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Cuando era niño, el teléfono era un aparato sólido, robusto como una caja fuerte que tenía un disco con diez números y un cable que invariablemente se enredaba hasta la asfixia. Por supuesto era fijo y su portabilidad era una función del largo de ese cable enredadizo. Las llamadas en mi casa eran de dimensiones variables pero normalmente cortas para decir cosas como: “no se te olviden los chiles cuaresmeños” o “¿la tarea de Historia era sobre la vida de los doce Césares?”.

Este sencillo modelo se fue con rumbo directo a la chingada en el momento que se inventó el teléfono celular en el no tan lejano año de 1973. Varios son los efectos perniciosos de este avance que hoy padecemos día con día… Veamos.

No tengo la menor duda de que los celulares acercan a los distantes pero alejan a las personas que están cerca. Para ello basta asistir a cualquier reunión, comida o cena y observar atentamente a los circunstantes. Lo que encontraremos es que absolutamente todos están entablando comunicación con seres humanos que se encuentran a varios kilómetros y no con las personas que los rodean. Algunos utilizan su teléfono y dicen: “¿Luis? ¿Qué haces?”, que es limpiamente una de las preguntas más pendejas que he oído, otros empuñan su blackberry y empiezan a darle a la tecla con un fervor digno de mejor causa. El caso es que un servidor, que utiliza una modesta basura, se siente tan solo como un priísta en la Universidad.

Un segundo problema es el de los que genéricamente se conocen como geeks que para mí no son más que un puñado de señores y señoras que nacen, crecen, se reproducen y mueren hablando de una madre que se llama “aplicaciones” y utilizando términos como “interfase” o “conectividad”. Hace unos días fui a casa de unos queridos amigos a ver el futbol y pasé dos horas fascinantes tratando de descifrar una plática inescrutable sobre el tema. Hubiera dado lo mismo que mis compañeros de tertulia hablaran rumano o alguna lengua muerta… me aburrí como un ostión. Estas jergas posmodernas provocan mutismo funcional y la sensación de viejo que ya no entiende nada al ser vencido por el avance de los años y la tecnología.

Otra maldición del celular se relaciona con lo que los clásicos llaman “el don de la ubicuidad”. Apagar un celular es motivo de suspicacias múltiples que normalmente, dado que los mexicanos tendemos a pensar lo peor, se asocian con adulterios, francachelas romanas, mentiras y problemas. Frases como “es que estaba en vibrador ” o ” se le acabó la batería” son excusas emergentes que se dicen con frecuencia creciente ya que uno siente una culpa digna de mejores causas. No entiendo cuál es la ventaja de estar siempre localizable y sí percibo profundos problemas que se relacionan con llamadas a deshoras de algún mando superior o, peor aún, el uso de un celular en estado etílico ya que es ampliamente sabido que en esos momentos se le llama a la novia de juventud, a Bangok Tailandia o a un amigo para llorar penas. Conozco gente que antes de empezar la tomadera encarga sus celulares para evitar desaguisados.

El último problema del uso y abuso del celular se relaciona con la vía pública; hace unos días fui el mudo testigo de cómo una vieja chota en camionetota llevaba en una mano un cigarro que a su vez tomaba el volante mientras en la otra portaba un teléfono al que le pegaba de gritos. Inicié rogativas por que no se matara y me llevara de corbata en el percance y entonces me quedé pensando que la gente cuando va en el coche en estos tiempos considera un “tiempo muerto” lo que ahí sucede y es por ello que toman el celular e inician largas llamadas en las que relatan cosas como que el tráfico está pesado en avenida Mosqueta o que acaban de ver un accidente. Este es un fenómeno consuetudinario que seguramente incrementará las ventas del señor Slim y la tasa de accidentes nacional, que por cierto no es menor. En fin, nuevamente receto una diatriba de anciano, pero cada vez con mayor certeza de que lo soy… qué se le va a hacer.

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