En su afán de describir cómo percibimos el mundo, Merleau-Ponty distingue dos tipos de intencionalidad: una consciente, capacitada para articular los propósitos en palabras, que identifica como intencionalidad en acto, y otra inconsciente, de propósitos mudos, cuya voluntad la expresa el cuerpo en sus movimientos antes de cualquier ejercicio verbal, que llama intencionalidad operante. La primera incorpora al entendimiento. La segunda encuentra en el cuerpo a su principal protagonista. El proyecto ilustrado del Iluminismo, que ubica a la razón como guía designado de la humanidad, se pretende pura intencionalidad en acto. La revuelta orquestada por esa otra corriente que arranca en el Romanticismo y aterriza en las vanguardias artísticas, y que Octavio Paz identifica con la otra voz, cifraría, entre otras cosas, los sueños innombrables del deseo. Desde una perspectiva roma y simplista que hoy casi nadie sostiene, los claros propósitos de la civilización formarían parte de la intencionalidad en acto, mientras que la barbarie ingresaría en el oscuro continente del cuerpo, la sospechosa y artera intencionalidad operante. Pero hoy sabemos que la barbarie se cuela con frecuencia en el discurso de la razón. Hasta hace poco, la homosexualidad era considerada una enfermedad, y hasta hace relativamente poco, personajes ilustres aportaban argumentos articulados para denunciar con orgullo la inferioridad de la mujer. ¿Y qué más racional que la idea de la revolución como una necesidad objetiva de la historia? Por lo demás, comprendemos que las intenciones automáticas del cuerpo no siempre resultan irracionales. Con grata frecuencia se presenta en el deseo el feliz planteamiento de proyectos razonables. Ninguna de las dos intencionalidades humanas, ni la que nace del cuerpo ni la que propone la razón, monopoliza la luz, pero tampoco la oscuridad. Y entre ese baile de luces se filtra la posibilidad de la disolución del bien en el mal. El Marqués de Sade funde y confunde la convincente expresión del pensamiento con los impulsos más crueles del cuerpo. En Sade, Eros y Tánatos son una y la misma cosa, y lo son dentro de un nihilismo racional y consecuente.
Solo si uno logra ubicarse de vez en cuando por encima de la razón, la razón puede ser salvada. Si algo, la coherente filosofía libertina de los personajes de Sade demuestra que la razón no basta para salvar al ser humano del vértigo brutal que lo acecha desde ambos flancos de sí mismo. Tanto desde la palabra como desde el cuerpo puede conspirar la oscuridad porque en el regocijo de la vida no hay solo bondad, sino también crueldad, ferocidad agazapada. De ahí que Nietzsche pueda observar que resulta más fácil reír siendo malos que buenos. Y Bataille, que dios puede encontrarse en la más indigna perdición del alma y el cuerpo. Lo cierto es que en uno de sus extremos más puros e incontenibles, el erotismo, conjuga el verbo de la violencia sangrienta y ésta deviene en trance erótico gozoso. No nos engañemos: en la criatura de voz articulada aguarda un animal herido, listo para herir y gozar al mismo tiempo. Y la razón no alcanza para ponernos a salvo de esa posibilidad. Requerimos, además, de una fuerte dosis de esa ceguera irracional y solidaria que llamamos amor. Y bueno, aquí quisiera decir que el amor demanda por igual de la intencionalidad en acto y de la intencionalidad operante. Que implica en igual medida el animoso mutismo del cuerpo y el transparente vigor del pensamiento. Que aclara la oscuridad con razones nítidas y oscurece la claridad con oportunas inyecciones de piedad. Pero no es cierto. Nada de eso es verdad. Y, sin embargo, el amor existe y, de hecho, es lo único que puede salvarnos de nosotros, pues integra la única forma de trascendencia irracional que no carece de sentido.