“Los conjuros dejaron salir a los demonios y ahora nadie sabe cómo podrán regresarlos al silencio”.
El príncipe
Erase que se era, que en buena hora sea, hubo una vez una princesa que no sabía amar, custodiada por dos dragones: Orgullo y Temor; iba por el mundo en busca del príncipe capaz de liberarla de sus captores. Un día decidió que se iría definitivamente y empacaba: zapatos rojos para bailar a morir, zapatillas de cristal para dejar rastro; caperuza roja para correr con lobos; manzanas de la discordia para sembrar zozobra; el casco de Atenea para cabecear los golpes. Dejaría: la espada inerte clavada en la piedra; la cabeza de su madre que al mirarla la petrifica; la calabaza inútil que se avería a las 12:00; el espejo traicionero que eventualmente encuentra a otra más bella y como es ecologista reciclará “Había una vez…” las veces necesarias.
Después de mucho buscar llegó a un reino donde vivía un príncipe aletargado, una maldición le durmió el amor, dicen que por 100 años, y así en estrofas de delirio, encerrado en su torre de cristal, daba consejos de amor a quien quisiera escuchar.
La princesa por azar llegó a la torre y por muchos días contó al príncipe su pesar, le habló de los dragones, de su deseo; se entretenían por las tardes contando cuentos (dicen los que saben que en realidad no eran príncipes sino dos cuentacuentos que se enredaron entre palabras). Él, tenía el don de la paciencia, de prever el futuro atrapado en su trance perpetuo, tenía también un amor desmedido por los bosques. Se sabe que su nacimiento fue inusual, hijo del hada que vive en el árbol más robusto y por tanto antiguo apareció una mañana de lluvia colgado de una rama como un pequeño murciélago. Era una mañana compleja con un cielo de vainilla, mañana lustrosa en la que el sol y la lluvia se besan.
Cada tarde la princesa subía por una escalera de caracol hasta la torre de cristal del príncipe, sin saber por qué su corazón se aceleraba en cada peldaño, pensaba era causa de su mala condición. Una bendición era el resultado de subir con precisión esa larga escalera: sus dragones cansados esperaban afuera, así que al entrar al recinto del príncipe, la inundaba la paz, entre la música que siempre alegran esa torre de cristal. Los ventanales están hechos de bloques de hielo que jamás se derriten pero que logran que la luz del sol que se cuela por ellos se descomponga en diminutos arcoíris que adornan el lugar. El príncipe posee un cofre en el que habita una banda completa de elfos que igual tocan rock que sinfonías completas, es el arcón mágico que tiene la música del planeta.
En la torre de cristal hay un diván, está bordado con hebras doradas, en él ella se sienta mientras el príncipe le murmura sus aventuras en países lejanos. La princesa siente como de sí misma surgen hilos tornasol que sólo se miran a contraluz y que abrazan al orador; crecen despacio sin ser advertidos pero con una ráfaga de viento, el minúsculo aleteo de una catarina, o una nota dulce en fa menor, tiembla y se estremece completa, de pie y de frente. Para calmar sus ansias la princesa surca con sus yemas los bordados de oro que abrazan al sillón, se ha percatado, cuentan los juglares, que el bordado es una antigua inscripción: “Aquella damisela que le haga al príncipe profeta el amor con gran pasión, una tarde de verano justo antes de una junta de caballeros, lo hará despertar del largo sueño, pero si su amor quiere conservar, debe amarlo con todo el cuerpo, ser devota como madre y contarle muchos, muchos cuentos que el barón retribuirá, perderse con él en un bosque y abrazar tantos árboles como estrellas refleje el mar”.
Esperó el momento preciso y la princesa se quitó la capa de pudor, con el ceño fijo le dijo al gran señor tras cerrar la puerta de la mansión: “Me temes porque soy justo del tamaño de tus sueños. Soy tu zapatilla, Ceniciento”. Los hilos tornasol los elevaron del suelo y flotando se fueron a buscar un claro de bosque para continuar esa danza de cuerpo y corazón. El príncipe resistió, tardó un tiempo en entregar su corazón. Poco a poco le hizo ver a la princesa que debajo de la piel no escondían nobleza sino a dos daimones antiguos que habían sido separados cuando la ciudad violó al gran bosque. Ellos encarnan el primer símbolo: un árbol de doble tronco cuyas partes desnudas se entrelazaron desde que la vida surgió: demonios y hechiceros al margen de las leyes, de las instituciones, de lo bueno o lo malo. En el mundo de las hadas belleza y fealdad no son fronteras que dividen como las heridas. Brujas y hadas bellas y feas, a ratos bondadosas, a momentos traicioneras. Hechiceras de tez pálida y largos cabellos rubios que bajo su atractivo podían convertirse en cerdas, lobas o yeguas. Podían ascender al cielo vestidas de luna. Inspiradoras de poetas, similares a las musas.
Los amantes mueren por beberse, por surcarse para acabar saciados, comenzar otra vez. Penetrarse, absorber para regresar al origen oscuro, la iniciación más antigua desfallecer, renacer, perseguirse por el bosque en una danza de alejamiento, abrazo perpetuo. Ella se ha vuelto aullido, temblor, se quedó sin palabras la madrugada que recibió la verdadera invocación cuando supo para siempre que sus palabras nunca alcanzarán la oración, comprendió el enorme poder de su demonio, se sintió pequeña, frágil, se sintió suya, mecida por el vendaval de una pasión misteriosa y oscura. Esa dependencia tenue que buscó tanto, la de admitir que aunque puede irradiar su propia luz, sólo el calor del cuerpo de su demonio la hace lúcida, eterna. Balbuciendo regresó al bosque como loba, como planta salvaje; murieron los dragones que eran de cal y cemento, cayeron los cercos, las fronteras. Cuenta un conjuro de brujas que los dos espíritus del bosque entonan cantos salvajes para buscarse y perderse, resurgir en la herida de madrugada o en el abismo del atardecer, mareados, disueltos en el viento, son poder que se expresa en el follaje, sin finales felices o banquetes espléndidos, salvajes, amor en estado puro, aullido, caos que ronda entre las piernas de los amantes, que se enreda entre las copas de los árboles que asciende al cielo o se desliza como caricia hasta las raíces mismas del único bosque.