Pasear con un equipo de grabación para capturar sonidos es una actividad bastante menos común que hacerlo con una cámara fotográfica o de video. Es cotidiano el uso del teléfono inteligente para registrar cualquier evento en imágenes fijas o en movimiento; lo raro es que nadie filme en una época en la que cada vez más gente parece vivir para publicar en las redes sociales y la inteligencia ha migrado de las personas a los teléfonos. Así como desprecio a quien parece perder existencia si no deja constancia visual de sus momentos (compulsión llevada al paroxismo con el selfie), aprecio a quien sale con grabadora y micrófonos a documentar el mundo sonoro. Es una actividad que ennoblece el alma de quien la practica, refinando las capacidades de escuchar y de hacer conciencia de matices omnipresentes, pero desatendidos en las modalidades actuales de percepción colectiva.
Denominamos como no controladas, en un primer caso, a todas aquellas sonoridades que no se producen en una cabina de grabación diseñada con criterios acústicos precisos y mensurables, tanto de insonorización como de reverberación interna para fijar en un soporte el audio de la voz, música o cualquier otro objeto sonoro, de manera aislada, predecible y controlada. Para todo efecto, un estudio de grabación es un laboratorio para producir y grabar sonido, incluso en el caso de improvisaciones o ejecutantes improvisados. Si la banda está borracha, posiblemente se grabará de manera muy profesional a los muy poco profesionales músicos. El desastre será nítidamente registrado.
Otro caso es el de las grabaciones en exteriores, fuera del estudio, casi siempre vinculadas al video/cine, en el que hay un registro sonoro también especializado y controlado, aunque más a la merced de las variantes auditivas y atmosféricas del entorno. Con todo, si no se trata de un documental, los objetos sonoros a registrar casi siempre están definidos de antemano: diálogos, acciones, pasos, incidentes, ambiente, fondos, etcétera. Las herramientas de captura de esos sonidos serán diferentes a los del estudio, más parecidas o incluso las mismas que las del cazador; pero con la diferencia de que hay un guion y secuencia a seguir en dicha tarea. Y cuando decimos cazador, usamos una palabra precisa, que se refiere al arte de capturar objetos sonoros que implica preparación, suerte, olfato, persistencia, talento, experiencia, habilidad y disciplina, es decir, el acecho que debe poseer todo buen documentalista. En contraste a la imagen de la cacería, la grabación programada y producida es como el cultivo en granja que también tiene su arte y ciencia.
El avance tecnológico también ha puesto al alcance prácticos sistemas portátiles de grabación sonora mediante los cuales, y en todo rango de precios, similares a los de otros aparatos, es posible capturar y archivar audio de alta calidad. Por el costo de un smartphone de última moda se puede adquirir un equipo semi-profesional con el cual, si se adquieren también la práctica y el conocimiento necesarios, se pueden hacer registros bastante decentes. Hay que aclarar de entrada que los micrófonos y aplicaciones de sonido integradas a los móviles todo-en-uno solo funcionan para voz y ni siquiera son comparables a las cámaras integradas a los mismos aparatos. Salvo algunos adaptadores para micrófonos de condensador que se conectaban a tabletas y iPhones o algunos micrófonos con micro USB, por ahora hay que olvidarse de los teléfonos. Quienes hayan adquirido no hace más de tres años alguna de estas soluciones, hoy se ven arrinconados por la obsolescencia programada de estos aparatos que ya no son compatibles con los nuevos modelos, entradas o sistemas operativos, cuya fiebre innovadora apenas disfraza la avaricia de las marcas, para decirlo con peras y manzanas.
Las herramientas mínimas para grabar sonido son: grabadora, un par de micrófonos (o uno estéreo), audífonos, cables, protector contra viento y soporte dual anti-golpes; además siempre se necesitarán y son muy importantes: suficientes pilas y tarjetas de memoria. El sonido más delicioso puede escaparse por no prever ese pequeño gran detalle. Una bolsa impermeable acojinada y con suficientes compartimentos es también muy útil. La grabadora digital idónea, además de los habituales micrófonos integrados para grabar estéreo, debe tener al menos dos entradas adicionales con preamplificador para micrófonos de condensador del tipo XLR. Como los lentes de la cámara, los hay en todos los rangos de calidad y precio; pero de inicio conviene contar con un micrófono estéreo M-S (mid-side) o bien, dos micrófonos que juntos hacen esa función: uno de cañón (boom) direccional y otro con patrón polar en 8. Con ellos se puede enfocar con gran precisión la fuente del sonido y con el otro captar su entorno y coordenadas espaciales. Mezcladas ya después estas dos señales en el editor digital de audio se puede generar una señal estéreo que mediante el ajuste de fase permite ubicar perfectamente un triangulo izquierda-derecha-frente. Existen muchos tipos de micrófonos y patrones de colocación como las X-Y o L-R; pero estoy convencido de que el mencionado es el mejor para empezar.
Los audífonos deben cubrir y aislar completamente el oído y no deben tener potenciadores de bajos. Los de rapero y similares deforman lo que se graba acentuando frecuencias que no están. El monitoreo debe ser lo más fiel a lo que se está registrando. Cuando se graba en espacios abiertos, el gran enemigo es el viento, que causa el famoso ruido llamado popeo y que abarca tal amplitud de frecuencias que en sentido estricto es imposible de filtrar, por ello se deben cubrir los cabezales del micrófono con dispositivos especiales. Los más eficaces son los llamados gatos muertos, que son esas cápsulas rígidas cubiertas como con piel de animal peludo. Los protectores como de hule espuma solo funcionan con corrientes leves de aire: pero con aeronazos, ni los primeros son efectivos al 100%.
Los suspensores son una herramienta muy útil para eliminar golpes directos sobre la carrocería de los micrófonos, los cuales son también notorios e imposibles de quitar sin dejar huella. El camino del aprendizaje es largo y gozoso; pero vale advertir que siempre hay que escuchar lo que se está grabando y verificar algo tan obvio como frustrante si se descuida: que la grabadora no esté en pausa.
Armados así, partimos a buscar la singularidad acústica de cada lugar. Constataremos que los motores de automóviles y los altavoces con música pop resultan elementos recurrentes y cada vez más ineludibles en todos los paisajes sonoros. “Son como la Ketchup del sonido”, me dijo una vez José Iges.
Las bocinas omnipresentes saturan el espacio con unos cuantos patrones de producción musical y radiofónica que en el mejor de los casos hacen valer cierta localía frente al cuatro por cuatro de electropop y sus variantes lounge; pero que solo sustituyen esa monotonía por otra igualmente apabullante. Monitorear un micrófono sensible también nos remite a los ruidos de nuestro propio cuerpo: respiración, pasos, ropa y brusquedades motrices. Ofrece de inmediato una reflexividad sobre el propio cuerpo y su materialidad, sobre nuestra voz y participación en el barullo, sus chasquidos y siseos, y el extrañamiento que todos experimentamos cuando nos oímos hablar captados desde otro punto que no sean nuestras orejas. ¿A poco ése soy yo? ¿Así sueno? Pero también: ¿Ése es acaso mi mundo? ¿Es esa olla o florero otro tipo de campana? ¿Esa máquina es mi casa o esa orquesta mi colonia?
La oportunidad incluso de reconocer y mirar de nuevo la vida diaria después de que los oídos nos revelaron otros detalles que ahí estaban, en la penumbra y en la sordera. Escucharnos en los audífonos
es una terapia alternativa para un tipo de discapacidad auditiva no fisiológica y sí cultural, por la que nos hemos vuelto insensibles a la riqueza sonora de la existencia y a sus fuentes de empobrecimiento, entre ellas, también y muy especialmente El Habla que se descubre al reproducirse llena de muletillas, lugares comunes, sobrentendidos y puntos suspensivos que remiten a los gestos y manoteos. Asistimos tanto al gozo como a las penurias de la voz: sus sellos pintorescos e idiosincrasias, acentos y musicalidades latentes, los énfasis y las foniatrías particulares; pero también los monólogos entrecruzados, la agitación y dispersión, el a-mí-no-me-grite-porque-yo-hablo-másfuerte, el parloteo compulso y el cuchicheo impertinente que enredan las frágiles lianas del sentido. Y luego por qué nos extrañan el persistente malentendido y la frustración que generan. Los cabos y deshilaches de la
palabra ajena se amarran con la impaciencia y la soberbia, la sordera al fin, para conformar el coctel del conflicto o la deportación del otro a los abismos de la estupidez humana.
Desde tiempos ancestrales la apertura auditiva acompaña a las técnicas más diversas de meditación como una manera de mejorar el contacto consciente con la realidad y el entorno impregnando al escucha de su polifonía, continuidad y belleza aleatoria. Esa música integral, microtonal, polirrítmica,
multifocal e ilimitada de la vida es accesible a cualquiera que se dé el espacio vital necesario para percibirla, solo que hay tal condicionamiento hacia patrones musicales estandarizados que raramente nos damos la oportunidad de disfrutar esa otra música liberada de la partitura. Y no solamente hablamos del coloquio de las aves, las campanas o los murmullos del agua, manifestaciones ya socialmente codificadas como agradables -incluso para merecer, hace ya tiempo, ediciones fonográficas-, también los pasos en una escalera, un afilador de cuchillos y no solo el silbato que lo anuncia, incluso el poderoso paso de una locomotora o unos frenos de aire, que pueden resultar una experiencia estética o de apertura que legítimamente podemos llamar espiritual. En este sentido, unos audífonos y un equipo de grabación de alta fidelidad que exalten las cualidades del entorno audible resultan un facilitador técnico para entrenar el oído a situarse, sintonizarse diría Murray Schafer, en esa receptividad.
No digo que esto no pueda ocurrir con una cámara; pero cuando gracias a la grabadora, la dictadura de la mirada cede en su compulsión por recortar y enmarcar los objetos, la exterioridad sonora desborda el cuadro y surge casi automáticamente una suerte de transvaloración de la escucha por la cual aquello desafinado, inarticulado e impredecible llega a ser deleite, al tiempo que por contraste los predecibles patrones musicales que emergen de los altavoces se tornan asediantes, y otro tanto los motores que parecen contener la angustia frente a lo salvaje. Una conversión por la que nos oxigena lo singular y nos ahoga el señuelo de lo civilizado y la habitual tranquilidad de que no muy lejos debe estar abierto un mini-super de conveniencia.
Esta sensibilidad que acepta todo ruido en el reino de lo musical, ampliando su campo a la totalidad de los sonidos posibles, hermana a sensibilidades tan diversas como los microtonalistas Julián Carrillo y Wyschnegradsky con Luigi Russolo o John Cage, la escuela concreta de Pierre Schaeffer, especialmente su insurrección mundana protagonizada por Luc Ferrari, o la ecología acústica de Schafer y Barry Truax; y también es común a Tony Schwartz, figura de quien muy especialmente quiero hacer aquí mención, y su extensa documentación sonora de Nueva York. Publicista, teórico de la comunicación, radioasta y, especialmente, documentalista sonoro. Con la notable paradoja de padecer agorafobia y ser pionero en haber sacado los micrófonos a la calle (y habría que profundizar en esa relación) resulta una de las figuras de referencia para todo cazador actual de sonidos y los mapeos sonoros que hoy encontramos en sitios como stuffinablank. com o soundcities.com, si bien su legado va mucho más allá: en sus libros The Responsive Chord y Media: The Second God, escritos en los setenta, ya advertía la inminencia de la comunicación en red y multimedia que requerirían crear nuevas narrativas. Recibieron la admiración de Marshall McLuhan y sugiero que sus profundas y visionarias consideraciones están impregnadas de esa conciencia auditiva que solo miles de horas de registro sonoro hacen posible.
Aún desde la frívola consideración de que grabar sonido no está, sino que podría ponerse de moda, la sustitución de una cámara por un micrófono, de la vista por el oído, tal y como lo hizo de manera pionera Schwartz, nos invita a un campo menos saturado y en donde el narcisismo masificado de hoy no encuentra tantos espejos para multiplicarse. Incluso las redes sociales basadas en el audio, como SoundCloud o Bandcamp, parecen más orientadas a compartir creaciones musicales que voces, ruidos y paisajes sonoros. Y el podcasting, que es un espacio para narrativas cuasi radiofónicas, de sus producciones una ínfima parte no es: o música o texto hablado. Aunque los espacios para Escuchar al mundo en Internet siguen siendo especializados, ya hay los suficientes para perderse horas. Ser un audiómano es pertenecer a esos clubes virtuales en los que la membresía todavía otorga cierta distinción.