El triunfo de “Gravity” en los Oscar me trae emociones encontradas: como compatriota me alegra por Cuarón y Lubezky, pero me entristece por el músico tijuanense Fernando Corona, quien ha hecho un nombre en la escena internacional de la música electrónica con los alias de Murcof y Terrestre.
Meses antes alguien enterado me platicó que Murcof originalmente fue considerado por Cuarón como el encargado de la música para la película, pero que Warner Brothers lo habría bateado. Hay rastros de estas versiones en las redes sociales, pero nada oficial.
Y cuando digo que me entristece, no es solo como compatriota, sino más bien como apasionado del sonido. A contrapelo de la impresión general, empezando por el jurado de la academia no siento que la música de Steven Price sea la gran cosa. Valoro un trabajo de gran calidad, incluso impecable en sus parámetros, pero encuentro precisamente en la música bajo esos parámetros el factor decisivo que fija a la cinta en la órbita de Hollywood en lugar de lanzarla al firmamento de la historia cinematográfica.
Con el alter ego de Terrestre, Corona ya había realizado la música de la película “Nicotina”; pero es como Murcof y con el original reciclamiento digital de la música académica contemporánea que lo
caracteriza, como creo se hubiera acercado a imprimirle al filme una resonancia realmente especial y sobre todo espacial.
No deja de llamarme la atención que es justo en estas dos categorías: sonido y música, en las que, para el jurado, la obra mereció otras dos estatuillas. Se le reconoce así, el haber alcanzado una integración óptima, lo cual parece francamente de necios poner en duda. Pero, como buen necio, cuestiono hasta qué punto se necesitaba una notación musical orquestada.
Siento que un planteamiento plenamente congruente con la propuesta visual, descentrada, sin arriba y abajo hubiera prescindido de los andamios narrativos de las escalas musicales para explorar las transformaciones espectrales en los ruidos de ese espacio flotante, abismal. Sin los amortiguadores musicales que nos mantienen en el territorio de la ficción es posible que la experiencia se cuadruplicara en vértigo. Con esa otra música posible de los ruidos y los silencios, ya indistinguible del diseño sonoro, enrarecida casi como la termósfera en la que ocurre el relato cinematográfico, es muy probable que la película hubiera agudizado sus filos y se tornara una vivencia mucho más desafiante, incómoda y exigente para muchos, pero de una mayor fuerza estética.
En lugar de esa musicalización hubiera preferido que incluyeran Dramamine en el combo cuates, pero eso sin duda hubiera castigado la taquilla y creo que en ese sentido mercantil era mas viable desde la producción ejecutiva pedirle a un músico del sistema como Steven Price que se soltara las greñas, que controlar a un lobo estepario como Murcof.
La propuesta gravitatoria me parece deslumbrante y novedosa de varias maneras, empezando por la reinvención de Sandra Bullock y en especial porque literalmente juega con los sentidos de la palabra “suspenso”. La pantalla se vuelve redonda, incluso por momentos esférica, pero la música no escapa del todo a la presión de la codificación y hegemonía estética impuesta por un gremio perfectamente apoderado de su nicho laboral. Son los creadores de “film scores” con armonías y dotaciones instrumentales tan estandarizadas que comprenden frases hechas y predecibles que más que sugerir nos imponen qué sentir y qué pensar: nótese atolondrado espectador que esta escena es de amor, y en esta otra, persiguen a nuestros héroes y si los alcanzan ya todo valió madres…
¿A alguien le ha tocado oír un ominoso cuarteto de cuerdas en un asalto, o lo que es lo mismo, cuando llama a la puerta un auditor del SAT? ¿No, verdad? ¿Entonces por qué, además de los truenos, olas y crujidos de un galeón, cruce de espadas y gritos, escuchamos una orquesta durante toda la escena? Una cosa es el ensamble de cuerdas del Titanic, que es parte de la historia, pero otra es que los directores se las ingenien para que en un submarino fisurado por la presión quepa una orquesta con todo y contrabajos, tubas, contrabajistas y tubistas; lo mismo puede ocurrir en la cabina despresurizada de un jet, en la cima del Himalaya o en un campo de batalla medieval antes de la invención del timbal. Como si toda la historia de la cinematografía posterior a 1927 quisiera reparar las tres décadas iniciales del cine mudo.
Ciertamente hay una literalidad absurda en este reclamo, una petición de realismo extremo que busca despojar a la industria cinematográfica de su carácter ficticio, de su pertenencia a las tradiciones del drama escénico y sus diversas formas en las que es recurrente la presencia figurativa de la música. Sería algo así como olvidar que las largas escenas de cantos y bailes en el cine mexicano provienen del teatro de revista. El discurso musical nunca se ha conformado con ser protagonista omnipresente en el drama y comedia musicales, y esto mucho antes de sus adaptaciones a la pantalla.
Mas no cuestionamos aquí a la música pautada en sí misma, sino que su presencia sea tan mecanizada, como subordinada y poco significativa. Una marca distintiva del cine de autor es cuando el lenguaje musical crea sentido en su juego con la imagen. No está por default, no está porque sí o para que no se sienta vacío, es la misma crítica en la tendencia a siempre usar fondos y camas musicales en la radio.
Hay muchos ejemplos: David Lynch, Tarkovsky, Jarmush, Kurosawa y por supuesto Kubrick: recordemos el papel de la música en “2001: Odisea del Espacio”: los infinitos pedales corales de Ligeti que llegan más lejos que las imágenes para sugerir el viaje por el espacio-tiempo o los timbales y fanfarrias de “Así Hablaba Zaratustra”. Creaban por sí misma toda una atmósfera de narrativas, conceptual, sensorial. Pero en la cadena de producción en serie, ¿quién necesita el arpa en la escena mágica? Pues el arpista del sindicato de músicos de la industria cinematográfica de California que debe pagar la hipoteca de su casa en Santa Barbara. Rebasado ya por 12 años ese futuro imaginado por Clarke y Kubrick, uno esperaría que una nueva película de trayectoria orbital tuviera una propuesta musical lanzada hacia adelante.
Pero la pantalla es efectivamente imitada por la realidad: con el despliegue de la modernidad también asistimos a la sobremusicalización de la vida diaria y de muchas de sus representaciones artísticas. Música en todos lados, sobrepuesta a la que emana de los objetos y de la vida misma. Música codificada y domesticada en estructuras y modos predecibles.
La plaga de sonideros, antros, perifoneos, tiendas, mercados, bafles a media banqueta con botargas o animadoras parecen todavía el eco amplificado, reactivo y ya netamente canceroso de esa precariedad confortable, distintiva de lo humano que durante milenios ofreció la música frente al ruidero indomable del mundo natural.