El ciclo político de Podemos en España ha sido un ciclo corto de apenas nueve años, desde su irrupción en las Europeas de 2014, en las que inopinadamente obtuvo cinco escaños, hasta su inmersión (y práctica desaparición) en la coalición Sumar en las pasadas elecciones generales de julio de 2023. Gráficamente, el ciclo político de Podemos responde a una curva normal con su moda en las elecciones generales de 2016, cuando alcanzó su techo electoral (como Unidas Podemos) con un 21 por ciento de los votos y 71 diputados. Desde entonces, y con un ligero repunte en las generales de 2019, no ha hecho sino caer electoralmente con casi la misma velocidad con la que subió entre 2014 y 2015. Que el ciclo de Podemos haya sido tan corto es asunto que merece un análisis pormenorizado que Francisco y yo mismo —entre otros analistas— intentamos hacer en nuestro reciente libro de 2022.[1] En el presente escrito quiero centrarme en su legado, porque si bien su ciclo como partido ha sido corto, su legado político —me temo— ha venido para quedarse.
La “nueva política” que ensayó Podemos era en realidad vieja política populista, cuya esencia radica en la polarización y la demagogia: discurso reduccionista con recetas simples a problemas complejos en un marco de antagonismo sistemático con fuerte movilización de pasiones básicas. El antagonismo casta/pueblo con el que irrumpió en la escena política luego se transformó en el antagonismo izquierda/derecha, pero la polarización se mantuvo como esencia de su discurso y su praxis política. El esquema schmittiano de la dialéctica amigo-enemigo fue así el trasfondo en el que se enmarcó la “nueva política” practicada por Podemos. Esta polarización ha cristalizado en la constitución de dos bloques antagónicos en el mapa electoral español, y es, a mi entender, su legado principal.
La coalición PSOE-Sumar y la corte mediática del gobierno todavía en funciones se empeña en descomponer este bibloquismo en dos bloques con las siguientes etiquetas: el bloque progresista y el bloque de la derecha. Pero, en realidad, si es cierto que hay un bloque de la derecha, no es cierto que el otro bloque sea progresista sin más, pues incluye a partidos tan poco progresistas y tan de derechas como los exconvergentes Junts per Catalunya y el PNV en el País Vasco, que es un partido democristiano. No. La verdad es que los dos bloques que se han instaurado en esta España, más polarizada política que socialmente, son, por un lado, un bloque confederalista y, por otro, un bloque de derechas —digamos— unitarista. El sedicente bloque progresista es en realidad un bloque confederalista porque incluye a los partidos independentistas periféricos tanto de derechas (PNV y Junts) como de izquierdas (Bildu y Esquerra Republicana de Catalunya). Si Pedro Sánchez vuelve a ser investido presidente del gobierno, lo será con el apoyo de todo ese bloque, o no lo será y habrá repetición electoral. Y si, siendo investido, gobierna, lo hará apoyándose en todo ese bloque, al menos si quiere sacar leyes orgánicas adelante.
En realidad, el bibloquismo y la alianza confederalista de la izquierda nacional con los partidos secesionistas de la periferia no fue el resultado de una idea de España alternativa a la ya muy descentralizada España de las autonomías (la idea de una España plurinacional no aguanta un análisis riguroso), sino una estrategia de consecución del poder y de gobierno que Pablo Iglesias tenía muy bien pensada. Si este en algo mostró su olfato político fue aquí. Esa alianza estratégica y la conformación de un bloque confederal ideológicamente transversal le aseguraría a la izquierda, como habría dicho Maquiavelo, mantenere lo stato. Porque Podemos nunca entendió la política como estrategia de control y vigilancia del poder, en el espíritu de la gran tradición republicana, sino como estrategia de consecución y mantenimiento del poder: pura machtpolitik, nuevamente, en sentido neoschmittiano. Esta concepción de la política completa el legado podemita que ha venido para quedarse en la política española: polarización en forma de bibloquismo y política de poder, no de control del poder. Y el heredero principal de estos dos elementos no ha sido otro que el PSOE de Pedro Sánchez, el cual y en consecuencia ha sufrido una metamorfosis completa: es otro partido.
Ahora bien, entendamos qué hay detrás de la alianza estratégica de la izquierda en el bloque confederal. España es un país complicado y difícil de vertebrar, ya lo decía Ortega y Gasset. Pues bien, a sus complicaciones estructurales de vertebración se añade el hecho de que a menudo los discursos disfrazan y encubren las verdaderas intenciones. En el caso que nos ocupa esto se refleja en que los partidos secesionistas periféricos —tal vez con la excepción de los más fanáticos entre sus filas— no quieren verdaderamente la independencia por más que clamen por ella. Y no la quieren —esta es mi convicción— porque saben que con la independencia todos —élites políticas[2] y ciudadanos— saldrían perdiendo. Lo que en realidad quieren es un modelo confederal asimétrico basado en el privilegio territorial. En esto el modelo es el País Vasco, cuya integración territorial en el Estado es sui géneris. Se trata de un territorio —posiblemente el único en el mundo— que, siendo relativamente rico, recibe transferencias netas del resto del territorio español, también de las comunidades relativamente pobres. ¿Por qué? Básicamente porque el llamado “Concierto vasco” exonera al País Vasco de la obligación de contribuir al fondo de solidaridad interterritorial, mientras que algunas partidas de gasto —especialmente la de las pensiones— están mancomunadas en el Estado porque todavía hay una caja única de las pensiones. Y las pensiones vascas son las más altas de España. Huelga decir que este superávit nunca es corregido por el cupo vasco, que se negocia siempre a la baja, tanto más cuanto mayor sea el poder negociador del gobierno autonómico de turno. A efectos prácticos, este modelo extractivo es el que, de facto, persigue el resto de partidos secesionistas de la periferia española, aunque lo disfracen con una retórica independentista. De completarse y generalizarse, lo que tendríamos es un país en el que la misma ciudadanía y el principio constitucional de igualdad entre los españoles quedarían completamente quebrados en beneficio de un sistema de privilegios territoriales asimétricos donde unos reciben más de lo que aportan y otros menos. Así de sencillo.
Esta quiebra del ideal republicano de la civitas basado en la igual libertad de todos los ciudadanos (aequa libertas) es un altísimo precio que la izquierda, en lugar de pagar, debería combatir. Pero la concepción podemita de la política como estrategia de poder es una herencia demasiado seductora, a la que los actuales Sumar y PSOE no están dispuestos a renunciar.
Las consecuencias no previstas
Lo anterior es solo la consecuencia prevista y conocida por PSOE y por Sumar, cuyos dirigentes están dispuestos a asumir (no estoy tan seguro de que sus votantes tengan ese conocimiento y estén igualmente dispuestos). Pero hay además otras consecuencias seguramente no previstas ni intencionadas, pero muy relevantes, de esta herencia de Podemos.
A mi entender, son tres. La primera consecuencia no prevista sería que una eventual III República española se convierte en una imposible quimera. ¿Por qué? Sencillamente porque exigiría la existencia de un bloque transversal que incluyera a la derecha. Esto es lo que ocurrió en los albores de la II República en los primeros años treinta del siglo XX. La crisis del régimen monárquico de la Restauración era tan profunda que incluso parte de la derecha se había hecho republicana, y por eso fue posible una coalición de partidos —la Conjunción— que incluía a los partidos de Maura y Alcalá Zamora y que ganó las elecciones municipales del 31, a raíz de las cuales se instauró la República. Hoy en día, no hay una derecha republicana en absoluto, y sería impensable la reedición de algo parecido a un pacto de San Sebastián. Toda la derecha es hoy monárquica, como también lo es, al menos, parte del electorado de la izquierda. Paradójicamente, los más republicanos son los partidos secesionistas (Bildu, Junts y Esquerra), que no persiguen una república española sino, en todo caso, una vasca o catalana. En ausencia de ese consenso republicano transversal, no sólo es imposible el eventual advenimiento de un nuevo régimen republicano en España, sino que incluso sería indeseable de ser posible, porque sería una república sectaria y excluyente. Y, dada la concepción pospodemita de la política como política de poder, seguramente esa III República, amén de sectaria y excluyente, sería autoritaria. Este era el modelo de república que se escondía tras la fallida declaración de independencia catalana en el fatídico 1 de octubre de 2017, un modelo que Podemos jamás criticó.
La segunda consecuencia no prevista de esta alianza estratégica confederalista con los partidos secesionistas periféricos es el reverso de la anterior. A saber: la monarquía sale fortalecida porque se convierte en la principal institución garante de la unidad político-territorial española. Con su peligrosa política de alianzas, lo cierto es que Pedro Sánchez no ofrece pareja garantía —institucional y simbólica— de esa unidad. Ni él ni ningún otro eventual presidente salido del bloque confederalista. Es el rey Felipe VI el que encarna ese principio constitucional. De ahí la clara y manifiesta hostilidad del secesionismo con respecto a la Corona española. De hecho, el contundente discurso de Felipe VI del 3 de octubre de 2017, tras la fallida declaración de independencia, es una constante referencia negativa de los partidos independentistas del bloque confederal.
Sin embargo, aquel contundente discurso tenía un formato netamente republicano. El asunto tiene su gracia (un monarca con planteamientos republicanos), pero es lo cierto que su discurso, de hecho, gravitaba sobre la dicotomía harringtoniana del imperio de las leyes frente al imperio de los hombres, y hacía de la civitas democrática y la aequa libertas dos ideales irrenunciables del constitucionalismo español. Por eso decía literalmente del proceso de independencia lo siguiente.
… ha supuesto la culminación de un inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña [imperio de los hombres]. Esas autoridades, de una manera clara y rotunda —prosigue el discurso del rey—, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia [imperio de la ley]. Han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional, que es el derecho de todos los españoles a decidir democráticamente su vida en común (cursivas mías).
Como vemos, en aquel discurso tan denostado por el secesionismo seudorrepublicano, el rey no sólo defendió la unidad territorial de España y la soberanía del pueblo español, sino que afirmó los principios republicanos de ciudadanía democrática e igual libertad en el marco del imperio de las leyes y no de los hombres. No es casual —ni baladí— que la institución de la Corona, pese al desprestigio reputacional en el que la dejó Juan Carlos I tras su abdicación, sea una de las instituciones que menos preocupa a los españoles (cfr. Barómetro del CIS de julio de 2023, preguntas 4 y 5), y que el monarca gozara de una tan buena valoración de 6.2 sobre 10 en 2022 (cfr. Encuesta del instituto IMOP Insights para El Confidencial[3]).
La tercera consecuencia no prevista de esta herencia podemita es que la izquierda ha renunciado a un proyecto genuinamente federalista. Federar (foedere) significa “unir”, y por ello todo proyecto federal implica la existencia de un poder central fuerte que garantice el común denominador cívico —así como la necesaria seguridad financiera y fiscal— en un territorio necesariamente diverso y diferenciado. La otra forma de unidad política es la confederación de Estados independientes. Lo triste y preocupante de España es que no se dará ni la una ni la otra. Lo que ha propiciado la exitosa estrategia podemita de incorporar al secesionismo a la dirección del Estado, es un modelo perverso de confederalismo asimétrico incompatible con cualquier proyecto republicano de integración cívica basado en el principio de igual libertad. El privilegio (ley privatizada: imperio de los hombres) es un claro enemigo a batir por cualquier estrategia política que se diga de izquierdas. O así debería de ser, se encuentre el privilegio donde se encuentre: en el estatus, en la clase, en el grupo de interés, en el territorio… Pues bien, lo que este modelo confederal de Estado establece es un sistema de crecientes privilegios territoriales, con juegos de suma cero entre los distintos territorios: unos ganan lo que otros pierden. Un pésimo modelo —nada republicano— de integración política y construcción estatal. O, dicho de otro modo, un excelente modelo de desintegración política y deconstrucción estatal.
[1] Andrés de Francisco y Francisco Herreros, Podemos, Izquierda y “nueva política”, Barcelona, El Viejo Topo, 2022.
[2] A excepción, naturalmente, de los condenados por la justicia.
[3] https://tinyurl.com/yezpmf8d