Victoria abrió los ojos. Tenía el cabello alborotado y un pijama holgado de niña. Se miró en el espejo, se observó. A veces se preguntaba cómo una mujer bella podía verse tan demacrada por las mañanas. Recordó aquellas películas viejas donde las protagonistas se veían flamantes en sus despertares, con rubor en las mejillas, sus peinados acomodados, como si todo el tiempo olieran a menta.
Se perdió unos instantes en la contemplación de sus ojos grandes, expresivos, de un café claro, de su cara ovalada, de la piel blanca como porcelana. Delineó en la pulida superficie el reflejo de los labios rosados y prominentes, del cabello negro y lacio al que siempre parecía acompañar el viento.
Entonces las delgadas paredes filtraron una plática del departamento de al lado y escuchó aquella voz dulce, que tanto la atormentaba, cuando dijo ¡estoy al borde del paroxismo! La palabra se le clavó como astilla en el dedo. Se sintió ordinaria porque no sabía qué significaba.
Caminó lentamente hacia el librero. Se postró frente al volumen número ocho de esos libros que admiraba. Ahí estaban con su cubierta roja y dorada en la que resaltaba un escudo que decía Real Academia de la Lengua Española. Por fin leyó el significado. Le pareció de lo más simple, torció la boca y murmuró ¿eso es todo?
Una vez vio representada a Regina, la dueña de los murmullos hilvanados y elocuentes, en un periódico. Era la fotografía de Rebeca Iturbide Betancourt, una de las bellezas de la época del cine de oro.
Regina aquí, Regina allá, con esas ropas de los años cincuentas, armada de retazos bien montados. Esa mujer le estorbaba en el espejo, detrás de las paredes. Repasaba cada cuadro de esa vida ajena le llamó la atención el ruido en las escaleras del edificio. Se asomó, escuchó pasos que bajaban y al ver la puerta abierta del departamento de al lado, del paraíso imaginado, una emoción se retorció fuertemente en su estómago. ¿Y si entro? Quería ver un poco del mundo de esa voz para ya no imaginar sus hábitos, su entorno. La tentación era demasiada.
Fue hacia la ventana y miró a Regina atravesar hacia el otro lado de la acera. Se dijo a sí misma, -quizá no se dio cuenta que dejó la puerta abierta-, lanzó un gemido de exaltación, corrió y se detuvo de un golpe frente al imperio de aquella mujer, su corazón latía de tal modo que podía escucharlo decir – hazlo, entra, hazlo ¡ya!
Abrió la puerta y por un momento se sobresaltó cuando rechinaron las bisagras. Ella imaginaba una habitación en terciopelo, acomodada concienzudamente, con un maniquí que modelaba alguna creación inconclusa. Lo que encontró fue un lugar en desorden, con envases de cerveza vacías, las paredes pintadas de color blanco y verde, bisutería barata regada por doquier, basura de comida chatarra. Regina era ordinaria.
A lo lejos se escuchaba Streets of Philadelphia de Bruce Springsteen; esa música le trajo a Victoria nostalgias entrañables. La tarde se tornaba azulada, el sol se escondía con sigilo a través de la ventana sin paisaje de Regina. La canción llegaba a sus oídos mientras observaba las fotografías de aquel rostro expresivo, de aquellos ojos que sonreían. Vinieron a su mente los momentos en que se imaginó como amiga de ella y de las cosas que platicarían.
Se dio cuenta de que antes de traspasar esa puerta sentía una absurda admiración. Ahora que había perdido la magia se sofocaba en ese ambiente sucio y los muebles polvosos que repasaba una y otra vez con los dedos. Finalmente se detuvo, dio un último vistazo a su alrededor mientras la melodía llegaba a su término. En su interior se hizo un hueco que la acompañó mientras cerraba lentamente la puerta. Victoria se iba con la imagen de una Regina deplorable.
Despertó al otro día y siguió con su rutina diaria. Al salir de su departamento se encontró con la mujer de al lado y en un gesto que quiso ser amable le dijo:
-Hola vecina, ayer dejó su puerta abierta, lo bueno que me di cuenta y le hice el favor de cerrarla-.
Regina contestó con frialdad, sin dignarse a mirarla, con dos palabras que parecieron una pedrada en la cabeza:
-Muy bien-.
Así plana, seca. Victoria sintió que un sudor frío le recorría la espalda, se mordió los labios y se dijo: ¡maldita perra, ni siquiera me dio las gracias!
Quiso reconfortarse con el recuerdo de ese departamento que mostraba a Regina como un retrato malogrado de Rebeca Iturbide. Pero nuevamente le pareció interesante, magnética, descortés, sucia, vulgar. Ahora había un sentimiento ambivalente hacia la cerda encantadora.
El siguiente día que Victoria vería a Regina fue muy soleado. Caminaba por la calle y se topó con ella. Se sintió mareada ante su proximidad. ¿Por qué, si trataba de olvidarla, aún seguía a esa figura, a esos sarcásticos y obscenos labios rojos?¿Qué buscaba en una mujer como Regina?
La respuesta posiblemente era que Victoria tuvo que purificar su alma negra a fuerza de ver el infierno, de sentirlo en las entrañas. Las cicatrices le impedían volver a ser la niña que imaginaba besos. No soportaba la desfachatez de esa tipa, su elegancia de película, su brillo entre el basurero. Regina era, sin saberlo, su sombra.
Victoria enderezó su postura. Su penetrante mirada llamó la atención de quienes platicaban a media calle y, por fin, Regina le regaló una mirada analítica. Al darle la espalda para cruzar la calle escuchó otra vez esa voz dulce, se sobresaltó con el tono y el lenguaje. ¡Me vale madres cualquier obra de caridad, no me interesa ayudar a nadie que no sea a mí misma, punto, y deja de molestarme con tus idioteces altruistas! Todos rieron.
Victoria quedó estupefacta, no podía creer lo perra que era y al mismo tiempo lo simpática que le resultaba. Llegó a su refugio convencida de que no podía más con esa obsesión. Miró hacia su propia ventana, estuvo a punto de traspasarla con tal de librarse de Regina. Se detuvo de pronto cuando la iluminó una revelación: no era ella, sino la presencia de esa mujer, la que le estorbaba.
Otra madrugada cualquiera Victoria escuchaba un excelente cover del grupo Tool que le hicieron a Led Zeppelin: No Quarter, una canción que la acompañó en los infernales tiempos de vagancia. Necesito cigarros-, se dijo. El impulso de salir tan tarde a comprarlos era parte de la ansiedad que la acompañaba después de abandonar mortales dependencias. Entonces salió hacia la noche fría.
Caminaba de prisa. Traía encima recuerdos de antiguas caminatas nocturnas y un poema que escribía. De repente, vio salir de entre la neblina una silueta conocida. Era Regina con vestido rojo ceñido, tacones altos y un sombrero. Victoria se sobresaltó y se dijo ¡basta, quedaste en que la olvidarías! Aquella se aproximaba, indiferente, con la mirada clavada del otro lado de la acera.
A escasos metros de toparse, vio que una figura masculina detrás de Regina la tomaba de la cintura con fuerza y le tapaba la boca. Solo se oyó un gemido sofocado. La mirada de terror de la apresada se cruzó con la de sorpresa de Victoria.
Decidió en ese instante ser espectadora, una feliz espectadora. Se agazapó junto a un auto y se asomó con una mirada de niño travieso. Ahí estaba Regina que daba patadas, arañaba. Él intentaba arrancar el vestido rojo y maceraba el rostro de Regina a puñetazos. Sólo eso se escuchaba, el llanto sofocado y el sonido seco de los golpes.
Victoria quería que se alargara la agonía de Regina, que llegaran nuevos inquilinos y le dieran las gracias si ella cerraba la puerta abierta de su apartamento, que la invitaran a sus reuniones y no ignoraran su existencia. Supo entonces que su alma seguía siendo negra.
Se fue más lejos en el futuro inmediato e imaginó a Regina en el periódico junto con el relato de los hechos. Seguramente saldría en televisión, pasarían su foto cien veces, en uno y otro canal, mientras ella sola en su departamento escucharía, a través de la pared, las anécdotas desmesuradas de cómo fue en vida, porque hay quienes sólo por morirse se vuelven buenos.
Otra vez la noticia por televisión, ahora agarraron al despiadado asesino. Y si es que tenía, la voz de la madre. Quizá hasta le dedicarían un capítulo en aquellas novelas donde relataban episodios de la vida real. Él asesino sería recordado, Regina inmortalizada, los dos unidos por una causa fortuita. Victoria musitó – Ellos se llevarán el crédito, ¿y yo qué?-
Al lado de ella, atorado en la llanta del auto, encontró un palo, grueso, oportuno, llamativo. Lo tomó con firmeza y se levantó lentamente. Quería grabarse el momento en que principiaría el fin. Ya no permitiría que Regina impusiera una lejanía inexorable entre las dos.
La víctima gritó ahora con fuerza, su terror se apoderó del callejón. Con los ojos desorbitados Victoria dejo caer con maestría su instrumento, dio un golpe tras otro, eufórica, loca, con carcajadas histéricas. Más gritos de súplica, ahora otro era espectador. Por fin era parte de la historia.
Los golpes seguían cayendo, la sangre salpicó su rostro, reía, gritaba ¡yo me llevo el crédito, es mi historia, es mía, es mía! Los huesos crujían, a cada golpe destrozaba articulaciones, la cara se desfiguraba. Finalmente propinó el último. Profirió una exclamación triunfal cuando el cráneo se partió y la masa encefálica se derramó por el piso. Victoria se dejó caer exhausta, de rodillas, ahora lloraba.
Todo había acabado, Regina en el apartamento, en su vestido rojo, con su frase cruel, indiferente, con su cuchitril finamente acomodado. Por fin sentía la libertad de un ave que acaba de escapar de una jaula, con las manos ensangrentadas, la mente en blanco. El triunfo era suyo.
Victoria exhaló un suspiro de alivio. Ahí estaba el testigo de su retorcido fin. Quedaron frente a frente, con las bocas temblorosas y, como debió ser desde el principio, recibió la esperada palabra: gracias. Ella respondió con altivez, -muy bien, Regina-. Victoria estiró sus brazos. Levantó a Regina y la abrazó sin fuerza. Quería acercarse a su oído y decirle: tu belleza perecerá con la mía, bajo el yugo del tiempo, sin ser inmortalizada, con la piel ajada y el cuerpo encorvado. Tú me recordarás y yo te olvidaré para siempre a partir de hoy. ¿Verdad que decir gracias es muy fácil? Pero sólo Regina repetía: ¡No lo puedo creer, me salvaste, me salvaste! Victoria sintió su vulnerabilidad y eso la asqueó. Con desprecio se zafó y ahí, por fin, la abandonó en ese callejón. Jamás la volvió a ver.
Caminó con galope victorioso, como su nombre, y se perdió entre la noche. Así escuchó las primeras palabras de un nuevo fin: -¡si te salvé, te salvé y te jodí¡