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Cuando era adolescente, allá por el período silúrico, un docente cuyo nombre no recuerdo, pero que era un alma bienintencionada aunque ligeramente pendejo, tuvo la idea de montar una representación teatral: “El burlador de Sevilla” de Tirso de Molina. Un servidor, que era más pendejo aún, decidió aceptar con la ingenua idea de que en el casting mamarracho se me asignaría el papel de Don Juan. Nada más alejado de la realidad; me confirieron el noble cargo de Catalinón, que no era otro que el sirviente del personaje principal y que decía idioteces como “¡Válgame la Cananea y qué salado es el mar!”. La obra se ensayó durante semanas y fue presentada ante nuestros padres que se tuvieron que soplar a sus retoños vestidos de manera muy extraña, olvidando los parlamentos y tirando la cortina del escenario que si mal no recuerdo era de la abuelita de uno de los actores.

El teatro, lo mismo que su prima hermana la ópera, siempre me ha parecido un espectáculo fascinante. En primer lugar está el factor logístico que supone -Jorge Ibargu%u0308engoitia lo señaló- “pastorear actores, dar créditos equivalentes, reservar hoteles y lidiar con el sistema eléctrico de un teatro desconocido”. En efecto, parecería la labor de un apóstol producir una obra de teatro en la que el señor que hace de mayordomo puede ponerse pedísimo dos horas antes o irse por una alcantarilla, se puede ir la luz o que se abra un sistema de goteras que nadie sabía que estaba ahí en mitad del escenario. Si yo fuera el productor duraría dos días por el ataque a mi sistema nervioso de que todo saliera como debe salir. Un segundo factor es el de estar ante un grupo de señores que uno no tiene el gusto de conocer y se llaman espectadores. Nada me produce mayores escalofríos que estar ante cien personas, contarles algo gracioso y que se me queden viendo como los monolitos de las Isla de Pascua, pero los actores de teatro lo hacen día con día y ésa es la otra notabilidad, porque es muy raro que un señor o señora tenga durante cuatro meses que decir lo mismo, besar a alguien o encuerarse por lo que los entendidos llaman “la rotación de públicos”.

Sin embargo, el tipo de teatro que más llama mi atención es el universitario experimental. Hace unas semanas fui llevado literalmente a rastras a presenciar una obra “para 20 personas”; era una mala señal que no atendí porque como ya mencioné soy ejemplarmente pendejo. Nos sentaron, violando el principio físico de la impenetrabilidad, alrededor de una mesa, que era en realidad un piano y empezaron a ocurrir cosas muy raras, porque raro es que nos sirvan los actores un tecito y luego nos hagan bajar de los banquitos para sentarnos en el piso porque la acción se traslada a la parte baja del piano. Salí convencido de que no entiendo nada y con la firme convicción de que cuando le salgan chichis a las culebras volveré a tales manifestaciones artísticas que, por cierto, nunca son sustentables y viven de subvenciones gubernamentales de “apoyo”. Este último punto es importante, uno asume que existe un público interesado que está dispuesto a pagar el precio de un boleto para presenciar una puesta en escena, mi sistema lógico-deductivo me orienta a pensar que si esta premisa no se cumple pues se cancela la obra y punto, pero no, esto no ocurre debido al sistema de subsidios que hemos creado y que en muchos casos apuntalan cosas sin destino. Por supuesto me hago cargo que él éxito en la taquilla es un indicador relativo (baste ver las cloacas del “Tenorio Cómico”) pero también creo que pretensiones intelectuales inescrutables deberían tener el nicho que les corresponde.

De la ópera ya ni opino porque me van a hacer a palos, simplemente puedo decir que ir a ver a unos señores que cantan como nadie canta, en un idioma extranjero me parece un acto de masoquismo para el que no tengo ninguna disposición. En fin, de cualquier manera ahí está la oferta para el que la entienda y la disfrute que en esencia de eso se trata la vida.

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