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domingo 22 diciembre 2024

Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad de Internet (III)

por Daniel Iván

Valdría la pena, en alguno de esos recesos que se da el conocimiento humano para contemplarse a sí mismo, realizar un sondeo -un exit pool, como si uno pudiera ponerse fuera de lo que cree saber- y preguntarse si hay alguna implicación de la unidad semántica que no incluya la idea primaria que hasta ahora hemos llamado “representación”.

Teóricamente, toda sema es la representación de un significante y es al mismo tiempo la representación de lo que una individualidad (usted por ejemplo, amable lector) piensa de él. La sema es al mismo tiempo universal e íntima, en la medida en la que el habitus, el prejuicio, la experiencia y todos esos ribetes que le atribuimos a nuestra personalidad la afectan, y en la medida en la que esa afectación no le quita ni le aporta nada en su estado neutral, inactivo. Un significante, por decirlo así, solo es transformado cuando está en uso y es esa su utilidad fundamental; sin embargo, inane y neutral es asimismo representación, evocación de sí mismo.

Esta naturaleza de la sema es menos susceptible de ser importante cuando lo representado es circunstancialmente irrelevante -por lo menos, en lo que se refiere a su estado inane-, como ocurriría en el caso de la idea “pipa”. Habrá semas que al lector le parezcan relevantes per se, por ejemplo la unidad semántica “religión” o “historia”, pero no hace falta indagar demasiado para comprender que pipa, religión e historia tienen un mismo peso semántico en su estado inactivo y que basta con que alguien las ponga en movimiento para que, provistas de sentido, se decanten por generar tensión en torno a su significado (piense el lector en Magritte quien, con una frase tan sencilla como “ceci n’est pas une pipe” -esto no es una pipa, escrito debajo de la representación inequívoca de una pipa- generó toda una concatenación de tensiones semánticas que le llevaron desde a ser analizado por Foucault hasta a ser idolatrado por las señoras nice de Coyoacán, que se compran playeras y bolsitos con su ocurrencia).

Uno de los problemas más graves de la representación es el de la representación inequívoca. Vale la pena partir de la premisa de que no todo objeto de representación busca o puede aspirar a ser entendido como una representación inequívoca, y esa fue la base para la idea de “progreso” en las técnicas ligadas a las artes ilustrativas y a las artes en general. A una parte muy grande de la academia ligada al arte le ha preocupado desde los albores de la historia que la representación sea lo más fiel posible al objeto representado, ya sea por un mero afán de trascendencia -por ejemplo, la idea de que la memoria está ligada al recuerdo de los eventos o sujetos en todos sus detalles y facetas- o ya sea por un anhelo ideológico y purista -por ejemplo, la idea de que entre más fiel es la representación de un objeto, más contribuye a su análisis y comprensión acuciosa. Incluso, este afán de “fidelidad” como ausencia de error en la representación ha forjado en mucho las características del gusto preeminente en más de una época, como veremos más adelante, e incluso se ha impuesto en distintos momentos (y ha sido obviamente disputado en otros) como “valor estético”; aunque deberíamos recordar que la estética como disciplina filosófica está basada más en el análisis que en la nomenclatura de “valores”, lo que es más propio de la ideología en su forma más vulgar.

Por supuesto, la cultura análoga puso en tensión esta necesidad al situar la representación “fiel” y “mecánica” como virtud central de su existencia: desde la fotografía hasta los instrumentos de grabación de sonido, la exactitud de la representación (que no en balde ganó pronto para sí el término de “reproducción”) no solo se impuso como una “necesidad” estética de la cultura análoga sino que definió en gran medida el curso que seguirían los desarrollos técnicos y tecnológicos ligados a su existencia. El ámbito del pensamiento humano pronto reclamó para sí ideas que reflejaban la transversalidad cultural de este punto de vista: la idea de la “alta fidelidad” y de la “exactitud fotográfica” permean aún hoy el imaginario colectivo y no resulta aventurado decir que constituyen para ciertas clases medias incluso ideales estéticos per se.

Lo más curioso es que este afán lleva implícita su negación. No hay objeto de representación que no sea subjetivo en relación con el objeto representado, ni hay reproducción que pueda presumir de ser “el original”. De hecho, la idea misma de la representación lleva implícita la concepción de la analogía (“que discurre en relación a…”, “que es como…” “que representa discursivamente a…” -sin ser éstas definiciones que agoten las posibles implicaciones de la idea de “análogo”). De hecho, la analogía es en principio una de las motivaciones de la representación desde la antigüedad clásica; la representación solo es posible basada en una ausencia: la del sujeto u objeto representado. El arte en principio no es nada en sí mismo sino el discurso algo ausente.

Sin embargo, la cultura análoga definió con bastante claridad lo que quería decir cuando se apropió del término: existe un original y este objeto es su representación más cercana. No hay duda a ese respecto: el objeto análogo que poseo NO es el original, sino la copia más perfecta que la tecnología disponible y mi propio presupuesto me permiten poseer. Así, el objeto cultural análogo delimitaba su valor no únicamente en lo que definía su materia (la calidad del papel o del vinilo en el que estaba impreso, por ejemplo) sino en la calidad de la captura; es decir, la fidelidad con la que había registrado el momento tanto como la que ese registro reproducía. Quedaba claro que la fotografía no era el sujeto representado, tanto como el disco LP no era John Coltrane tocando en la sala de nuestra casa. Quedaba claro también que una fotografía impresa en papel de segunda no era lo mismo que una impresa por el método de emulsión de gelatina y bromuro de plata; así como un casete pirata comprado en el Chopo, por más que uno lo atesorara al ser la única copia disponible, no sonaba igual que un disco importado producido en vinilo de alta densidad.

En su naturaleza objetual, el producto análogo tenía implícita también una carga semántica de variables económicas e incluso políticas (no habrá melómano mayor de 40 años que no dé testimonio de las dificultades impuestas por el estado para la importación de discos, particularmente en la Latinoamérica de las cuatro últimas décadas del siglo pasado) lo que hacía su existencia aún más compleja e incluso le dotaba de un grado de atesoramiento inusitado.

No resulta difícil comprender cómo del objeto cultural análogo surgían vastos y concienzudos coleccionistas, metódicos clasificadores, aún más metódicos falsificadores, y cómo muchos de esos objetos son considerados de culto aún hoy . En la cultura análoga se generaban dependencias e independencias que giraban en torno a la posibilidad de quedar registrado; así, las discográficas o las editoriales no solo disputaban un campo semántico colonizado y descolonizable, sino que procuraban el registro cuantificable de realidades y flujos culturales que de otra manera podían quedar vedados para la posteridad. Huelga decir que muchos de esos flujos en la realidad quedaron sin registro, aunque sea debatible si por ello quedaron sin posteridad.

Esta guerra semántica, fácilmente identificable como la más básica e inmediata en tanto se debatía en el campo de lo objetual -es decir, en el corazón mismo de la cultura análoga-, dio lugar a otras más complejas. Esta complejidad no fue necesariamente un “objetivo” en principio para quienes se involucraban en el asunto, sino más bien fue una consecuencia inusitada de la inclusión de un símbolo fácilmente reproducible (el objeto análogo) en un campo semántico, el de la guerra, que se encontraba en el centro mismo de la política y de la construcción de los Estados “modernos”, y que pasó de ser un elusivo instrumento de control a ser el centro de la práctica estabilizadora y del diálogo del Estado-nación con sus interlocutores y, muy particularmente, consigo mismo. Llámese propaganda o adoctrinamiento, el objeto cultural ligado a los discursos estatales o a las maquinarias político-ideológicas tuvieron durante el siglo XX un florecimiento inusitado, y permearon las formas de la cultura y de la creación de mensajes de una manera que, aún hoy, es escalofriantemente clara y presente en casi todos los niveles de la vida cotidiana.

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