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sábado 14 diciembre 2024

Cai Guo-Quiang: una explosión

por Iván de la Torre

Cai Guo-Quiang fue elegido como director de los efectos especiales que abrieron y cerraron los juegos olímpicos Beijing 2008 por el mismo gobierno que durante más de veinte años le impidió exponer su trabajo.

“En 2001, mis obras todavía no estaban habilitadas para ser publicadas o exhibidas en China -reconoció, con un pragmatismo similar al de las autoridades, el propio Cai-. En ese momento, el arte moderno era un arte subterráneo. Muy poco de ese arte podía ser mostrado, pero ahora China está cambiando”.

La apertura cultural, impulsada por el éxito internacional del arte asiático, permitió la creación del primer museo privado en Pekín y la aparición de mecenas interesados en los valores emergentes, además de darle a Cai la posibilidad de mostrar su trabajo, un privilegio reservado, hasta hace poco, a los artistas que respondían a la férrea política cultural impuesta desde el partido: un realismo testimonial con una fuerte carga ideológica y doctrinaria. La pieza más difundida del país, detrás del retrato de Mao, sigue siendo “Patio de la recaudación de la renta” (1967), un conjunto de esculturas en tamaño real que muestra como, durante el gobierno prerevolucionario, los campesinos eran explotados por malvados terratenientes. Uli Sigg, ex-embajador de Suiza en Pekín y uno de los más importantes coleccionistas de arte chino de todo el mundo confirma que, cuando empezó a comprar pinturas, cualquier obra que se apartara del molde oficial era ignorada, y eso generaba un mercado paralelo de “un arte muy directo, intuitivo y vinculado a la realidad, con mucha ironía e incluso sentido del humor, fruto de muchos años de represión y censura”. El propio Cai le confesó a un periódico alemán que ese ambiente fue el que, en 1984, lo hizo comenzar a experimentar con el efecto que las explosiones causaban en sus oleos y lienzos: “Cuando empecé, la represión era tan fuerte en China que las explosiones fueron una salida para mí, algo que me liberaba de la presión social”.

En 1986, tras el rechazo por parte del aparato de consagración oficial de sus obras (demasiado experimentales para el gusto tradicional), se mudó a Tokio, donde vivió nueve años antes de trasladarse a Nueva York, ciudad donde todavía vive con su mujer.

“Frente a la presión, uno puede ser activo y hacer algo, o emigrar -explico posteriormente. Eso es lo que hice: me fui a un lugar donde podía hacer lo que yo quería hacer. Soy un artista excesivamente racional y me parecía que el arte tenía que ser más abierto, más impredecible. Y la pólvora genera sensación de espontaneidad y falta de control. Como símbolo de la violencia, jugaba un importante rol en la destrucción y la reconstrucción de la historia. Mi inspiración vino de ahí. Al principio hacía mis dibujos en la cocina, luego en el estudio. Utilizaba hojas de papel de cáñamo japonés que encargaba especialmente para ello. Sobre los óleos creaba con la pólvora figuras que daban lugar a otros cuadros más abstractos, debido al impacto de la explosión que deja zonas ennegrecidas y restos de papel carbonizado. El humo que salía era increíble”.

Motivado por la respuesta que generaba su obra entre el público y la crítica, decidió ampliar su propuesta con inmensas performances pirotécnicas a las que bautizo “proyectos de explosión”. Este emprendimiento le permitió salir del circuito oficial, involucrando en su propuesta al público no especializado: “Hubo un momento en que necesité estar más conectado con la humanidad y el universo. Y pensé que tenía que hacer estos dibujos en el exterior, a gran escala. Quería que estuvieran más ligados a la sociedad, a la humanidad, hacer participar a la sociedad”. Estimulado por esta idea, en 1990 lanzó sus “proyectos sociales” donde diversas comunidades fueron invitadas a participar en la creación de obras artísticas dentro de lugares poco convencionales como bunkers y fabricas abandonadas.

“Soy un artista que entiende la obra como una cuestión estética, pero también como una herramienta de transformación”, aclara Cai, para quien el arte beneficia a las personas comunes, permitiéndoles expresar libremente sus sentimientos, un recurso sumamente valioso, especialmente en países controlados por gobiernos autoritarios; su intención personal, sin embargo, fue trascender el mero panfleto político creando obras que permitieran múltiples lecturas, como “Inoportuno”: un montaje de ocho coches que cuelgan del techo atravesados por lámparas encendidas que escenifican cómo se eleva y cae un auto al sufrir un atentado terrorista.

“No he querido limitarme a reflejar sólo la violencia, al mismo tiempo he pretendido introducir una belleza poética. El coche es un icono de nuestro tiempo, pero a la vez puede servir para matar a personas, como ha sucedido en los atentados en Irak, Pakistán o Nueva York. Y, por otro lado, se ha convertido en un elemento imprescindible en nuestra vida… Estas son unas constantes en mi obra, caos y orden, como en la vida”.

Según la especialista Alexandra Douglas: el “idealismo social de Cai le hace ver este tipo de violencia no sólo en sus consecuencias negativas sino también como creación positiva”.

Cuando un periodista le preguntó porqué cambiaba todo el tiempo de métodos, temas y colaboradores Cai respondió: “Yo sigo mis ondulaciones. Como un péndulo. Estoy constantemente oscilando… Quiero extender mis tradiciones culturales y establecer nuevas aproximaciones y métodos”. La muestra “Quiero creer” demostró esa inquietud en más de 40 obras que combinaban temas como la mitología china, la táctica militar, la filosofía budista, la cosmología y el terrorismo urbano. La retrospectiva -pensada, según el propio Cai, para “llenar el museo con la fuerza de una explosión”-está formada por dibujos, videos de sus performances pirotécnicas e instalaciones como la impactante “Head On” donde los lideres de una manada de lobos -recreados en tamaño natural- chocan de frente contra un muro de cristal.

La ambigüedad de la obra (¿es bueno o malo unirse a una manada?, ¿cuáles son las consecuencias personales de seguir ciegamente a un líder?), es natural en un hombre que vive entre dos universos diferentes, buscando formas de integrarlos sin que pierdan sus rasgos particulares: “Mi trabajo está relacionado con la cuestión del cambio, especialmente cuando hay oposiciones y conflictos. En Oriente, las personas reconocen las contradicciones, las aceptan y absorben. Esta es mi actitud básica hacia mi trabajo; pero la capacidad occidental para analizar una situación y comprender el problema, así como sus métodos de enfrentarlos y resolverlos, también me han influido profundamente”.

La encargada de arte asiático del Museo Guggenheim explica que “en Cai se cruzan las tradiciones y creencias de la China antigua con las paradojas del mundo contemporáneo y sus propias inclinaciones personales”. Tal vez por eso, una de las mejores -y más personales- obras de la retrospectiva sea “Pidiendo prestadas las flechas a tu enemigo”: un barco pesquero armado con tres mil flechas inspirado en la historia del general Zhuge Liang, quien envió un navío a navegar por aguas enemigas para recolectar las flechas que sus tropas no tenían.

Basándose en esa historia, (un clásico del folclore chino), Cai demuestra que, en vez de cerrarse en sí mismo y rechazar la influencia exterior, su país puede -y debe-, como él mismo, incorporar las innovaciones e ideas occidentales sin perder sus propias tradiciones. Así, veinte años después de la masacre de la Plaza Tiananmen, los mismos artistas que fueron marginados de la escena oficial por reflejar críticamente la represión gubernamental se han convertido en estrellas internacionales sobre las que no se ejerce censura. (Gracias a ellos, China obtuvo, sólo en el 2007, ventas cercanas a los 150 millones de dólares).

A Cai, sin embargo, no le gusta ser asociado al reciente boom del arte asiático o, peor aún, ser etiquetado como artista folclórico dedicado a la recreación de mitos nacionales para burgueses satisfechos (“los museos de arte de Occidente no compran mi trabajo porque aparecen rasgos chinos en ellos, sino porque reflejan problemas globales”, dijo) pero festeja que, tras ocho décadas, China por fin “empieza a pensar en cómo el mundo los ve”.

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