Terapia a la demencia y la obscenidad
Dice Julian Barnes en Nada que temer: “Cuanto mejor conoces a alguien, con frecuencia peor lo ves (y menos fácil es, por tanto, transferirle a la narrativa). Pueden estar tan cerca que desenfocan y no hay un novelista operador que disipe lo borroso. A menudo, cuando hablamos de una persona muy conocida, nos estamos refiriendo a la época en que, propiamente dicho, la vimos por primera vez, cuando se hallaba expuesta a la luz más propicia -y halagüeña-, a la correcta distancia focal.” Seguramente lo que dice Barnes no es un hallazgo, pero la forma en que lo dice -digna de él- es perfecta. Por otra parte, ¿no tiene mucho que ver con la paradoja reiterada de nuestro paulatino alejamiento de la gente conforme nos vamos acercando a ella? “Tengo a mis amigos en mi soledad / cuando estoy con ellos qué lejos están”, escribió Antonio Machado.
Cuando conocí a Huberto Batis, en 1989, me fue fácil compaginar con lo que observaba cuanto me habían dicho de él. Poco más de veintidós años después, las cosas han cambiado sustancialmente: No dejó de ser un loco, pero no el tipo de loco del que me hablaban; tampoco un erotómano, pero no del modo de su reputación. Huberto Batis es una de las personas más complejas que haya conocido. Por supuesto, no me interesa analizar su complejidad. Lo haría en su defensa, pero no para su taxonomización.
Entonces, ¿qué importa todo esto? Mucho, si algo importa comprender cómo es que la cultura en México ha cobrado forma y ha venido a ser lo que es hoy. Existen seguimientos sencillos: Con sus aciertos y errores -siempre según el color del cristal-, Sábado fue el suplemento cultural más importante, o al menos más influyente, de las últimas décadas del Siglo XX mexicano. El director era Batis. El temperamento, el modo de ser, la energía de Batis son de esa clase rara que impregna cuanto toca. El Sábado de Batis compartía la casi inexpugnable complejidad de su hacedor.
En general aceptamos que la locura es una especie de alterego de la normalidad en boga. Hay normalidad imbécil, irreflexiva, producida por la inercia. Hay locura con método y sentido. Así es la locura Batis y así era Sábado. Batis podía hacer cualquier rareza y aceptar como elemento cultural casi cualquier disparate, pero siempre cuidó la calidad y la fuerza propositiva. De la misma manera, toleraba y celebraba cualquier obscenidad siempre que cumpliera con una intención estética valorable, aún si se le podía encajar en la estética del mal gusto. No había sitio para la locura esnob e idiota del detractor gratuito, tampoco lo había para el pornógrafo calenturiento sin más fundamento que su fundillo.
Cuando hay método en la demencia se pueden asir los componentes de su desorden: En Sábado la primera plana siempre tenía un altísimo nivel, y no hablo de cualquier cosa, a menos que no sé cuántos ensayos sobre plástica de Juan García Ponce u otras tantas traducciones de Pura López Colomé sean desdeñables, sólo por ejemplo. Después había varias páginas que cumplían con lo que cabe esperar de un suplemento cultural completo: cuentos, poemas, ensayos, etc. También columnas fijas de lo más serias, como las de Naief Yeyha, Rafael Acuña o Fernanda Solórzano sobre cine, la de Federico Patán sobre crítica literaria, la de Manuel Aceves sobre Jüng, la de Gonzalo Valdez Medellín sobre teatro, la de Rocío Barrionuevo sobre erotismo, la magnífica región en que Marco Tulio Aguilera Garramuño ofrecía su admirable prosa, y -en medio de un etcétera mesurado- la mía, que alguien calificó de filosófica, supongo que por no saber qué es la filosofía ni de qué trata. También estaba el cartón semanal de Eko, que después fue el de Ero Díaz.
En esas páginas había ciertos brotes demenciales que Batis nunca mandó a lo que él mismo llamaba “las páginas de los orates”. Y entramos en territorio interesante, casi mágico. En aquella época, cualquiera habría tachado de enfermos mentales a Guillermo J. Fadanelli o Xavier Velazco y de aburrido a Nacho Padilla. El caso es que Huberto los mantuvo siempre en la zona seria, severa, del suplemento. No era viejo, pero sí muy diablo y sabía lo que hacía. No hay nada que abundar y no importa para este escrito lo que yo pienso de cada uno de ellos, mis amigos -o amiguetes- los tres.
Finalmente estaban “los orates” con su buen número de planas. Se trataba de gente que escribía cosas completamente fuera de lo usual, sin interés alguno en sí mismas, pero que a fuerza de estar bien hechas y tener uno u otro valor ajeno a la estética o retórica terminaban por ser interesantes, así fuera para ese poderosísimo receptor cultural que es el morbo. Otro morbo, pues el que toca a lo obsceno estaba en todas partes: hasta la más académica nota encontraba en Sábado el rinconcito secreto donde dejar entrever su entrepierna.
Precisamente ahí daba uno con los desolladeros y “El Diván de Sábado”. A estas alturas no deberíamos dar nada por supuesto, pero me permito dar por supuesto que cualquier persona medianamente informada sabe qué eran los desolladeros. Y me lo permito porque sería arduo explicarlo e ilustrarlo. Me contentaré con decir que -para gusto o disgusto de unos o de otros- nunca en la historia de la cultura mexicana hubo tal exhibición de vileza, bajas pasiones, golpes bajos y pérdidas del estilo y la razón como en estos intercambios epistolares que ponían en exhibición la ruindad humana de los más elevados espíritus. Quiero decir, en otras palabras, que si uno se subía al carrusel de un desolladero, no tenía más remedio que desnudar su propia demencia. Los cuerdos -y pocos conozco- lograban contenerse y aguantaban a cara de perro las puñaladas traperas que les llegaban por esa vía. El desolladero era vil y soez en la medida en que los humanos, intelectuales inclusive o sobre todo, lo somos, y corresponde a Batis el mérito de haberlo demostrado.
El Diván, en cambio, era delicioso. En esa vorágine de dendritas tenía que existir una especie de zona noble. La oficina de Batis tenía dos escritorios, algunas sillas, varios archiveros, millones de papeles, revistas y periódicos dispersos por todas partes y un sillón viejo y raído de dos plazas. Siempre había más gente que la normal en una oficina normal donde hace un suplemento normal un señor normal. En el sillón de dos plazas nos sentábamos los que sólo andábamos de visita, o ya habíamos entregado nuestra colaboración y nos habíamos quedado a la chorcha. En el otro extremo estaba Batis lidiando con textos y colaboradores, pero sobre todo consigo mismo. Quienes conocemos desde adentro la neurosis y otras formas de demencia no podemos sino dar testimonio de que en esto de la locura quien más sufre es el loco. Tal cual la lujuria, donde quien más goza el es el pecador obsesivo.
Batis siempre tuvo una pasión secundaria y poderosa por la plástica y es un gran fotógrafo. Lo he dicho en otro texto de hace años: hablar con él es hablar con una lente. ¿Qué podía hacer un demente estresado que siempre se rindió ante la belleza femenina sino sacar fotos a las damas que se sentaban en ese love site que pronto se convirtió en “El Diván”? Muchos colaboradores sabíamos que la cólera batisiana sería menos si íbamos acompañados de una mujer hermosa. Muchas colaboradoras sabían que su texto sería menos maltratado si iban de minifalda. No era una perversión de Huberto: era una respuesta nietzschiana, dionisiaca a su naturaleza: la belleza de Venus aplacaba su aquilea furia, humanizaba su singular manera despiadada de repudiar la estupidez. Porque los hombres íntegramente inteligentes -según mi forma de entender la inteligencia- tienen por motores la demencia y la libido.
En las imágenes de El Diván de Sábado apareció medio mundo. Un par de novias mías me confesaron que les excitaba la “decencia erótica” de esas fotos. Más de un señor muy serio, como Alejandro Aura o Fernando Tola De Habich, salieron en poses lúdicas afeminadas. Hasta mi hijo mayor salió casi en pelotas cuando apenas tenía dos semanas de nacido.
Puede que el Diván fuera la idea brillante de un editor genial. Pero creo en la necesidad como generador de las grandes ideas. Huberto, Sábado, los colaboradores y los lectores necesitábamos ese diván, para terapia psiquiátrica y para la noble y obscena terapia lúbrica. Y gracias a ese diván la locura Batis se volvía una cordura heterodoxa en la que los orates batisianos nos confundíamos para lograr, sábado tras sábado, el suplemento más demencialmente cuerdo que yo haya conocido. Cordura debida al ménage á trois entre la inteligencia, la obscenidad y la demencia.