del árbitro e inestabilidad en las reglas que rigen a las elecciones. Estos recursos suplirían la ausencia de una clara hegemonía en la arena electoral. En lugar de un autoritarismo estable, la democracia daría paso a un autoritarismo inestable y fluido.
Sin embargo, el camino hacia la restauración del autoritarismo en México ha sido más complicado de lo que el régimen y sus adláteres esperaban. En la primera mitad del 2023, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) recuperó un papel como contrapeso que muchos creían perdido, pues AMLO no logró imponer en la presidencia de ese tribunal a uno de los ministros que le son leales. De la misma manera, en un aspecto significativo los comicios de mitad de sexenio impusieron un límite al proceso de autocratización en marcha, pues el partido gobernante y sus aliados perdieron la mayoría calificada que les permitía llevar a cabo reformas constitucionales sin el concurso de la oposición. Por esta razón, la coalición oficialista no logró desmantelar el régimen electoral vigente. La ilegal ley electoral (el llamado Plan “B”), que en los hechos significaba una reforma constitucional, fue parada en seco por la SCJN.
El arreglo institucional que los líderes populistas encuentran a su llegada al poder condiciona su capacidad para concentrar el poder y las estrategias de desmantelamiento de la democracia. Existen dos dimensiones de la institucionalización que son particularmente relevantes: el grado de cumplimiento de la sociedad con las instituciones y su durabilidad y persistencia. Un régimen político sufre de debilidad institucional 1) si es altamente susceptible al cambio legal de las reglas formales, 2) si existe una extendida falta de respeto a esas reglas o 3) si actores poderosos en alianza pueden emplear medios ilegales o semilegales para sencillamente imponer cambios en las reglas formales.[1] Los riesgos de que una recaída devenga en el autoritarismo son claramente mayores en democracias que están débilmente institucionalizadas. Si cierta debilidad institucional es una condición necesaria para que los populistas ahoguen a la democracia, ¿es posible argumentar que México sufre tal fragilidad? Los tres tipos de debilidad institucional están presentes en algún grado en México. Algunos entramados institucionales facilitan su propia transformación legal a través de reglas electorales que producen mayorías desproporcionadas, contrapesos débiles y mecanismos laxos de cambio constitucional. La traducción de votos en escaños de la elección federal de 2018 fue muy desproporcionada. Una combinación de estrategias semilegales y una interpretación sesgada del marco legal llevó a que la votación para los partidos de la coalición gobernante, de 43.6 por ciento, se tradujera en 61.6 por ciento de los asientos asignados por la autoridad electoral en la Cámara de Diputados y 53.9 por ciento en el Senado.
La debilidad institucional, entendida como violaciones constantes a las reglas sin sanciones efectivas, también ha estado presente. El presidente ha ventilado públicamente en sus conferencias matutinas, de manera ilegal, datos personales y fiscales de sus adversarios políticos y de periodistas críticos de su gobierno. También se debilita el entramado institucional a través de apelaciones a mecanismos de la democracia directa como los plebiscitos. Se han convocado consultas ilegales para juzgar a los expresidentes y también el gobierno realizó un plebiscito embozado, convocado como consulta revocatoria.
Con todo, lo cierto es que 20 años de incipiente práctica democrática crearon un entramado institucional que ha resultado más resistente de lo esperado. Hay un factor adicional crítico: la variable podría denominarse “estabilidad institucional”, pues no se trata de fortaleza institucional. Ciertos países parecerían ser particularmente vulnerables a la imposición de transformaciones semilegales y a la toma de poder de líderes populistas: aquellos que han sufrido, como Bolivia, continuas interrupciones de los periodos presidenciales y un recambio constitucional frecuente. Debido a la peculiar historia del autoritarismo posrevolucionario mexicano, el hecho es que desde los años 30 del siglo pasado todos los presidentes han terminado su periodo, y la Constitución de 1917 —con innumerables enmiendas— ha superado los 100 años de vida. Eso es probablemente lo que explique que AMLO no haya convocado a una asamblea constituyente al llegar al poder para establecer la reelección y que el asalto al INE haya fracasado. La estabilidad institucional ha sido una barrera parcial al populismo.
De la misma manera, y en sentido inverso, la historia política provee un referente propio de captura y control de los contrapesos constitucionales, pues el modo de operación del autoritarismo del PRI fue precisamente ese. Eso explica, también, la laxitud en la práctica de un esquema constitucional supuestamente rígido. Más que el enfrentamiento, la sociedad mexicana está acostumbrada a la cooptación y captura de las organizaciones del Estado por parte del Ejecutivo. El autoritarismo histórico se mantuvo a pesar del relevo sexenal de los presidentes. Esa posibilidad está en el horizonte actual de los actores políticos. Si bien Morena y sus aliados no tienen la fuerza del viejo partido hegemónico, sí tienen una clara dominancia electoral en prácticamente todo el país. El único contrapeso electoral efectivo es la alianza estable de toda la oposición en 2024.
[1] Kurt Weyland, “Populism’s Threat to Democracy: Comparative Lessons for the United States”, Perspectives on Politics,18(2), 2020.