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sábado 14 diciembre 2024

Avance y retroceso

por Daniel Iván

Cuando la realidad nos obliga a confrontarnos con ciertos razonamientos simplistas (por ejemplo, cuando nos enfrentamos con la realidad de que el estado arresta ilegalmente a personas por lo que publican en las redes sociales) no podemos evitar pensar en un retraso, en una regresión, en una “falta de avance”. La idea del “progreso”, tan propia de la era post-industrial, no pudo menos que inocularse en la idea generalizadora del “pensamiento humano”: hemos llegado a creer que el destino del pensamiento de los seres humanos es el de “avanzar”; es decir, hacerse cada día más preciso, más racional, más culto, más abierto, más incluyente, más “algo”; un sinfín de definiciones que denotan no una “ciencia del pensamiento” sino una aspiración más bien subjetiva -me atrevo a implicar, incluso, que subjetivada- de quien sea que esté esperando ese “avance”. Desde un punto de vista per negationem, esta aspiración tiende incluso a expresarse de una manera más delirante o, si se quiere, más militante: así pues, se espera que el pensamiento humano sea cada vez menos sexista, menos agresivo, menos destructivo, menos egoísta, menos -otra vez- “algo”. La lógica del “avance” del pensamiento humano está incluida en religiones, causas, filosofías, militancias, incluso en la discursividad implícita de muchas de las escuelas científicas y tecnológicas, y forma parte, casi de facto, del menú de ventajas con el que el sistema educativo se promueve a sí mismo, prácticamente, desde los tiempos de la ilustración (no necesariamente la educación per se; que “educación” y “sistema educativo”, por supuesto, distan radicalmente de ser lo mismo). El carácter aspiracional de esta noción de “avance” queda patente en una curiosa relación temporal y deontológica con aquello que analiza: siempre desea que el “pensamiento humano” sea cualquier cosa, menos lo que es.

Sin embargo, no podemos negar que a pesar de esa noción de progreso -y a pesar, particularmente, de la aplanadora de generalización que ya de por sí implica una noción como “el pensamiento humano” – todos los días atestiguamos ejemplos devastadores de que ese avance no sólo no ocurre, sino que está irremediablemente lejos de ocurrir, y de que esperarlo sea muy probablemente un grave error conceptual. En una composición como la de la sociedad humana actual, cuyos vínculos comienzan a ocurrir de manera particularmente clara en la esfera de la información, los seres humanos nos involucramos inequívocamente con la construcción de un discurso: el propio, el de nuestra relación con la realidad, y el de los pedazos que de esa realidad escogemos para nuestra memoria y para nuestra propia comunicación. Es probablemente la primera vez en la historia de la humanidad en la que ese discurso propio no sólo nos pertenece -porque siempre nos ha pertenecido- sino que nos construye como “imago”; es decir, como la representación de nosotros mismos a través del imaginario colectivo. Implicaciones psicoanalíticas aparte, la “propia imagen”, lo que somos representados en el imaginario de los demás, tiene hoy espacios de objetivación por demás apabullantes: si usted, amable lector, siguiera por mera curiosidad los rastros que su paso por el mundo va dejando en los espacios de comunicación virtual, o si analizara a profundidad el rastro que ha dejado en el “stream” de la red social de su preferencia, sin duda se sorprendería -grata o amargamente; eso, claro, depende del resultado de su búsqueda y de la imagen que esa búsqueda le regrese de usted mismo. Esa “propia imagen”, pues, ya no es patrimonio exclusivo de las figuras públicas -que, en todo caso, lo enarbolaron como privilegio mientras duró el axioma totalitario “si no estás en los medios, no existes” – sino de la vasta mayoría de la humanidad que, hoy por hoy, convive en esa construcción discursiva en la esfera de lo público-digital. Hace poco leía una interesante reflexión sobre el derecho al olvido digital1; baste comparar ese concepto con otros que desde la militancia de izquierda reivindican el derecho a la memoria, para subrayar la tensión conceptual que nos ocupa. Hoy por hoy, esa y otras ideas definen un campo de reflexión no sólo pertinente sino increíblemente necesario.

No resulta sorprendente entonces que muchos de los más claros ejemplos de “regresión” del pensamiento humano vengan de la mano de la atención que el estado y el stablishment ponen, a su manera, en ese ámbito. Desde la persecución de blogueros, tuiteros y otras categorías de comunicadores digitales por parte de los estados que pueden más fácilmente caracterizarse como totalitarios (como Cuba, China, Venezuela, Estados Unidos, Inglaterra, México2, etcétera.) hasta las más “justificables” -no entiendo cómo, pero así las califican muchos analistas- restricciones a la navegación por Internet implementadas por particulares y autoridades en universidades, escuelas y otros espacios públicos. Por supuesto, en muchos de los diálogos, coloquios y consultas para una eventual “regulación” del espacio digital se esgrimen, velada y a veces muy explícitamente, la mayor parte de los argumentos y contra-argumentos de quienes ven la posibilidad de “excesos” en el ejercicio del derecho a la comunicación y de la libertad de expresión en el espacio digital y les gustaría “más control”. No en balde el reconocimiento enunciativo de ese derecho ha sido sistemáticamente postergado en cualesquiera espacios donde los derechos vayan a “enunciarse”. No en balde, también, ha sido sistemáticamente tortuoso aclarar la naturaleza de ese derecho no como un “apéndice” de la libertad de expresión sino como una nueva caracterización necesaria e ineludible frente a una realidad tecnológica que afecta los parámetros de relación entre la persona y la colectividad, la persona y el Estado, la persona y la sociedad, la persona y el espacio de comunicación de los demás, la persona y la tecnología misma, etcétera.

Hace algunos años, ante una invitación a la reflexión que el artista plástico y activista Francisco Toledo hiciera en el contexto del movimiento magisterial del 2006 en el estado de Oaxaca, caractericé a Internet como “el sueño húmedo de los censores”, comentario que causó mucha gracia entre los asistentes a la charla. Hoy por hoy, ese sueño húmedo se está traduciendo en una pesadilla de estrategias (arrestos ilegales, amedrentamiento activo, hacking selectivo, distractores de opinión, etcétera.) cada vez más coercitivas por parte de casi cada estado rector en el mundo, particularmente por la nebulosa conceptual que, de manera extrañamente ad-hoc, cubre el ámbito del acto informativo ya no como ejercicio profesional (propio de la actividad decimonónica del periodista) sino como hecho vital inherente al ser humano en la era digital. Nebulosa conceptual que, por cierto, los afanes reguladores muy probablemente sólo ayudarán a oscurecer más.

Un concepto particularmente interesante en un panorama como el presente -y que aporta una mirada vibrante sobre la comunicación como proceso humano- es el acuñado por Ted Nelson3: en inglés “intertwingularity” -difícilmente traducible al español como “interimbricabilidad” o algo parecido-. El término intenta denotar el carácter de sistema complejo del proceso de información en el entendido de que el conocimiento y el pensamiento humanos no son otra cosa que procesos constantes e inacabados en los que los roles de emisor y receptor son, de hecho, inexistentes o por lo menos intercambiables. Por lo tanto, implica la imposibilidad de establecer taxonomías jerárquicas cuando se intenta definir o caracterizar la información -tanto como cuando se intenta caracterizar la naturaleza del pensamiento humano (lo que cuestionaría de inicio las nociones de avance y retroceso en el contexto de su análisis). El concepto enuncia la información como un proceso cultural entendido de manera orgánica, si se quiere; las personas no como emisoras/receptoras de la información (es decir, como puntos finales del proceso de información) sino como parte de ella. Nosotros mismos como parte del mensaje, dicho al estilo McLuhan.

Una idea así, surgida desde los lejanos años setenta, cobra hoy una vigencia urgente ante los intentos (regresivos, si se quiere) del Estado por caracterizar “responsabilidades” en el flujo de información y de traducirlas en responsabilidades civiles y/o penales. Por supuesto, como cualquier otra participación del ser humano en los procesos culturales que le son inherentes, nuestro involucramiento en el flujo de la información conlleva una necesaria aproximación ética (particularmente, pero no privativamente, cuando hacemos de la comunicación nuestro modo de sustento). Sin embargo, una de las tentaciones más comúnmente acariciadas es la de querer anular a las voces que no dicen lo que nosotros queremos escuchar: mientras que el derecho y la lógica asisten al consumidor de medios cuando usa el control remoto para anular las voces que le molestan, no ocurre lo mismo con el control remoto del estado y/o de la autoridad: ése es siempre asesino, autoritario, violento y, particularmente, siempre injustificable.

Resulta un gravísimo atraso tener que escribir esto al iniciar la segunda década del siglo XXI. Y sin embargo, así es.

Notas

1 https://etcetera-noticias.com/articulo.php?articulo=9940

2 Aunque, en el caso de México, no deja de sorprender que las actitudes totalitarias del Estado mexicano sean, equívocamente, caracterizadas como “torpezas” cuando son, a todas luces, una estrategia articulada.

3 Sociólogo y filósofo norteamericano; creó los términos “hipertexto” e “hipermedios”. Es reconocido como uno de los críticos más incisivos de la cultura digital. Su fallido proyecto Xanadu (un intento por crear una red de computadoras con interface simplificada) se adelantó algunos años a la invención de la World Wide Web. Se le conoce principalmente por su libro seminal Computer Lib: You can and must understand computers now/ Dream Machines: New freedoms through computer screens—a minority report (1974).

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