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lunes 16 septiembre 2024

Días difíciles

por Juan Francisco Escobedo

La canasta de problemas del país es compleja. El peor error que un gobierno que acaba de iniciar puede cometer frente a los viejos y nuevos problemas que tendrá que enfrentar, consiste en elaborar diagnósticos simplificados sobre la naturaleza y dimensiones de dichos problemas; porque la simplicidad para abordar y comprender la conflictividad social suele conducir a formular estrategias rústicas y a definir acciones tan evidentes como ineficaces.

La biografía, la formación personal, la sensibilidad y los intereses de quienes ejercen mayor influjo en la toma de decisiones, serán determinantes para otear el curso de los acontecimientos y el despliegue de las acciones gubernamentales.

Nadie ejerce una función pública de espaldas al contexto político y a su biografía. El pasado se vive como presente en los principales cursos de acción del poder. A no ser que se tengan muy buenos dispositivos de contrapeso institucional que eviten que el componente personal predomine sobre el componente institucional.

Inyectarle perspectiva de futuro a las políticas gubernamentales no es tarea sencilla. Es necesario alzarse por encima de las limitaciones personales e ideológicas; quien lo consigue, trasciende su circunstancia. Esto ocurre preferentemente en las democracias avanzadas.

Sólo por excepción, en las democracias de nuevo cuño como la nuestra, aparece detrás del gobernante rutinario, el estadista que se crece ante la adversidad. Paradójicamente cuando eso ocurre, el gobierno gana en eficacia y reconocimiento, pero dado el fuerte componente personal que aporta el carisma del estadista que eclosiona positivamente, la trama institucional se subordina a los matices impredecibles que ofrece el comportamiento del estadista en ascenso.

En México, donde los nuevos cursos de acción de la institucionalidad de nuevo cuño no han conseguido consolidarse, se echa de menos el surgimiento de nuevos políticos que trasciendan las ataduras de su aparente destino mediocre, para “salvar” sus circunstancias, tal como lo propuso Ortega y Gasset, como único camino para salvarse a sí mismo. El imaginario de los mexicanos está poblado de nombres y hombres fuertes, que llenaron el vacío de las instituciones y suplieron la debilidad de las leyes con su prestancia personal y determinación de ir hacia adelante. En la actual coyuntura del país, este desenlace es necesario, pero el componente personal no será suficiente para superar la densidady complejidad de los problemas que aherrojan al nuevo gobierno.

Tres son los problemas de orden macropolítico que se ciernen sobre las espaldas del nuevo presidente Felipe Calderón y sobre las de sus principales colaboradores. Me permito enunciarlas de la siguiente manera: 1) desafío para conformar las bases de la nueva gobernabilidad democrática, 2) crisis de legitimidad del sistema electoral, y 3) pérdida de confianza en las instituciones fundamentales del Estado y desprestigio de la política.

Me detendré sólo en el primer punto. Que a su vez implica por lo menos tres aspectos fundamentales, que me propongo analizar a vuelapluma.

Primero, la gobernabilidad alude a diversas dimensiones de la política, pero sobre todo, se expresa en la articulación de un sistema de relaciones e interlocuciones estables y confiables entre el poder público, la trama institucional de los diversos órdenes de gobierno y los principales actores sociales y políticos. No hay política, ni ejercicio de gobierno eficaz en el largo plazo, si no se dispone de los mecanismos básicos de intercambio con las distintas esferas en las que se materializa el poder público, así como con las élites que cohesionan las diversas coaliciones políticas que se expresan en las arenas institucionales, en el espacio público y en la esfera privada.

El problema de las relaciones políticas entre actores de diversa filiación ideológica, no radica en el reconocimiento pasivo de la diversidad, sino en la posibilidad de que entre los representantes más conspicuos de la diversidad se establezca una relación dialógica en la que sean posibles los consensos e incluso los disensos, sin que asome la ruptura.

La gobernabilidad democrática, a diferencia de la gobernabilidad autoritaria donde las relaciones políticas son asimétricas, incontestables e invariables, requiere de un intercambio incesante de información, de escenarios y gestión de temas, pero en las que no obstante su dinámica inherente, se preserve el clima de reconocimiento y la confianza entre los interlocutores.

El intercambio debe contribuir a resolver problemas básicos, pero fundamentales para edificar sobre bases más firmes la gobernabilidad en ciernes; así como para definir consensualmente las reglas para discutir las reglas y eventualmente no estar de acuerdo, pero no por ello, excluir o liquidar a los interlocutores.

En un escenario de gobernabilidad democrática la relación persiste mediante las formas simbólicas más diversas, aunque el diálogo público no ocurra. El punto fino radica en la posibilidad de que existan siempre condiciones favorables para dialogar, justamente cuando se tenga que dialogar. El diálogo encuentra sus pausas en el cierre de los temas y en la apertura de nuevas agendas. No en los desplantes ni en la inverecundia de los interlocutores.

Sin revisión y aceptación de las reglas mínimas para discutir las reglas legales o los proyectos de mayor calado, simplemente no hay posibilidad de cooperar o por lo menos de evitar la confrontación estéril, donde ninguno de los contendientes gana. De cara al futuro, el gobierno que llega tiene que establecer bases estables y confiables de relación, de reconocimiento de interlocutores, de aceptación de temas, de incorporación de enfoques y de definición de prioridades, para estar en condiciones de atender con solvencia esta vertiente de la gobernabilidad, que se condensa en el objetivo de institucionalizar el diálogo y reconocer a los actores centrales de la conflictividad social y política del país.

La gobernabilidad democrática empieza a construirse con la agenda. El tamaño, diversidad, inclusión, organización e interrelación de sus variables es la condición inicial básica para articular la trama de la gobernabilidad democrática.

La segunda vertiente de este desafío tiene que ver con la capacidad de tomar decisiones y de llevarlas a cabo. En este aspecto es necesario trascender las fronteras del formato de la gobernabilidad autoritaria, que fue propicio para tomar decisiones no reflexivas, donde el diálogo con los actores sociales y políticos involucrados con el tema o problemas que se buscaban resolver, no existía o se expresaba de manera simulada.

En un contexto democrático, donde el gobierno ya no dispone del control de los viejos mecanismos de poder, que le permitieron a la presidencia imperial desplegar todas sus posibilidades, tiene la necesidad

de calibrar el comportamiento probable de los actores involucrados o interesados. Si las políticas o proyectos que se pretenden impulsar tienen que pasar por la arena parlamentaria, el imperativo de la negociación es intransferible. Sin prisas pero sin pausas. Sin agravios y sin disgustos. Nada fácil, considerando la flema de los contendientes y las heridas de guerra acumuladas en los últimos años por todos los actores políticos. Es posible y deseable que eso ocurra.

En un esquema de gobierno dividido como el que caracteriza a la actual circunstancia política en la que ha empezado a actuar el presidente Calderón, el proceso de toma de decisiones es el punto más delicado del ejercicio de gobierno. Alude al momentum del poder público. De ahí que el proceso de toma de decisiones debe ensamblarse con la perspectiva que ofrece el enfoque de políticas públicas, con todas las exigencias sociales y legales que implica la gestión pública en un contexto democrático, tanto en materia de transparencia, rendición de cuentas, fiscalización, evaluación del desempeño, eficacia decisoria y respuestas de los segmentos sociales directamente afectados, tanto por los problemas que se busca resolver, como por las políticas probables que se pretenden poner en marcha.

La toma de decisiones es un proceso que requiere competencias, información adecuada, estrategias, recursos y sobre todo, determinación y personal suficientemente calificado para operar las decisiones. Y cuando digo calificado, no me refieroexclusivamente a la disposición de capacidades técnicas, sino fundamentalmente al despliegue de capacidades profesionales y políticas. La sensibilidad social y el oficio político siempre serán indispensables para conformar la trama de la gobernabilidad democrática en días difíciles.

Nada más corrosivo para la legitimidad y credibilidad del poder público, que confundir el anuncio de las decisiones tomadas con la aplicación e implementación de dichas decisiones. Nada más ingenuo e ineficiente que suponer que con los discursos presidenciales basta para que la trama gubernamental se ponga en movimiento y sintonía con los objetivos que busca alcanzar.

Las organizaciones y las burocracias resisten el cambio, porque tienen capacidad para diferir las decisiones del gobernante, incluso de manera mucho más eficaz que la que podrían desplegar los grupos opositores. Desde dentro se puede aplazar el cumplimiento de las metas, desviar el sentido original de una decisión e incluso torpedear el curso de las políticas gubernamentales.

No hay que olvidar que en el contexto de la alternancia, el proceso de configuración de nuevas fuentes de lealtad institucional se encuentra insuficientemente consolidado como para suponer que la maquinaria estatal funciona como reloj suizo, como funcionaba para otros propósitos, en otra época.

Es en el proceso de toma de decisiones, donde adquieren sentido y se proyectan las funciones básicas del Estado en materia de policía y persecución del delito, cobro de impuestos, seguridad pública, juicios a presuntos delincuentes y coacción a personas o grupos sociales que transgredan las libertades y derechos de terceros. Si no hay condiciones para ejercer las funciones básicas del Estado, la posibilidad de desplegar políticas y acciones de otro orden, queda atrapada en el hoyo negro de la informalidad, la corrupción y la impunidad.

El ejercicio de las funciones estatales básicas alude al viejo problema definido por Max Weber, como “monopolio legítimo de la violencia estatal”. La voluntad política del gobernante pasa por la voluntad de ejercer el poder en sus expresiones fundamentales y asumir sus consecuencias. Si el gobernante renuncia a ello, el poder público y la autoridad, gradualmente debilitarán su presencia en entornos complejos y terminarán por sucumbir ante los poderes privados más poderosos que el poder del Estado, en cualquier de sus órdenes. Los ejemplos del predominio de los leviatanes privados por encima de los leviatanes públicos, cunden por todo el país.

No hay gobernabilidad posible si el Estado observa impotente cómo se debilitan sus potestades elementales y cómo se inhiben ante la conflictividad social. La gobernabilidad presupone la existencia y funcionamiento de la trama estatal. Eso no implica ni justifica automáticamente la represión o la mano dura.

La tercera vertiente del desafío que implica la construcción de la trama de la gobernabilidad democrática tiene que ver con la puesta en marcha de políticas gubernamentales y acciones múltiples de las agencias del gobierno, para responder a las demandas sociales agregadas. El Estado se proyecta en el gobierno para cumplir con sus compromisos sociales fundamentales. Si la estabilidad social se ve perturbada por la imposibilidad de atender los aspectos sociales básicos de la sociedad, las relaciones entre los actores sociales y políticos y el gobierno, entran en un túnel peligroso, tanto por sus riesgos políticos, como por la ceguera que provoca.

La dimensión social de la política tiene un nexo muy estrecho con la capacidad de su nueva trama para persistir en el tiempo. Para atenderla es necesario informar con claridad acerca de los recursos, políticas y prioridades que se han dispuesto para cumplir con la agenda que implica la dimensión social de la democracia.

La gobernabilidad no se agota en la relación entre las élites, las trasciende y las precede. De ahí la importancia de las políticas gubernamentales para cumplir con las demandas sociales y generar mejores condiciones de vida para toda la población.

El desafío de la gobernabilidad democrática para estos días difíciles de México, no es un asunto exclusivo del debate académico o de la especulación periodística. Tiene que ver con el imperativo de discutir en público los asuntos de orden público. Se vincula con la necesidad de deliberar sobre los problemas, como sobre los enfoques que se utilizan para analizar y enfrentar dichos problemas.

Es necesario distinguir la naturaleza de la gobernabilidad autoritaria y de la gobernabilidad democrática. La primera se impone sin deliberación pública y sólo se atiene a su desempeño eficaz, mientras la segunda necesita de la deliberación pública para persistir en el tiempo, incluso a pesar de su eficacia. He aquí una pequeña contribución para ensanchar la dimensión deliberativa de la democracia mexicana, en la que importan más las voces y las opiniones. El ágora espera ser edificada y poblada de diversidad dialogante.

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