Un extraño misterio que no me interesa ni a mí –mucho menos a usted, querido lector– me ha traído a tierras españolas desde las que escribo estas líneas a la luz de las Ramblas y después de haber consumido una dotación generosa de embutidos. El viaje, sin embargo, viene a cuento porque en mi calidad de televidente profesional, tuve la oportunidad (escribir “tuve la oportunidad” es una mamarrachada pero ya ven, uno es mamarracho) de tomar el control remoto en mi cuarto del hotel, de la misma manera que Fernando VII empuñaba su cetro real y darle rienda suelta al dedo pulgar de la mano derecha mientras trataba de ahuyentar al insomnio producido por esa madre que los entendidos llaman jet lag y los idiotas como yo simplemente padecemos sin entender qué significa el terminajo de marras.
Lo primero que hay que decir se centra en un concepto universal y francamente tranquilizante: la pendejez mediática es –bendito sea Dios– global y no exclusiva de nuestra pobre nación. Los programas deconcurso de los que fui testigo (y casi participante) resultaron un número primo: el cinco, que responde concretamente al producto resultante de la multiplicación del número de neuronas del diseñador por el mismo número, pero sumado, de todos los participantes en la prueba.
Para evitar divagaciones ofrezco un ejemplo contante y sonante. En la pantalla aparece un triángulo equilátero que a su vez y en su interior se encuentra intersectado por líneas que forman otros triángulos. La pregunta, predecible como un meteorito, es elemental: “¿cuántos triángulos hay en pantalla?”. En ese momento toda España marca el 95 204-444 tratando de hallar la respuesta: “28, 7, 32, 15, 12, ¡2!” se desgranan las formulaciones equivocadas lo cual produce que una señorita conductora bastante buenona responda cosas anómalas como “¡hoy amanecimos entusiastas!” o “por favor, no repitan respuestas que ya se han dado”. Estará usted de acuerdo conmigo en que es anómalo no decirle a los televidentes que son una nube de pendejos y no se enteran que la solución obvia, para todo aquel que no esté ebrio, es 14. Los tres mil euros de premio se los llevó el viento, no así una cantidad diez veces mayor que ingresó en las arcas de la compañía telefónica a dos euros la llamada.
Lo mismo que en México, hay programas de lesa humanidad en los que un grupo de imbéciles se dedican a analizar cosas como si el noble apéndice de la princesa Gunilla von Bismarck se encuentra en su lugar y otros con más pretensiones cuestionan de manera profundamente idiota a la ministra de defensa diciendo cosas como que: “está muy mal que llore en público porque es una muestra de falta de carácter” (de lo que se deduce ipso facto que un ministro de defensa se debe portar como todo un hombrecito).
Sin embargo, la diferencia que más llamó mi atención es la de las películas y series en otro idioma ya que todas en España –absolutamente todas– son dobladas y ello, me dispongo a exponerlo, es una maldición.
Estaba yo en posición de decúbito dorsal tomándome un wisky cuando en la pantalla apareció la actriz Leah Remini, que personifica a “Carrie” en la serie norteamericana The King of Queens, y exclamó: “¡es que el chaval me cogió las tetas!”. La impresión conceptual de la frase anterior sólo fue superada por la imagen de Will Smith –como se sabe un hombre negro de 1.80 metros– mientras le decía a Tommy Lee Jones… “es que estos marcianos son la ostia”. Por supuesto, así no se puede.
Cualquier propuesta artística es eso: una idea original que cuenta con un formato, en su caso un elencoy una selección de colores, que no son otros que los que le dieron la gana al realizador. Presentar esta obra alterando de manera bastarda la forma en la que fue concebida no puede sino provocar desastres; colorear Casablanca, darle voz a Buster Keaton o lograr el prodigio de que John Wayne hable como hablaba Juan Lejido –el lead vocal de los churumbeles– es simplemente una atrocidad a la que nos deberíamos oponer de manera frontal o correr el riesgo de que un día no muy lejano Gandalf nos amanezca soprano. De veras no se trata de eso.