Es cosa sabida que entre los postulados de toda doctrina política que se precie de serlo se debe incluir una definición plausible, clara y sobre todo épica del enemigo.
Plausible, porque el enemigo tiene que estar a mano, resistir los embates de la suspicacia (donde la haya) que pretenda negarlo, normalizarlo o aún incluirlo, debe ser real y aún asumirse a sí mismo como antagonista; es decir, el enemigo debe ser ante todo discernible de la manera más fácil posible y confrontable (incluso confortable) dentro de los límites de los sumarios ideológicos. Clara, porque no hay nada que le venga mejor a la política que una territorialidad a prueba de ambigüedades; un “ellos” y un “nosotros” que no albergue lugar a dudas y al cual referirse cuando haya que pasar lista o saldar cuentas. Épica, porque sin épica no hay relato de la política como engaño; no se puede hacer historia o aspirar a hacerla si lo que hacemos figura apenas en los anales del montón, ni si la empresa a la que nos enfrentamos carece de un carácter casi universal, gigantesco, trascendental, civilizador o transformador del futuro.
Es bien sabido también que sin esa caracterización del enemigo los discursos tienden a carecer de encanto, principalmente porque el terreno en el que se mueve mejor la discursividad política es en el de la polarización. Es en la polarización donde el carácter doctrinario y particularmente el contenido axiomático de las ideologías funcionan de manera más automática y, vale la pena decirlo, de manera más perversa.
Es imposible olvidar el carácter movilizador de la acción política, al menos en lo que se refiere a su ideal, a lo que se espera de ella. Pero sería también imposible olvidar el hecho de que en la historia del Estado moderno ese carácter movilizador y su posibilidad le corresponden casi en exclusiva a la acción política fuera del Estado y particularmente fuera de las lindes de la carrera política; es decir, a la acción política desde la ciudadanía -entendida ésta, por supuesto, no únicamente en aquello susceptible de encerrarse en la idea de “sociedad civil organizada”-; o, dicho de manera más clara, a la acción política que dota al individuo del carácter de ciudadano. Esa acción política dista mucho de circunscribirse a lo que nuestros buenos libros de civismo de la escuela primaria nos endilgaban como responsabilidades y derechos (ya se sabe: vota, barre el frente de tu casa, paga tus impuestos, respeta a las autoridades, protesta cuando haga falta -civilizadamente, si me hace usted el favor-, sino que se imbrica particularmente porque la conformación del Estado moderno -cuya construcción de poder atiende ya no únicamente al poder estatal central sino también a los poderes corporativos que, en su mayoría, trascienden al Estado-nación y se sirven de él- obliga a una sofisticación de los recursos y a una revisión constante de sus campos semánticos.
Probablemente, como asumía Foucault, una de las principales tareas políticas no sea la de sostener ideologías sino la de desarmar los significados de la cultura y de la construcción de poder, incluyendo aquellos propios de las ideologías. Más allá de las meras significaciones y de los enunciados que les son propios, resulta muy difícil dejar de caracterizar a los individuos que conforman el Estado moderno como a una élite (o si se quiere ser más provocador y proto-marxista, como a una burguesía), sin menoscabo de lo diestros o zurdos que se proclamen, y con ello dotarles también del conservadurismo reaccionario que, ay, cabría esperar de ellos. Esperar una acción política transformadora y movilizadora desde esa esquina, la de la clase política toda, es como esperar que los marcianos lleguen ya y que lleguen bailando el chachachá.
Una de esas formas sofisticadas de la acción política, hoy, está basada en la idea de los flujos de información y, particularmente, en la creación y transformación del imaginario social no solo distante de las ideologías sino incluso opuesto a ellas como delimitación semántica. Frente a una conformación del Estado (bautizada con el rimbombante nombre de “democracia” y con el barroco apéndice de “participativa”) que se vende a sí misma como su propio pináculo, como el fin último e insuperable de la acción política y del desarrollo de las sociedades, vale siempre la pena recordar el carácter transitorio, susceptible de ser superado y, sobre todo, deconstruíble (distinto de destructible, y por mucho) de toda convención social.
Probablemente uno de los disparates más aplaudidos del pensamiento humano moderno sea el de atribuir la transformación social a una acción volitiva de las personas (¡ándele, vamos a hacer la revolución!) y no caracterizarla como lo que es, una propiedad sine qua non de las sociedades y de prácticamente cualquier forma de asociacionismo o de colectividad que no necesariamente es deseada o voluntaria y que, como apuntaba Derrida, de hecho nunca lo es; que cambiamos por nuestro carácter inmutable, que nos movemos por estasis. Incluso la tensión entre acción volitiva y acción coercitiva, aún cuando intrínseca a cualquier análisis más o menos serio, parecería constantemente negada por el discurso ideológico, que se empecina en prometer futuros sin conflicto ni injusticia si nos atenemos a su letra o, peor aún, a su praxis asesina. Parece por lo menos necio que hayan hecho falta el siglo XX, Foucault y Derrida para hacernos ver que, como están las cosas en el plano de los significados, o la cosa es a la fuerza siempre o es poco probable que sea en absoluto. Por supuesto, el no ser en absoluto sería, en todo caso, el anhelo de la deconstrucción1; que dejemos de debatirnos entre libertad y autoritarismo sería -y ha sido, desde la antigu%u0308edad clásica por lo menos- el anhelo de la inteligencia.
Una semántica del Estado parecería el fin más alto de toda ciencia política y, sin embargo, no lo es. Por el contrario, la ciencia política no ha hecho sino establecer ontologías arbitrarias, separaciones ficticias (entre Iglesia y Estado, entre sector privado y público, entre izquierdas y derechas, y, particularmente, una preeminencia de lo ideológico/discursivo que parece venirle muy bien al horror en el que se ha convertido el ejercicio de la autoridad y del gobierno; particularmente, del horror en el que en cada caso, sin importar colores o sesgos ideológicos, se convierte el manejo del disenso y de la disidencia. Toda deserción y todo disenso son en principio una acción política y en principio la única posible2; y cada acción política es, pues, una salida del corpus del Estado, del andamiaje semántico de la inmovilidad y lo inamovible; una toma de distancia de esa corporación que hoy es el Estado y del estatus que hoy guardan, en ese Estado, las ideas.
¿En qué momento deja de ser el Estado una corporación? ¿En el momento en que se declara rojo, revolucionario o de izquierda, que le valdría tanto como declararse sacro, angélico o divino? ¿En el momento en el que las mayorías estallan en aplausos? ¿En el momento en el que toda posibilidad de inteligencia sucumbe a la unanimidad? Más allá de que mi opinión sea que no existe marcha atrás en ese proceso, lo cierto es que los límites del Estado como corporación están comenzando a dibujarse justamente en lo discursivo, en lo que podría caracterizarse como la fatiga del discurso, lo que tiene un caldo de cultivo reconocible en la digitalia: la viralización del discurso político y el meme como resumen imposible de las unidades semánticas o, si se prefiere, de los significados.
De eso, por supuesto, viene lo que sigue.
Notas:
1 Para un paseo por las ideas políticas de Jaques Derrida, usualmente encasillado como teórico semiótico o literario, vale mucho la pena la lectura de “La Fuerza de la Ley: ‘El Fundamento Místico de la Autoridad’ “, Editorial Technos, 2008.
2 Ver Noam Chomsky y Michel Foucault, “On Human Nature: Justice vs. Power”, transcripción del debate entre Noam Chomsky y Michel Foucault en la televisión holandesa en 1971. Cita en http://www.chomsky.info/debates/1971xxxx.htm