A nuestra semejanza

Aquí registramos un cambio de época: la consolidación de la imagen en el mundo como eje rector de las relaciones y los procesamientos sociales, políticos y culturales.

Obviamente, aludimos a un proceso y nos situamos en el que quizá sea uno de sus puntos cúspide. Y desde ahí reiteramos -no creemos que se deteriore nuestra imagen al hacerlo- en la interacción de las apariencias se gestan las sociedades modernas.

Nos referimos al poder seductor de la imagen y a sus heterogéneas e interminables expresiones, tan influyentes en las mentalidades de hoy: la moda y el culto al cuerpo; el paraíso de las marcas y de la publicidad; el glamour de la política y la propaganda así como la información y el entretenimiento, entre tantas otras más expresiones de la imagen.

El alcance de esto es desconcertante: regularmente el mundo virtual se sobrepone al real de tal forma que este último parece ficción. En ese entorno, no exageramos, construimos la propia realidad.

Milán Kundera escribió:

“(…) podemos hablar de la gradual, general y planetaria transformación de la ideología en imagología”. La imagen, escribió el extraordinario escritor, “nos permite unir bajo un mismo techo lo que tiene tantos nombres: las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las estrellas del show bussiness, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen todas las ramas de la imagología”.1

Realidad y fantasía
La imagen nos acompaña desde el principio. Para representar temores, incertidumbres e ideas y sistemas de creencias y, así, comunicarlas. Estuvo en el pasado remoto, cuando no había expresión verbal, y está ahora con la paradójica dinámica que inhibe a las palabras. Ha pasado así lo mismo a imagen y semejanza de un supuesto ente creador de todo que a la representación científica y la generación de símbolos para el ejercicio del poder -desde las sociedades primitivas hasta las modernas–. Incluso en la fantasía literaria. Lo apunta Mario Vargas Llosa al aludir al mejor libro de todos los tiempos escrito en español:

“Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras”.

La imagen siempre ha estado con nosotros. En los estandartes de defensa de la territorialidad, en los instrumentos del mercado -la moneda y los billetes, por ejemplo—y en el arte del grabado, la pintura, la fotografía y el cine. Es hegemónica desde la televisión tanto en la esfera de la política como en la del entretenimiento y la comercialización de productos, entre los que sobresalen, claro está, los milagros de la juventud y la belleza eternas.

La construcción de las apariencias ocurre a cada momento en todos lados. Se han roto las identidades ideológicas que prometieron el paraíso social a cambio de subsumir el interés personal. Ahora es el individuo desprovisto de referentes de futuro el que quiere todo, lo siempre ajeno, lo nunca suyo y lo toma. Al instante. Y en eso se entrega a la imagen, vive de ella y para ella. En todos los sentidos. Como estructura de valores y como dinámica para la vida propia. Y no duda: es lo que parece: el éxito en la construcción de la imagen determina quién es y quién no o, para ser más preciso, dictamina lo que se es y así se delimitan los parangones del ascenso social.

Foto: Foto: Rick Wilking/Reuters Admitamos, sin embargo: no somos presa de un complot organizado por malhechores que actúan en ese entramado diverso y complejo llamado industria cultural. Somos a nuestra imagen y semejanza. La vida es un conjunto de imágenes y la síntesis de las más relevantes, documenta la historia. En ésta hay testimonio de que creamos cosas y, cuando no las destruimos, las representamos. Son imágenes que a veces veneramos. Esencialmente somos lo que hemos inventado y lo que imaginamos crear por medio de imágenes.

Ahora lo que se ve es, y entre lo que vemos elegimos para dar cuenta parcial de la realidad: comunicar hechos ciertos cuando no para desvirtuarlos e incluso inventarlos. Y es que, en sí misma, la imagen puede provocar malos entendidos. Para entender al planeta y a nosotros mismos hacemos conceptos o planteamos aspiraciones y las traducimos en imágenes. No sucede al revés. La imagen devuelve sensaciones y sentimientos, no ideas ni definiciones. Aunque en esa amalgama amorfa y difusa de motivaciones, las imágenes también llegan a ondear aspiraciones, “Imagina un mundo mejor”, dijo Lennon años antes de morir acribillado por un miserable que, con eso, sólo quería ser famoso.

Soñamos imágenes, no letras, y en las escenas no se intercambian pareceres, no hay sonidos. Soñamos en vivo y a todo color. En directo. Esa representación íntima devela temores, traumas, complejos, frustraciones, sufrimientos, iras, ilusiones, los deseos más lúbricos e incertidumbre, sobre todo eso descubre el pasado personal o dibuja el futuro. (Al final, como sucede con casi todas las imágenes de la modernidad informativa, también se nos olvidan las que soñamos).

Además soñamos despiertos. Y así descubrimos que el mundo no se halla sobre elefantes pero supimos que éste, sin embargo, se mueve. Aunque no lo veamos. Igual que ahora miramos estrellas que no existen. Despiertos tuvimos ensueños, cuando algo como lo que sigue era inverosímil: conducir un automotor, navegar, volar, ver imágenes moviéndose y oírlas hablar, viajar por el espacio y comunicarnos al instante con quien sea donde sea. Y es que, como se dice en Vida de Perro de Chaplin: “A veces los sueños se hacen realidad”.

Ojalá que estás mil palabras digan más que una imagen.

Todo lo que necesitas es amor
Somos a nuestra imagen y semejanza. Insistamos:

Creativos, iconoclastas y festivos. Por ejemplo, hacemos paredes y después las derribamos. En 1989 luego de 38 años cayó a pedazos el muro de Berlín y el mundo gritó y acompañó a Roger Waters, pero sobre todo vio. Era el momento más esperanzador del milenio.

Abarcadores. Desde aquella primera trasmisión televisiva del otoño de 1967, en directo a to-do el globo de All you need is love, hasta los conflictos bélicos que siguieron. Ahí están fotos y videos de la revuelta estudiantil de Francia y México, también la de esa joven que corre despavorida en Vietnam porque el napalm le quemaba la piel. Las imágenes de enfrentamientos sin fin en Medio Oriente; otras más conflagraciones y actos interminables político-militares estadounidenses entre las que destaca la Guerra del Golfo (1990) porque, en la era de la información, sólo vimos lucecitas desde el televisor y no el atroz sufrimiento de tanta gente.

Somos emotivos. Como cuando en 1970 ocurre la primera emisión a todo el planeta del mundial de futbol en México.

Y somos espectadores aterrorizados. Dígalo sino el impresionante impacto de los aviones que hicieron trizas Las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001 (¿quién no vio aquellas escenas más de una vez sólo por su carácter espectacular?).

Pero sobre todo tenemos templanza. El mundo continua indiferente, como si los informativos hablaran de otro planeta y desde el televisor alguien dijera que, pese a todo, el espectáculo debe continuar gracias al patrocinio de otras imágenes (entre éstas, las de las grandes marcas).

Ser es parecer
La paulatina pero persistente construcción de la imagen como forma de relación entre los hombres, acentuada con vigor espectacular desde mediados del siglo pasado, ha transformado al ser en apariencia, y lo ha hecho de tal modo que ahora la apariencia es el ser y, por eso, símbolo del deber ser. Lo ha hecho ya, al menos en las coordenadas más relevantes de la vida pública. Y ello no se explica sin el desarrollo de los medios de comunicación, lo mismo desde la forma incipiente de la imprenta a mitad del siglo XV, que con el surgimiento y el posterior desarrollo de la prensa, la televisión y la cobertura digital y su alcance insospechado de principios del siglo XXI.

En el mercado de las imágenes se encuentra el principal consumo del mundo. De cualquier imagen. Y la cobertura es en todo el globo, de manera inmediata y, en ocasiones, si así lo determina el afán del espectáculo, en vivo y en directo. Es más fácil ver una imagen que decodificar su contenido y por eso de éstas resultan sensaciones.

Cuando no hay imágenes, en cualquier ámbito, es como si nada pasara y eso desvalora los contenidos informativos y la capacidad para dar respuesta a los desafíos. En otros ámbitos, por ejemplo en el del consumo, los productos novedosos, siempre visibles, son los que guían el reciclamiento de paradigmas (pruebe tal o cual cosa, que ha cambiado de diseño).

Constatamos el hecho sin cargas emocionales ni sentencias morales, menos aún sin pontificar.

Tenemos en cuenta que esa situación no es apocalíptica en el sentido en el que múltiples filósofos, politólogos e historiadores advirtieron como la sumisión y degradación de la inteligencia y el espíritu humanos por medio de la manipulación a través de imágenes. Tampoco hacemos una apología de tales formas de convivencia. Sólo registramos el hecho para delimitar donde transcurre el cause de la civilización moderna.

¿Sombras nada más?
Una celebridad no es conocida por sus logros sino por su imagen o en todo caso, por la representación que hace de sí para devenir en arquetipo. En los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo pasado, esto operaba fundamentalmente en la apoteosis de la cinematografía, en especial de la estadounidense, y en sus formas de propaganda para generar mitos de la más diversa índole (al tomar como referencia esa constelación generada en la pantalla gigante, la industria de la moda comenzó a balbucear y a acompañar esas expresiones cuando, en 1947, Christian Dior generó sus primeros diseños conocidos como New look).

A mediados de los cincuenta y principios de los sesenta, el mundo del espectáculo invadió otras esferas además del celuloide y, en la política, sus actores voltearon a las técnicas de creación de imagen. El asunto no es menor pues desde entonces a la fecha el signo de la política ha tendido a la personalización, vale decir, a la exposición de las características físicas y emocionales del individuo que le confieren credibilidad o liderazgo por encima del partido en el que milita y, fundamentalmente, en menoscabo de la exposición de propuestas programáticas. Así se entiende, entonces, que en la competencia electoral los candidatos nimben su apariencia y potencien sus virtudes físicas, además del denuesto del otro en cualquier esfera. Por ello, los ciudadanos votan según las imágenes que reciben.

Ilustración: Toulouse-Lautrec Junto con todo eso, el carácter predominantemente visual de la televisión le impide ser difusor de conceptos y promotor de análisis. Ese dispositivo electrónico es fundamentalmente centro irradiador de emociones y, a partir de esa característica, el ciudadano se vuelve fundamentalmente espectador al que no se le informa ni se le forma, se le venden cosas, incluida la sensación de estar informado.

Esta es la actualidad: desde el cómodo veredicto del zapeo, el ciudadano se vuelve espectador, y acaso, sobre todo, consumidor. Dadas las grandes cadenas de medios de comunicación y a sus posibilidades técnicas, es también epicentro de una oferta globalizada, vale decir, homogénea en sus patrones fundamentales.

La apariencia no es la sustancia, pero en la televisión la sustancia es la imagen. Y desde ahí se imbrican todas las esferas que forman lo público. A mediados del siglo pasado, la televisión expresó y alentó ese proceso; a principios del siglo XXI, lo consolidó. Algo pasa ahora en el mundo cuando luego de un sismo en Estados Unidos los informativos destacan que Victoria Beckham se encuentra preocupada.

Como una lámpara que atrae a los insectos -luminosa e irresistible, seductora en su teñido multicolor-. Tal fue la metáfora que empleó Ernesto Sábato para referirse al televisor al finalizar el siglo XX. En aquel entonces ya se habían trastocado las cimientes de nuestra convivencia y el tomarse un café o la platica reposada comenzaban a ser prácticas extravagantes; lo nuevo ahora, lo predominante, es pensar en imágenes y, en más de un sentido, en querer ser imágenes, es decir, ser vistos y mientras sea por más ojos, mejor, porque en la actualidad la fama es un valor, es el lustre del hombre y la mujer de éxito de hoy.

Lo que acomoda
El mundo virtual desplaza al real de forma tal que, en no pocas circunstancias, es éste más real que lo tangible y lo analizable. El contexto se hace a imagen y semejanza de la industria del símbolo, no de la esencia. Y en ese festín de iconos, la moda surge como patrón estético y también como guía de conducta. No hay novedad cuando decimos que esa industria nos acompaña desde los años 20 del siglo pasado, pero sí es una constatación rigurosamente actual, o sea de moda, si decimos que la moda es algo más que lo que fue, un nicho desde donde se expresaba la escala aspiracional de tener y ser. Ahora es el parecer para ser y no sólo como consumidor de cosas, sino de imágenes y como persecutor de esas imágenes hasta fusionarse con alguna de ellas, como aquellos clones del cine que nos hablaron de cierta guerra en las galaxias.

Clones, eso parecen muchos que deambulan ante nuestros ojos, a juzgar por el referente estético formado por la industria de la moda y propalado y magnificado a través de la televisión y todas las formas de propaganda adicionales: la delgadez extrema y los problemas de salud que conlleva, la anorexia y la bulimia, por ejemplo.

El atavío de la moda es diverso y plural como la vida misma en las sociedades modernas, y en ese sentido, admitamos, no hay un solo patrón sino amplio abanico de opciones, incluso hasta para atender patrones estéticos o de conducta marginales. La moda también expresa y en más de un sentido desata una vertiginosa carrera que sobrepasa el canon del vestido y los aditamentos de la belleza. Está ahora en todos lados para solaz y confort del consumidor más atento a eso que, por ejemplo, a los efectos de las políticas públicas y de los procesos electorales, al trauma de la ecología y de la guerra. Es como si con una buena apariencia o con no tener esas imágenes en la cabeza, pudieran exorcizarse tales problemas.

Ilustración: Toulouse-Lautrec Junto con todo eso, el carácter predominantemente visual de la televisión le impide ser difusor de conceptos y promotor de análisis. Ese dispositivo electrónico es fundamentalmente centro irradiador de emociones y, a partir de esa característica, el ciudadano se vuelve fundamentalmente espectador al que no se le informa ni se le forma, se le venden cosas, incluida la sensación de estar informado.

Esta es la actualidad: desde el cómodo veredicto del zapeo, el ciudadano se vuelve espectador, y acaso, sobre todo, consumidor. Dadas las grandes cadenas de medios de comunicación y a sus posibilidades técnicas, es también epicentro de una oferta globalizada, vale decir, homogénea en sus patrones fundamentales.

La apariencia no es la sustancia, pero en la televisión la sustancia es la imagen. Y desde ahí se imbrican todas las esferas que forman lo público. A mediados del siglo pasado, la televisión expresó y alentó ese proceso; a principios del siglo XXI, lo consolidó. Algo pasa ahora en el mundo cuando luego de un sismo en Estados Unidos los informativos destacan que Victoria Beckham se encuentra preocupada.

Como una lámpara que atrae a los insectos -luminosa e irresistible, seductora en su teñido multicolor-. Tal fue la metáfora que empleó Ernesto Sábato para referirse al televisor al finalizar el siglo XX. En aquel entonces ya se habían trastocado las cimientes de nuestra convivencia y el tomarse un café o la platica reposada comenzaban a ser prácticas extravagantes; lo nuevo ahora, lo predominante, es pensar en imágenes y, en más de un sentido, en querer ser imágenes, es decir, ser vistos y mientras sea por más ojos, mejor, porque en la actualidad la fama es un valor, es el lustre del hombre y la mujer de éxito de hoy.

Lo que acomoda
El mundo virtual desplaza al real de forma tal que, en no pocas circunstancias, es éste más real que lo tangible y lo analizable. El contexto se hace a imagen y semejanza de la industria del símbolo, no de la esencia. Y en ese festín de iconos, la moda surge como patrón estético y también como guía de conducta. No hay novedad cuando decimos que esa industria nos acompaña desde los años 20 del siglo pasado, pero sí es una constatación rigurosamente actual, o sea de moda, si decimos que la moda es algo más que lo que fue, un nicho desde donde se expresaba la escala aspiracional de tener y ser. Ahora es el parecer para ser y no sólo como consumidor de cosas, sino de imágenes y como persecutor de esas imágenes hasta fusionarse con alguna de ellas, como aquellos clones del cine que nos hablaron de cierta guerra en las galaxias.

Clones, eso parecen muchos que deambulan ante nuestros ojos, a juzgar por el referente estético formado por la industria de la moda y propalado y magnificado a través de la televisión y todas las formas de propaganda adicionales: la delgadez extrema y los problemas de salud que conlleva, la anorexia y la bulimia, por ejemplo.

El atavío de la moda es diverso y plural como la vida misma en las sociedades modernas, y en ese sentido, admitamos, no hay un solo patrón sino amplio abanico de opciones, incluso hasta para atender patrones estéticos o de conducta marginales. La moda también expresa y en más de un sentido desata una vertiginosa carrera que sobrepasa el canon del vestido y los aditamentos de la belleza. Está ahora en todos lados para solaz y confort del consumidor más atento a eso que, por ejemplo, a los efectos de las políticas públicas y de los procesos electorales, al trauma de la ecología y de la guerra. Es como si con una buena apariencia o con no tener esas imágenes en la cabeza, pudieran exorcizarse tales problemas.

La constelación de imágenes no se explica sin los medios de comunicación y sin cierto abandono del rigor intelectual del público consumidor (aunque, advirtamos, nuestra especie no fue mejor antes de que tal fenómeno se consolidara). La paradoja es que nos referimos a un proceso social que tiene su resguardo en el vértice de los derechos individuales y que, a pesar de que por definición la imagen sólo tiene sentido para ser vista, cada quien tiene la prerrogativa de hacer con su imagen lo que quiera y pueda, incluso para ser idéntico a los otros.

Principales promotores de la hegemonía visual, los medios también son sus más destacados beneficiarios, incluso cuando invaden esa esfera personal, vale decir, privada o incluso íntima, y exhiben la imagen que sea para enaltecerla o para deteriorarla; en cualquier caso para demostrar lo obvio, que nunca nada es lo que aparenta, y en esas para crear ilusiones o diluir reputaciones en eso que a falta de un mejor nombre hemos llamado opinión pública. Entre otras razones, por eso los medios, particularmente la televisión, tienen un extraordinario poder en las sociedades modernas y eso explica que se halla acentuado la expectativa legal del derecho a la propia imagen y el equilibrio entre éste y la libertad de expresión.

Es amplio el mercado de esta delirante forma de adquirir identidad y cobrar notoriedad, por encima incluso de los talentos propios. Lo que no proyecta algo no es o deja de ser, porque al fin y al cabo no hay algo que proyecte nada. Pero ese algo lo determina la imagen que genera confianza, “telegénica” le llaman algunos, y que está desprovista del aburrido matiz: es como si los productos light que proliferaron en los años 80 hubieran hecho lo propio con el pensamiento humano.

Fumando espero
La notoriedad mediática suprime los defectos propios y en más de un sentido también los retos sociales. Eso pasa con hombres y mujeres que son más famosos que las habilidades que desarrollan; con los políticos que atienden a las encuestas para determinar sus discursos y sus acciones; con las modelos que son referente de millones aunque su vida esté hecha pedazos; con los analistas políticos que siguen el dictado del teleprompter o, en el mejor de los casos, que aceptan ser esclavos del tiempo siempre vertiginoso, para fuñicar sobre las cosas y las circunstancias en tres minutos. Pasa con los grupos musicales que atienden a causas políticamente correctas y en esas olvidan su propuesta, con los deportistas que se fusionan en el mundo del espectáculo y la política y también con los artistas que del espectáculo de sus vidas privadas hacen deporte para permanecer vigentes.

El culto al cuerpo, el tiempo detenido en el presente eterno y el atavío de la novedad en la apariencia junto con la consecución de la fama ya son valores en la sociedad moderna. Nos guste o no. Esa realidad no acepta pedidos a la carta, pero no creemos que éste, sin embargo, sea el fin de la historia sino un capítulo más de la dinámica de la razón. El hombre siempre ha requerido de imágenes para comunicar, representar, adorar y hasta para emular. No tiene por qué ni para qué dejar de hacerlo y nadie en nombre de nada puede sugerir siquiera cercenar alguno de los cinco sentidos que también son su esencia.

Tal vez en las décadas siguientes el hombre acotará el predominio excesivo de la imagen y ésta tomará su cauce. Quizá eso suceda luego de varios encontronazos fuertes teñidos de desilusión político electoral, descrédito de los mass media y de sus operadores, desconfianza en el esfuerzo y la creatividad propia y ajena, y traumas a la salud pública por la persecución obsesiva de los actuales patrones de belleza, entre otras más frustraciones. Pero sobre todo tenemos la seguridad de que algo se le ocurrirá al mundo de las imágenes y entre éste a la industria de la moda, para hacer que no la pasemos tan mal. Algo harán, insisto, por ejemplo los sucedáneos de Camel. Son tan listos y efectivos que, en una de esas, ponen de moda otra vez a la ilustración (que también tuvo su encanto con ese corsé de ensueño).

 

1 Milán Kundera, La inmortalidad, Tusquets, 1989.

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