Foto: Alejandro López
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“Todo es posible en la paz”, decía la frase machacona de la propaganda oficial en la primavera del 68 en México. Mientras, en Ciudad Universitaria vivíamos nuestra utopía. Habíamos logrado un territorio, sobre todo en el ala de Humanidades, Ciencias, Arquitectura y Medicina, con ciertas libertades democráticas donde circulaban propuestas políticas, estéticas y éticas.
Un oasis
La UNAM era un oasis en el desierto. Recuerdo todavía con emoción a Pablo Neruda en el auditorio de Ciencias, donde leyó sus poemas; los conciertos del catalán Raimón en Medicina, y el del compositor Pete Seeger en la Academia de San Carlos. Además, el teatro universitario vivía su edad de oro, precedido por el máximo galardón que obtuvo en el Festival de Teatro de Nancy en 1964 la obra “Divinas palabras” de Valle Inclán, dirigida por Juan Ibáñez.
Los cafés eran centros de reunión para comer o “cotorrear el punto”. Había para todos: la cafetería central con su comida corrida de seis pesos (agua y postre incluidos tacos de guisado de a peso de la terminal de camiones; el comedor de Filosofía con su pésimo café pero atractivo por su atmósfera. Pero la mejor cafetería, sin duda, y por tanto la más concurrida, era la de Ciencias Políticas. La administraba Gonzalo y contaba con el insustituible “Tacho”, un simpático y menudo yucateco que servía en voz alta: “un capuchino para el licenciado”.
En mi escuela, la Nacional de Economía había siempre efervescencia y participábamos en cuanto movimiento era posible. Teníamos la obsesión de “ganar la calle”. Ahí el espectro político era variopinto, pero muy pocos se declaraban abiertamente priistas o progubernamentales. En un extremo estaban “Los tópicos” (una marca de chiclosos que en su propaganda decía “Umm, qué ricos”). Ese grupo era de los pirruris de entonces, hijos de altos funcionarios, magnates de la banca, el comercio o la industria. De ahí salieron un Presidente, gobernadores, senadores y diputados, banqueros, secretarios de Estado y más. Su influencia entonces era marginal. Años mas tarde cuando tomaron el poder, fueron los responsables del desastre que ahora vivimos.
En el otro extremo había un mosaico de posiciones y grupos de izquierda. Desde los cuasi priistas del PPS (pepinos o lombardistas los del PC (comunistas pro soviéticos los Espartaquistas (comunistas la Alianza de Izquierda Revolucionaria de Economía (AIRE) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Economía (MIRE, prochinos y enemigos acérrimos del PC el Círculo de Izquierda Democrática (CID), que eran socialdemócratas, y los trotskistas en sus diversas corrientes, donde estaban generalmente los provocadores y los “tiras” (tiranía o policías infiltrados).
Yo pertenecía al grupo Juan F. Noyola, “Los noyolos”. Nos considerábamos una izquierda moderna, heterodoxa y festiva. Habíamos tomado el nombre de un destacado economista mexicano que se fue a Cuba en 1961 y le enseñó al Che Guevara los pormenores de esa ciencia. Nos reuníamos los viernes en la tarde hasta altas horas de la noche a discutir y evaluar nuestro quehacer. Aunque teníamos afinidad ideológica y éramos buenos amigos, también teníamos nuestras corrientes: “Los bíblicos”, fervientes lectores de Marx y Engels; “Los líderes”, maestros jóvenes muy destacados; “Los gambusinos”, casi siempre vestidos de mezclilla y botas de campo y con una determinación para realizar “círculos obreros”; “La base”, casi todos los integrantes del cine club y que hacíamos de todo, y “Los noyolitos”, de nuevo ingreso; “Las noyolas”, cuatro mujeres aguerridas y simpáticas, y la fracción frívola en la que me ubiqué rápidamente. Además asesorábamos al sindicato de sobrecargos en su revisión salarial, lo que implicaba sesiones de trabajo combinados con inenarrables juergas y pachangas.
Quizá por todo lo anterior, ser joven universitario en 1968 era casi un delito.
Es un nostálgico, uno de esos a los que debemos la democracia que hay en el país. Con esta entrega el autor inicia una columna rumbo al 2 de octubre de 1968.