Hace ya cinco años recibí una llamada telefónica, era Ana Cecilia Terrazas, en ese momento Directora del Sistema nacional de Noticieros y actualmente titular del IMER para hacerme una sorpresiva invitación, y digo sorpresiva porque ella asumía que yo poseía una capacidad hasta ese momento ignorada por un servidor, la de hacer una sección de ciencia en el noticiero matutino conducido por mi venerable amigo Mario Campos. Con la irresponsabilidad que me es consustancial acepté pensando que podría ser una experiencia interesante y así es como todos los viernes (con alguna excepción debido a un coma etílico) me despierto a las ocho de la mañana (que no son horas), bajo a mi estudio en unas fachas que recuerdan vagamente a un refugiado polaco y espero la llamada del noticiero en una de las rutinas más divertidas que recuerdo debido a la bonhomía de Campos.
Lo anterior, querido lector, no se lo cuento porque crea que mi vida es particularmente interesante, sino porque el tema que me interesa tratar es el de la divulgación científica, esa entelequia que supone transformar un lenguaje duro e inhóspito en algo legible para el grueso de la sociedad. El asunto tiene varias aristas, quizá la más evidente es que la ciencia es un tema “difícil” que solo algunos iniciados con la mente de Ciro Peraloca puede abordar. Esta imagen frecuentemente se ve reforzada con estereotipos como el del científico absorto que cae por coladeras de lo distraído que es y que tiene la misma funcionalidad social de un pisapapeles. Un segundo elemento es la enorme precariedad de los programas educativos que consideran importante que un pobre infante memorice idioteces como el número de electrones del átomo fulanito de tal o el género y la especie del ave del trópico. Por supuestos los estudiantes salen de ahí mentando madres y con la vaga idea de que la ciencia es algo de lo que más vale alejarse.
Con estos presupuestos es que los divulgadores de la ciencia se enfrentan a la tarea de generar información que se libre de estos lastres frecuentemente de manera muy fallidas ¿por qué? El primer problema es que la población en general está tan interesada en temas científicos como en cambiar de sexo. La gente que busca información (que no es mucha) lo hace buscando algún
significado personal y muchos divulgadores simplemente no han entendido esto. Si por ejemplo pensamos que la explosión de una estrella enana a miles de años luz es algo que le puede ser útil a alguien que no sea el astrónomo responsable del descubrimiento, estamos pensando mal. Pondré un ejemplo al azar, en este momento acabo de entrar a la sección de ciencia de El Universal y me encuentro con la siguiente nota: “La Gran y Pequeña nube de Magallanes en luz ultravioleta”, es muy probable que dicha noticia sirva para saber que hay una madre llamada así y que la luz ultravioleta sirve para algo aunque no sea muy claro para qué.
No quisiera que se me confunda, siempre he sostenido que el cuerpo científico es importante en su totalidad y que es necesario preservarlo. Mi único punto es que no es necesario divulgarlo en dicha totalidad ya que es menester que lo que se comunique tenga significados personales, tales como los de salud, medio ambientales o de modificaciones y escenarios futuros. Si esto, que es tan sencillo de entender, no se aplica a cabalidad es muy probable que la cultura científica de nuestro país se pueda multiplicar por cero.
Probablemente, querido lector, le parezca irrelevante, créame que no lo es: uno de los indicadores más confiables del desarrollo de las naciones es justamente la cultura científica de su población. Solo en la medida en que se reconsideren los programas educativos, que esquivemos los estereotipos y que se detecten los verdaderos temas de interés para la sociedad es que podremos trascender este escollo, de otra manera podremos seguir leyendo en los periódicos y revistas “captan rayos catódicos fibras interestelares” (un sin sentido) sin que se modifique nuestra extendida percepción de que la ciencia es algo aburrido y temible.