La imagen, símbolo del siglo XXI

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Una fotografía de la Tierra daría la imagen de un mundo loco. No exagero si digo que, además, tendría el símbolo de una gaseosa. Además veríamos un planeta marcado, pero no por el rastro que el hombre ha dejado en su devenir porque para eso a veces carece de memoria. Me refiero a las marcas que cada día compiten para darle identidad. Hablo del planeta que habitamos, que conste. Aunque alguna vez podría hacerlo sobre la Luna, si es que Pepsi llega a cumplir la advertencia de cobijar a esa inspiración de enamorados con su logotipo o lo hace primero Coca-Cola, que ya lo intentó alguna vez cuando quiso patrocinar la primera estancia del hombre allá, el 20 de julio de 1969.

La chispa de la vida

Hay cosas que la razón no entiende aunque quiera. Por ejemplo, a diferencia del agua, la Coca-Cola no es una necesidad fundamental pero la compañía ha hecho que casi lo sea, tal y como dijo alguna vez uno de sus propagandistas, William C. D’Arcy, en 1941. El dato no es menor, pues fue en esa época cuando se desarrolló la mejor fórmula de la compañía, o sea, la conversión del producto en idea, “un símbolo”, como mencionó D’Arcy, “la marca que distingue a un talento inspirado”.

D’Arcy es el mismo publicista que, durante la Segunda Guerra Mundial, ideó la frase “Los hombres rinden más con una bebida refrescante” como avanzada para suministrar a los soldados estadounidenses 10 mil millones de Cokes en ese periodo. Sin embargo, la empresa tenía esta ventaja enorme para desplegar su solidaridad: el monopolio, con la aquiescencia del gobierno, mejor dicho, con su impulso.

Roger Enrico, quien fuera presidente y jefe ejecutivo de Pepsi-Cola Company, afirma que a cambio de tal (aparente) labor solidaria, el gobierno de EU exceptuó a Coca-Cola del racionamiento del azúcar (lo que no hizo con Pepsi-Cola):

“El gobierno, además, construyó en el extranjero cerca de 100 plantas embotelladoras de Coke, con lo cual ésta pudo abastecer a las fuerzas armadas del 95% de las bebidas gaseosas que consumieron durante la guerra. Cuando terminó el conflicto, Coke no sólo contaba con millones de ex combatientes agradecidos, sino también con la base de una red mundial de embotelladoras, por cortesía del Tío Sam”.

En más de un sentido, esa guerra (y otras más) la ganó Coca-Cola: no abrumo con datos, sólo señalo que, según información de la propia compañía, al terminar la Segunda Guerra Mundial, ésta logró 11 millones de consumidores adicionales y que su inmediato perseguidor, Pepsi, representaba menos del 10%. Tanto fue el despegue que uno de sus altos ejecutivos se ufanó de que muchos de quienes bebían Coca-Cola jamás hubieran tomado leche. El típico desplante gringo se debió también a la embestida que, desde el signo ideológico comunista, se emprendió contra la bebida, lo cual, paradójicamente, ayudó a incrementar su fama.

El acendrado patriotismo que se desató en aquella nación registra a Coca-Cola como parte de la construcción de símbolos asociados con la democracia y la libertad y, entonces, con el interés de lograr legitimidad a su intervencionismo político cuando no bélico y así promover su desarrollo financiero. (Eso explica que, adicionalmente, el gobierno promoviera otros iconos, desde estrellas de cine hasta personajes ficticios como Superman (1938), Batman (1939), La Mujer Maravilla (1940) y el Capitán América (1942). Igual que la Coca-Cola, su deber patriótico es la defensa del modo de vida estadounidense como lo diría con todas sus letras Jack Kirby, creador del Capitán América. Como se sabe, esas historietas, igual que la gaseosa, fueron de consumo obligado para los soldados de Estados Unidos. Muchos años después y como impronta de la nueva era, el Capitán América moriría a balazos, en marzo de 2007)

Esa fusión entre identidad nacional y símbolo de modo de vida es donde Coca-Cola define buena parte de su estrategia de publicidad. Más allá de los iniciales anuncios de la (mal) llamada seducción subliminal, de lo que tanto se ufanaron sus fundadores, está su protagonismo en las guerras mundiales. La compañía ha querido significar, y lo ha hecho con éxito, aliento de frescura, optimismo y rescate de los valores estadounidenses igual en entornos festivos que en otros momentos difíciles; su alcance está en todo el globo. Tan sólida es su raigambre que, incluso, esa es la razón por la que ha salido adelante cuando le han competido duramente o cuando han criticado sus pragmáticos principios y sus formas de operar.

Es imposible disociar la invasión de Estados Unidos a Vietnam con la frase entonces en boga en el país: “Todo va mejor con Coca-Cola”. Fue para animar a la población al mismo tiempo. Pero eso sí, la compañía tuvo cuidado: el eslogan no estuvo allá, en las trincheras, porque la guerra estaba perdida -aunque 25 años después el refresco entraría orgulloso a comercializarse en Saigón-. Tampoco podemos abstraernos de sus comerciales de paz a mediados de los 70 y principios de los 80 cuando, en realidad, Estados Unidos promovía y participaba en la guerra con la justificación de que era para conseguir la paz. Adicionalmente, la marca estuvo entre las primeras en reflejar e impulsar el ánimo cool imperante desde fines de los 80 hasta la fecha: “La vida es como te la tomas. Coca-Cola Light” (2006).

El funesto discurso comunista acerca de la empresa Coca-Cola no estaba, sin embargo, desprovisto de elementos ciertos, como la denuncia de los desplantes racistas de la empresa. Hasta 1965, su publicidad en televisión presentó actores negros; Barbara McNair fue la primera y le siguieron Ray Charles -que no tomaba bebidas gaseosas y quien luego promovió a Pepsi- y Los Supremes, entre otros (el primer comercial integracionista se filmó cuatro años después con un grupo de jóvenes deportistas negros y blancos). Además, entre otros ejemplos está que en 1966 la compañía negó a un embotellador israelí la licencia y fue acusada de complicidad con el boicot árabe a Israel.

El mayor problema que al respecto tuvo la empresa fue cuando en 1970 la NBC mostró lo que sucedía en la plantación de naranjos Florida: “la compañía contrataba unos 6 mil peones migratorios durante la época de cosecha. La mayor parte de ellos eran negros. La paga era mínima. Los hombres, las mujeres y los niños vivían en algo parecido a barracas, sin baños nipatios. ‘Si fuéramos tema para una noticia periodística ilustrada -concluyó Austin, presidente de Coca-Cola- saldríamos muy mal parados”. Y eso pasó, aunque de manera momentánea.

La noticia conmovió al emporio pero, insospechadamente, salió bien librado. Su estrategia política y de comunicación fue reconocer el error y comprometerse a enmendarlo (incluso, por esa actitud la empresa recibió varios reconocimientos). Esa década de los 60, por cierto, fue la más difícil para la empresa pero se sobrepuso no sólo debido a sus alianzas con los gobiernos de Estados Unidos (con excepción de Richard Nixon y Ronald Reagan, siempre las ha tenido), y a sus embotelladoras en el mundo, sino a su capacidad para adecuarse al signo de los tiempos, así como a su sentido de la oportunidad. Por ejemplo, cuando era evidente que la guerra en Vietnam la había perdido EU, Coca-Cola exaltó los valores de la nación americana y todo lo que en su nombre había construido. En aquella época, sin embargo, tal vez la mejor muestra de eso esté en que Coca-Cola hubiera comprado los principales espacios en las cadenas de televisión para estar presente el día en que dimitiera a la presidencia Richard Nixon, su acérrimo rival, e hiciera lo mismo cuando asumió Gerald Ford. El mensaje es que a pesar de los imponderables, la vida continúa.

Coca-Cola es así

La gaseosa es parte de este mundo loco porque pocas veces de un modo tan elocuente se expresa la fusión, que es en realidad sustitución, entre el símbolo y la idea o entre una imagen y un producto, más aún, en una imagen que se sobrepone al producto y se presenta como idea o estilo de vida, tanto, que incluso hubo momentos en que su imagen le impidió comercializarse. Eso le ocurrió a Coca-Cola cuando a mediados de los 60 se difundió su plan de vender el refresco en la entonces Unión Soviética. Como se sabe, los medios de comunicación acusaron a la compañía de apoyar a los camaradas rusos y con ello al comunismo internacional. La intensa presión hizo que la empresa reculara y fue años más tarde cuando, en otro contexto, entró a comercializarse: en 1978 con los juegos de la Spartakiada, y ese mismo año también en China. En 1985, la bebida se empezó a vender en la Unión Soviética.

A mediados de los 50, Pepsi disputó a Coca-Cola la primacía, pero entonces eso significó la mitad de lo que Coca-Cola vendía. Más tarde aumentaron las ventas de Pepsi y fue por varios actos de imagen entre los que resalta la boda del presidente de la compañía con la actriz Joan Crawford, antes chica Coca-Cola. Otro impacto publicitario sucedió cuando Richard Nixon hizo probar Pepsi al premier soviético Nikita Krushov frente a los fotógrafos internacionales; el lema de Pepsi en aquel entonces fue “Krushov aprende a ser sociable”.

También, desde mediados de los 60 y en los 80, Pepsi le disputó fuerte a Coca-Cola e incluso en 1984, por primera vez, ganó la mayoría del mercado de EU luego de que contrató para dos comerciales de televisión a Michael Jackson, quien -con su paso de baile deslizándose hacia atrás- entró a la historia por ser el primero en cobrar 5 millones de dólares por participar en dos anuncios. Años después, Pepsi tendría otro éxito al usar la imagen de Batman. No por nada el entonces presidente de esa compañía, Roger Enrico, afirmó que era tanto lo que gastaba en publicidad que “podría parecer que Pepsi más bien fuera una compañía que produce publicidad y sólo incidentalmente bebidas gaseosas”.

Pero la mayoría de las veces, el símbolo Coca-Cola le ha ayudado a la compañía más que el producto, hasta para sobreponerse a sus crisis, como la que, ya advertí, tuvo a mediados de los 80 cuando Pepsi le arrebató la supremacía también con su famoso reto donde demostraba que la mayor parte de los estadounidenses prefería a esa bebida. Por eso, el 23 de abril de 1985, los directivos decretaron el fin de la Coca-Cola y el inició de New Coke, aunque casi tres meses después anunciaron el retorno de la bebida como Coca-Cola Classic y con eso subió su venta significativamente hasta superar otra vez a Pepsi.

Hay quien sostiene que, en realidad, todo fue un ardid publicitario, pero más allá de eso aquel momento fue apoteosis del significado simbólico de esa bebida. A partir de esos años, además, la empresa tuvo éxito al fusionar su marca con otros símbolos y proyectarlos en los medios de comunicación para, así, consolidar su hegemonía. Tales fueron los casos de los convenios que firmó con personajes de Disney y con grandes personalidades del mundo de la música y del deporte, estrategia que también impulsaría Pepsi y desde los 80 casi todas las poderosas marcas internacionales.

Coca-Cola es lo concreto

Quién sabe qué diría el señor D’Arcy ahora, cuando aquel sello controla el 50% del mercado mundial de gaseosas.5 Tampoco sabemos lo que diría, estaría feliz eso sí, frente a los beneficios de la empresa en 2003: 4 mil 347 millones de dólares, lo que equivale a casi la mitad de los gastos previstos por la ONU para garantizar la educación básica de todos los niños del mundo.(Pero como todo esto no es posible sin publicidad, un año antes Coca-Cola gastó poco más de la cuarta parte de esa ganancia al erogar mil 775 millones de dólares).

Cada segundo se consumen en el orbe 45 mil botellas (provecho si ahora mismo usted bebe alguna o si va al refrigerador para eso). ¿Se imagina? Si se pusieran las Coca-Cola que se han fabricado hasta ahora en botellas normales y se colocaran lateralmente una al lado de otra, llegarían a cubrir la anchura de una autopista de cuatro carriles y en esa vía se podría dar la vuelta alrededor de la Tierra 81 veces.Para decirlo rápido, se trata de la marca comercial más famosa del mundo, la conoce el 94% de toda la población.

Advierto que no concibo a la bebida Coca-Cola como “Las aguas negras del imperialismo” porque, en mi caso, el producto se sobrepone al símbolo y a las cuestionables maneras que ha tenido la empresa para salir adelante y asentar su emporio como una de las imágenes más ostentosas que se han construido a lo largo de la historia. Por eso tengo presente que, de algún modo, tal vez se hizo realidad aquel promocional de 1971, el canto que tanto gustó a millones de jóvenes en el mundo: “Me gustaría comprarle al mundo una Coke y hacerle

En sus marcas…

Grosso modo he mencionado el tema porque sostengo que es eje central para entender cómo las cualidades de cualquier producto se inhiben a la imagen que se le construye para su expansión y que eso, al mismo tiempo que refleja, también promueve determinado sistema de creencias en las mentalidades contemporáneas.

Coincido con Naomi Klein: la marca es “el significado esencial de la gran empresa moderna, y la publicidad un vehículo que se utiliza para trasmitir al mundo ese significado (…) En la era de las máquinas, la competencia por medio de las marcas llegó a ser una necesidad: en un contexto de identidad de producción, era preciso fabricar tanto los productos como su diferencia según la marca”.

Naturalmente, esto alude a un proceso que, como dice Klein, tiene su expresión moderna desde la década de los 80 hasta nuestros días. El asunto no es menor, pues trata de una de las dinámicas que determinan la expresión de valores, las formas de consumo y los niveles de competencia financiera de las grandes empresas; esto opera también en la esfera de la política y de las relaciones sociales sobre las que ésta se desarrolla y los ciudadanos deciden. De algún modo, en 1971 ya lo advertía Tony Schwartz, consultor publicitario de Nueva York que lo mismo asesoró a Coca-Cola que a Jimmy Carter durante su campaña presidencial: “Ya se trate de Coca-Cola o de Jimmy Carter, no intentamos comunicar una posición, sino una secuencia de imágenes y sonidos que trasmitan al televidente una actitud positiva”.

La irrupción de las marcas, tal como la conocemos hoy día, llegó luego de un proceso mundial de múltiples coordenadas que se entrelazan entre sí y que tuvo verificativo fundamentalmente desde la segunda mitad del siglo pasado:

Primero, al consolidarse la imagen como instrumento y forma de comunicar. Segundo, cuando la moda se establece y diversifica a gran escala hasta constituirse como el principal mecanismo de aliento del consumo en el mundo. Tercero, una vez que se agotó la producción de mercancías por su exclusivo valor de uso -es decir, una camisa es una camisa mientras no la diferencie la imagen de algún cocodrilo o un hombre jugando golf porque entonces es “algo” adicional, la imagen que sea, además de una camisa-; ahí está el dinamismo de la industria de la moda y donde se sustentan las economías desarrolladas. Cuarto, al globalizarse el vehículo trasmisor por excelencia de la propaganda, los mass media y, particularmente, al constituirse el televisor como referente central de comunicación. Quinto, al ser la propaganda técnica insustituible de de persuasión para la dinámica del consumo. Y, sexto, cuando todo eso expresó un cambio de mentalidad en los patrones estéticos y culturales de las sociedades modernas.

El modo de la moda

Quizá, además de las telecomunicaciones, la moda es la actividad empresarial más abarcadora y eficiente del orbe. Su principal fuente de ingresos, que es al mismo tiempo la señal más contundente de su victoria cultural, se sitúa entre los adolescentes y los jóvenes de hasta 35 años. Para aprovechar ese mercado, la industria opera en los infantes con la intención exitosa de convertirlos en instrumento de promoción de la moda en la familia y prepararlos como futuros consumidores. Cuando el pasado se acumula en sus vidas y dejan de estar en el target principal, la moda también les ofrece formas dignas de enfrentar el tiempo (y lo hará cada vez más, porque el mundo está envejeciendo). De algún modo habría que corresponder a la condescendencia de los ancianos con el imperativo de la moda que, en su ciclo interminable, atenderán sus nietos.

Son los jóvenes, entonces, el principal mercado de la moda. Pero no cualquier tipo de jóvenes sino la brand generation, o sea, aquella franja poblacional que (casi) no tiene interés en el entorno ambiental y en el quehacer público, y menos deseo de influir en los avatares que tales temas suponen. Hablo de miles de millones de personas subyugadas por el poder de la imagen y sus formas de expresión, forjadas en la recreación de las cosas y de los hechos, no en su análisis; preparadas en el video, no en la lectura; desarrolladas en la escala de valores de la apariencia y que en la imagen encuentran su forma principal de relación, tanto, que a la mesa es más factible presenciar pláticas encendidas acerca la moda y las luminarias de casi cualquier firmamento que sobre cualquier otro tópico discriminatorio de su cultura porque tal situación implica saberes y preocupaciones de índole distinta.

Aquellos jóvenes están marcados por la moda, literalmente: usan marcas. Como el principal afluente financiero de la industria de la moda, son también sus promotores esenciales porque, al mismo tiempo de todo lo que les significa el atavío, son los propagandistas más destacados de la imagen que ofrecen las marcas. Anuncios ambulantes, los consumidores de moda participan de la persuasión de un modo tremendamente eficiente. De este modo, se configuran en la imaginería del mundo de lo cotidiano legiones de hombres y mujeres como si fueran ejércitos, con diferentes banderas e himnos, sin causas pero uniformados.

Lo importante es que ser, es ser visto y de qué manera. Los jóvenes que usan las marcas son seguros, iconoclastas, divertidos, pulcros, triunfadores, modernos, boyantes, saludables, optimistas, joviales, vigorosos, alegres, vistosos, frescos, libres, elegantes y sensuales. Irresistibles. Y aunque todo eso tiene precio, los 500 dólares que podría valer una polo Lacoste o los mil 500 dólares de un traje Hugo Boss es nada comparado con lo que promete y cumple la marca.

No es la navaja de afeitar lo que interesa sino el rostro esculpido de un hombre seguro. La bebida importa por el inasible triunfo deportivo que se consigue al probarla; el reloj no da la hora sino mujeres, y las mujeres se dan ahora según el desodorante, la pluma, el pantalón, la camisa, los lentes, la fragancia, los zapatos y el carro que use el otro o se dan a todo eso, incluso aunque no esté el otro, que para algo la mujer es libre e independiente.

Esto es magia: chicles que limpian dientes, cremas faciales que planchan arrugas, yogurt que alisa el vientre, lentes que cambian el color de los ojos, tinte que hace eso con el cabello, lápiz labial que con un click seduce, cereales que cincelan el cuerpo y cigarros que no despiden humo sino afrodisiaco.

Lo dice Vogue: “Ahora cambiar la expresión de tu personalidad es tan sencillo como ir de compras”. Completa la diseñadora Oña Selfa: “la ropa es una clara extensión del cuerpo”. La ropa y sus aditamentos, advierto, porque con joyas como las de Lanvin “no necesitarás preguntarle a nadie quién es la más hermosa”; tampoco necesitarás palabras, que es como se promueve la marca de maquillaje Bobbi Brown: “tu rostro va a decirlo todo. Es decir, calladita se ve más bonita.

La marca “libera” a la mujer y sustituye su rol con un maestro limpio que huele a limón o una barredora, licuadora y lava trastes que trabajan solos, o aquel jabón que después de un día difícil le devuelve la vida o una lata salvadora que pone a la mesa el guiso casero. Y como además de todo ha de estar guapa, signo de los tiempos vertiginosos, no hay de qué preocupase porque las medias esculpen sus piernas y en general la ropa hace de ella una princesa de cuento, que si parece la bruja del mismo porque no cabe en el vestido que quiere es su culpa, ya lo dijo Helena Rubinstein: “No hay mujeres feas, sino flojas”. Así es que, a hacer ejercicio, pero no de cualquier modo: “hay nuevos diseños para lucir sexy mientras entrenas”.

Junto con todo eso hay productos light hasta para comer y beber lo que no se debe según las dietas rigurosas: pan, galletas, palomitas, queso, chocolates, refrescos y cerveza. Además, como advierte la ya citada Vogue: “resultar atractiva es el arte de buscar equilibrio entre la personalidad y la moda”. Y si el equilibrio se pierde, agrego, es a costa de la personalidad porque para eso está la moda, para restituirla, descubrirla o sustituirla.

Sólo así ella está lista para bailar y enamorarse y entregarse con sus pantalones entallados Zara, su refresco ligero en mano y sus lentes Gucci en forma de diadema, siempre y cuando, claro está, reviva sus años o viva sus años con el anadeo que enseña la transparente lencería Playtex y al ritmo del sonido estéreo Sony o Panasonic o Yamaha o… La sola condición que tiene es adquirir la marca que le garantiza todo eso porque si cuando la aristocracia había que estar de etiqueta, en la actualidad también, pero con la etiqueta de la empresa que respalda el atuendo a flor de cuerpo. (Como si ella misma tuviera un precio)

Ahora los hombres han de ser fuertes y formales, pero no feos. No si quieren ganar elecciones o lograr alguna otra notoriedad en los ámbitos profesional, erótico o amoroso. Lo contrario es confinarse o ser algo así como un mediocre y feo hacedor de libros sobre la imagen nuestra de cada día. Definitivamente no. Hay que oler a hombre, tener estilo, pintarse las canas, si las hay, y nimbar la apariencia que Lancóme piensa en él: “fluido corrector antiedad”; “gel corrector de ojos”; “gel humectante micronutriente” y “bálsamo hidratante micronutriente”. Y ya guapo y todo, a manejar el auto León porque “Hombre y máquina son uno”. Claro que si quiere ser de otro mundo ahí está el de Marlboro y hacer camino al andar con Michael Domit.

Pero todo tiene sus inconvenientes, hay que decirlo, y uno de ellos es cuando el carácter se hace ambivalente según los caprichos de la moda. Peor es el momento en que esa personalidad y el entorno en que se desenvuelve es, en definitiva, la tienda que las promueve, la marca que la respalda o una celebridad convertida en sello.

Pertenencias de moda

Para definir una forma de ser y de pertenecer, lo primero es saber dónde comprar. Ya lo dice el eslogan: “Soy totalmente palacio” o este otro: “Liverpool es parte de mi vida”, como lo es de Claudia Schiffer que aparece en los anuncios o uno más, que alude al cambio de la imagen del centro comercial: “Suburbia cambia de imagen”, como si al hacerlo sus mercancías fueran otras y mejores. El lugar donde se compra es importante, insisto, por algo se quejan los diseñadores en México cuando afirman que en este país escandaliza comprar un vestido en mil dólares, a quienes pueden, claro está, pero que no sucede igual cuando éstos asisten a las grandes tiendas de París a gastar ingentes cantidades de dinero.

La moda y sus marcas tienen nicho asegurado. Los nietos de los Baby boomers ya no quieren rasgar lo establecido ni provocar tendencias intelectuales, políticas, artísticas y culturales; no buscan cuestionar al sistema ni enarbolan sueño alguno. Quieren todo, lo siempre ajeno, lo nunca suyo, y lo quieren ahora. Lo toman: ellos no tienen la ingenuidad de sus abuelos, por eso no concurren a mitin alguno: lo buscan en las tiendas de prestigio. Pero si queda algún resabio revolucionario pueden portar en camisas, blusas y bolsas los símbolos de Lennin y el Che o cantar con Michael Jackson, como lo hicieron en 1995, recordando al Ejército Ruso, mientras erigían estatuas de la estrella pop. Y si de libros se trata, los más vendidos son manuales de imagen o de éxito con alguna que otra receta para triunfar en la vida como la de aquel hombre que, gracias a un rayo que atravesó su corazón, dejó su Ferrari a cambio de ser feliz. Si el tema son las revistas, no se diga más: Vogue, GQ, Elle e Infashion, entre otras, que son algo así como catálogos de moda aderezadas con temas multicolores. Para complementar la lectura están las publicaciones del corazón y, en general, de espectáculos. Son imprescindibles para enterarse de lo que pasa con sus héroes contemporáneos títulos como Interviú, People y Quién entre cientos más.

La multicitada Naomi Klein narra así su propia experiencia:

“Estaba viendo la cobertura televisiva de la controversia sobre Woodstock ’94, el festival en honor del 25 aniversario del primer concierto homónimo. Los eruditos hijos de la era del baby boom y los avejentados astros del rock decían que las latas de Woodstock Memorial Pepsi a 2 dólares cada una, los llaveros de recuerdo y los cajeros automáticos de la nueva celebración traicionaban el espíritu anticomercial de la primera; lo más increíble era que se quejaban de que los condones conmemorativos de 3 dólares marcaban el fin de la era del “amor libre” (como si el sida fuera una afrenta malintencionada a su nostalgia).

“(…) La única mención que se hizo a una nueva generación de jóvenes se oyó cuando los organizadores, al enfrentar las acusaciones de antiguos hippies de que habían montado un Woodstock de la codicia o de la banalidad explicaron que si no rebajaban y modificaban el evento, los jóvenes de la actualidad lo rechazarían. John Roberts, el promotor de Woodstock, explicó que ‘los jóvenes de la actualidad están acostumbrados a la comercialización. Es probable que si un joven de hoy va a un concierto y no encuentra nada que comprar se enfade mucho”.

La brand generation tiene respaldo, como nunca antes lo tuvo otra en su historia, y para eso no tiene más que ser lo que es, joven y sobre todo cool. Tranquila y burbujeante como su bebida e impetuosa y soberbia como sus prendas; fresca y libre como su perfume y su ropa interior. Pensar en lo que conviene, no en lo que se debe, o sea, ser realista no idealista, pragmática, igual que el traje apropiado que usa para cada ocasión. Lo dijo Joaquín Sabina en el caso de las mujeres: ser la Barbie superstar; así de profunda.

Hablo de una generación triunfadora porque apuesta a lo seguro, o sea, que no arriesga, luego entonces no pierde. Es ignorante pero eficiente. Capaz de tatuarse en la piel el logotipo de Nike o si no definirse en el opuesto “ideológico” de Adidas o Reebok; está con Lacoste o milita al lado de Dona Karan aunque sabe que nunca nada es para siempre y puede ser al revés o con cualquier otra marca (como ahora hacen los políticos). Si aún no firma con Montblanc quiere hacerlo, con toda su alma, y con el aroma del triunfo, ya sea Polo, Givenchy o Boss. Y mientras la victoria llega, espera frente al aparato de Nintendo ya que en todos lados vive el apogeo de la imagen y como de cualquier forma debe encarar retos, y ahí están los que le representa un muñequito que se llama Mario u otros a los que le dicen Yughi y Maruto.

La moda apoya a la brand generation y es correspondida. Penetra en sus circuitos de convivencia, patrocina sus actos y diafragma sus necesidades según el target, luego entonces habla con ellos, se hace su cómplice, a través de las marcas. Con todos, muestras de belleza fulgurante o fealdad rampante, o sea, también les habla a quienes no desfallecen por el cuerpo escultural y están bien consigo mismos porque la moda y sus productos, equitativos, les dicen que quién dice que lo bonito es universal, que como ellos creen en su propia belleza entonces la presuman. Esas personas estéticamente alternativas son también mercado de consumo.

La moda hace lo que los gobiernos no. Escucha a esa generación, es sensible a su reclamo y le retribuye permanentemente. Mientras el Estado reduce su participación en rubros básicos como la salud y la educación, las marcas invierten, fundan escuelas e institutos de atención médica y, filantrópicas que son, donan a causas benéficas pues también se ocupan de su imagen (por eso cuando el consumidor participa de esa filantropía se identifica con la empresa). Además, la moda a través de las grandes marcas patrocina los grandes eventos de esos jóvenes, está con ellos y les infunde seguridad. Ya lo escribió Roger Enrico, entonces presidente de Pepsi: “la corbata no hace que el comprador estime al fabricante de corbatas sino que se estime a sí mismo. Así, pues, no elogie usted las virtudes de su producto; elogie las virtudes del consumidor que elige su producto. Averigue quién es; luego elógielo por ser quien es”.

Ahítos de discursos, los jóvenes de la brand generation no oyen palabrería, ni demagogia ni promesas, ni convocatorias a esfuerzo alguno. Hijos del desencanto, ni son rebeldes ni tienen causas. Miran marcas, símbolos, se los ponen, y así procesan aspiraciones de vida. La moda está con ellos y su única condición es que ellos siempre estén con lo nuevo, es decir, que sean jóvenes siempre porque, además, lo que el tiempo quita la moda lo da.

La moda tiene visión democrática e integracionista. Atiende igual a los jóvenes. A europeos, americanos y asiáticos… A todos. Chinos, mexicanos, estadounidenses y franceses; belgas, italianos y chilenos; japoneses, colombianos y egipcios; alemanes, checos y rusos. Todos visten como quieren, son libres para hacerlo. La moda lo entiende, lo traduce y así les retribuye, aunque para completar el círculo virtuoso del mercado, también les dicta. No homogeniza, ya dije, la moda es heterogénea, aunque uniforme batallones juveniles.

Es la explosión de la pluralidad: negros, morenos, blancos y albinos, heterosexuales, lesbianas y homosexuales, “revolucionarios” y no, rockeros, deportistas, empresarios, “fresas” y “macizos”, bailarines de salón o de suburbios, intelectuales o iletrados, profesionales y estudiantes, jóvenes y eternamente jóvenes -o sea, los que quieren serlo más allá de la edad-. Ricos y pobres, así como los que están en la brecha entre unos y otros. (En el núcleo de los jóvenes con bajo poder adquisitivo la moda encuentra uno de sus principales retos financieros, pues son incuantificables los recursos que se destinan a la compra de la piratería. A ellos no requiere persuadirlos del estilo de vida que ofrece sino darles opciones para que deambulen por esos senderos.)

En toda esa explosión de la diversidad, la brand generation tiene la convivencia por la que lucharon sus abuelos sin derramar una sola gota de tinta, de sudor o de sangre. Sin lanzar una bala. Es una masa sin cantera, un amasijo lleno de carnes y tendones que, como dice la leyenda de la marca de agua Bonafont, se la toma ligero.

Admitámoslo, incluso en los países no democráticos buena parte de la expectativa de liberación tiene patente de marca y está sobre todo en los jóvenes deseosos de vivir las ventajas del libre mercado. Digámoslo al menos como hipótesis de trabajo: más que el derecho al voto o a la libertad de expresión, esos jóvenes desean la oportunidad de vestirse como les plazca. No quieren al dictador, acaso sobre todo, porque prefieren el dictado de la moda.

Ya no es Susan Sontag sino Helena Rubinstein el referente para hablar de liberación de la mujer. No es Martha Harnecker la que arenga, sino Zara, y lo hace para que la concurrencia sea en su tienda comercial. No es Rosa Luxemburgo fuente de inspiración sino Coco Chanel, la primera en anteponer su buen nombre para promover sus diseños. Ya no analiza ni denuncia Marx sino Benetton ni reclama Gramsci o el Che, lo hace Tommy Hilfiger y Giorgio Armani o Salvatore Ferragamo, entre otros que, generosos, imprimen su nombre en la ropa para rescatar la identidad perdida. Este es el caso luminoso y floreciente de nombres de diseñadores vueltos marcas, pero la moda es versátil y ofrece otros nombres, de personas célebres, a quienes emular por su forma de vestir y de calzar, por como huelen y por lo que comen además de, literalmente, por su cartera. En suma, por todo lo que hay alrededor de ellos vuelto marca. Enseguida algunos casos memorables.

Un sueño hecho tenis

Según los dueños de Nike, Phil Knight y Bill Bowerman, la empresa debe su desarrollo precisamente a la estrategia de publicidad que convierte el producto en imagen y eso lo han logrado a partir de promover la percepción de que la mercancía es la persona (igual que como sucedió en el caso de Pepsi, Michael Jackson es el refresco y quien lo toma es como él). En ese sistema de ideas , las medias, la camisa o los zapatos tenis son entes que cobran vida mientras que el consumidor parece el envés, cosa animada por tales objetos.

Nike, igual que Pepsi, se percató oportunamente del ascenso de la brand generatión y, claro está, la alentó mediante diversos recursos, entre otros, el conocimiento puntual de sus necesidades y deseos, conviviendo con ésta en sus múltiples manifestaciones urbanas. Luego tradujo los resultados en estrategia de marketing y así libró eficazmente, en los años 80, su competencia con Converse y Reebook (sello que, entonces, iba a la cabeza del mercado). Esa estrategia empleó a personajes destacados para promover sus modelos de zapatos tenis.

Al principio, Nike lo hizo sin orden ni jerarquía. Una gran cantidad de jugadores de la liga profesional de básquetbol de EEUU eran beneficiados al percibir considerables beneficios económicos por usar la marca sin retribuirle significativamente. Luego depuró su presencia, puso orden a su línea de trabajo y contrató a figuras del tenis: Jimmy Connors y John McEnroe, entre otros, y a varios del futbol americano, Dan Fouts, por ejemplo, y del atletismo como Carl Lewis.

Sin embargo, el punto de inflexión de la mercadotecnia, la anáfora por así decirlo, fue cuando Nike contrató al mejor jugador en la historia del baloncesto, Michael Jordan.

Cuando los directivos le hicieron la oferta, al atleta no le interesó. “Nunca quise firmar un contrato con Nike”, comenta Jordan. “Era admirador de Adidas desde el instituto. En realidad no quería ni entrevistarme con la gente de Nike”, continúa el deportista, “así que la entrevista con ellos fue interesante, pero cuando terminó me dije: ‘Muy bien, ahora voy a ver a los de Converse. Y luego a Adidas'”. Pero no le hicieron propuesta alguna. (El caso es que con insumos de la mercadotecnia como los que he dicho, en 1987 Nike valía 750 millones de dólares y 4 mil millones en 1993.)

Entre la falta de interés de las otras empresas y la perseverancia de los directivos de Nike, Michael Jordan firmó contrato en agosto de 1984 de 2 millones y medio de dólares por cinco años más otros beneficios por la venta de zapatos tenis y de otros productos con su nombre. “Confíanos tu imagen”, le pidieron los directivos, “nadie lo hace mejor que nosotros”, insistieron. Y lo lograron.

El modelo de tenis se llamó Air Jordan y desde entonces fue real la inverosímil construcción de identidad de marca a partir de transformar a alguien en un ser como de otra galaxia aunque, eso sí, produciendo bienes terrenales: en 1985, la línea Air Jordan vendió 100 millones de dólares ese año22 y eso fue decisivo para que, en la siguiente década, la marca ingresara a las arcas 2 billones de dólares.

El ascenso meteórico en las ventas de Nike fue directamente proporcional a la carrera del deportista que, incontenible, rompía todas las marcas (incluidas las de Adidas, Puma y Converse). Los anuncios televisivos con Michael Jordan, así como los llamados “panorámicos” desplegados en sitios urbanos estratégicos y centros comerciales tuvieron el efecto esperado por la empresa. Pero fue ante todo la exposición del atleta en la pantalla chica, la forma de hacer comerciales en los que parecía que realmente volaba, lo que puso por los aires la cotización de las acciones de la empresa y, además, en un efecto virtuoso de la publicidad, encumbró a Jordan como ser poderoso e indestructible, alguien de otra galaxia. Son varias las ocasiones en las que Michael mismo ha dicho que Nike hizo de él un sueño. Al verse en la televisión, comenta, es como si observara a otra persona.

En contraste con esa fantasía de la imagen, los dueños de Nike pagan los más bajos sueldos en la mano de obra que confecciona sus tenis de tal forma que, incluso, analistas de finanzas elaboraron el ‘Indicador Nike’ para economías emergentes. No hay imágenes de trabajadores taiwandeses elaborando esas zapatillas ni una marca que lo denuncie, pero de que les pagan muy poco y existen, existen. Como sostiene Matta Haig, incluso varias organizaciones de derechos humanos han puesto de manifiesto la ironía de una organización como Nike, que ubica sus fábricas buscando mano de obra barata y que gasta la mayor parte de su presupuesto de marketing en algunos deportistas. Una de esas organizaciones, dice Matta, “-la Global Exchance, que está en San Francisco- publicó un informe extenso en septiembre de 1998 titulado sueldos y gastos de los trabajadores de Nike en Indonesia. El informe decía que los trabajadores de Nike en Indonesia cobran el equivalente a 80 centavos americanos al día, y pedía a la compañía que les doblara los sueldos (…). Esto habría costado 20 millones de dólares -la cantidad anual que pagaba a Michael Jordan para ser embajador de la marca”.

Al respecto, Nike ha emprendido algunas mejoras salariales y de condiciones de trabajo, pero la distancia entre el precio de sus productos y lo que paga por su manufactura es enorme. No está de moda, desafortunadamente, la denuncia de esto.

Imagen desnuda

Un asunto es que un desnudo se haga famoso por su arte, como la Maja que pintó Goya y que orgullosamente se exhibe en el museo Del Prado, por ejemplo, y otra cosa muy distinta es el desnudo de una famosa que, por su carácter de luminaria, así sale fotografiada en revistas.

Mientras la hambruna es uno de los principales traumas del mundo, abundan notas que dan cuenta de que la actriz Halle Berry cobra por posar desnuda en Playboy 50 millones de dólares. Sin duda, la actriz ha cultivado bien su imagen. No pocos recuerdan sus senos rozando el viento en una escena de Swordfish, al lado de John Travolta; también está su soberbia exhibición del cuerpo en X-Men, Monster’s Ball o Catwoman, ésta úl t ima considerada entre las peores cintas de superhéroes de todos los tiempos según los expertos. Ya veremos el desarrollo artístico de la señora Berry, pero ahora puede decirse que sus atributos físicos, su imagen, más que su capacidad histriónica, le han abierto oportunidades que ya quisieran muchas actrices con talento pero sin aquel atractivo .

Antes, otra constelación de estrellas apareció desnuda en la tapa de diversas revistas. Si menciono a Demetria Gene Guynes puede ser que a usted no le resulte familiar, pero si tenemos en cuenta que cualquier imagen atractiva está adocenada de un nombre fulgurante y ahora escribo Demi Moore, es probable que usted ya sepa a quién me refiero.

Un año después de filmar una de sus cintas de más éxito (Ghost), en 1991, la señora Moore (que conservó el apellido de su primer esposo, el rockero Freedy Moore) apareció embarazada, desnuda de cintura para arriba, en la revista Vanity Fair. Cinco años después, en su trabajo de más triste recuerdo, Striptease, Demi Moore cobró 12.5 millones de dólares por salir desnuda dos segundos y así convertirse enla actriz mejor pagada en la historia mundial del cine hasta ese momento. En 2007, cuando su carrera como actriz está aletargada, la señora Moore firmó contrato para ser la imagen de una crema de Helena Rubinstein ya que ésta, la señora Rubinstein, piensa que Demi Moore ejemplifica a la mujer segura e independiente además de que, claro está, atiende el target cada vez más amplio de la mujer madura.

En aquellas condiciones de embarazo, la modelo Cindy Crawford también posó desnuda para la revista W en 1999 y en 2004 hizo lo propio la hermosa actriz italiana, antes modelo, Monica Bellucci. Dos años después, en la publicación estadounidense Baazar, salió también así la cantante pop Britney Spears. Y ya que aludimos a ese ejemplo de comercialización de imágenes y a la degradación que provoca en quienes no pueden traducir esa fórmula de éxito, es imposible soslayar cuando, durante el primer trimestre de 2007, en medio de una crisis de alcoholismo, la señora Spears (quien también relevó ser bulímica) se rapó y la dueña de la peluquería, en California, puso en subasta el cabello en un millón de dólares; incluyó en la venta la bebida energética que la estrella tomó y un encendedor. Para mostrar seriedad, la estilista se dijo dispuesta a que se le hiciera al cabello la prueba del ADN.

Cuando quien sea vende su imagen no sólo entrega su apariencia sino en más de un sentido también sus convicciones, su carácter o sus gustos y su intimidad. De eso hay recurrentes ejemplos en la historia reciente. El beisbolista y también jugador de futbol americano, Bo Jackson, debió ser más amable al tratar con los medios, a los que por lo regular ignoraba antes de ser reconvenido por los representantes de Nike, dueños de su imagen. Otro caso fue cuando, según un reporte de EFE, del 7 de febrero de 2007, la marca de relojes suiza Raimond Weil demandó a la actriz Charlize Theron por usar en distintos actos públicos, joyas de Dior y Montblanc, con esto según la firma suiza ella violó el acuerdo que la obliga a usar durante un año sus relojes para lo que le pagaba una cantidad sustanciosa. Entre otros ejemplos, son innumerables los casos en los que alguna pareja de famosos conceden la exclusiva a alguna revista para posar con su hijo recién nacido y por eso cobran cantidades estratosféricas.

Esos son, sin embargo, casos insignificantes si tenemos en cuenta lo que ocurrió con el arquitecto de la liberación de Europa del este en los albores de los noventa.

Mijail Gorbachov está entre los hombres más importantes del siglo pasado. Como se sabe, gracias a la Perestroika y a la Glasnot por él impulsadas, la reestructuración de la economía y el aliento a la transparencia en la entonces Unión Soviética fueron decisivas para consolidar el libre mercado y la democracia en el mundo por el proceso de liberalización que se dio en Europa del Este. Los efectos de aquellos planteamientos fueron enormes, tanto, que configuraron otro mapa geográfico y político del mundo (terminó la Guerra Fría, se desintegró la URSS y surgieron otros países) y, además, suscitaron una reflexión intensa, como pocas veces ha ocurrido en la historia reciente. Entre otros reconocimientos, por eso el líder del entonces Partido Comunista de la Unión Soviética recibió el Premio Nobel de la Paz en 1990.

Con esa connotada presencia a nivel internacional, en el invierno de 1997, millones de televidentes vimos azorados a Mijail Gorbachov anunciando Pizza Hut (al respecto no faltó quien, complaciente o bromista, dijera que esa era una forma novedosa de impulsar el libre mercado por otras vías). El descrédito del líder político no disminuyó ni cuando dijo que el comercial fue para financiar la fundación que lleva su nombre y es probable que ese rechazo fuera la causa de que los anuncios no continuaran. Seguro tal situación no estaba en los cálculos de Gorbachov pues incluso años atrás su acérrimo rival, Boris Yeltsin, hizo algo parecido y junto a su esposa inauguró, según los boletines de prensa de aquel momento, casi con honores de Estado, un restaurante Mc Donalds.

Cito esos casos porque me parece que insuflaron una tendencia que ahora es el anuncio nuestro de cada día y que, dependiendo de las circunstancias, han tenido resultados desiguales. Pero entre todo esto vale la pena reseñar un ejemplo de dignidad. Lo da Eric Clapton. El 1 de febrero de 2007, el extraordinario guitarrista estuvo a punto de suspender su concierto en Nueva Zelanda porque una empresa instantes antes del evento comenzó a vender botellas de vino sin su consentimiento. Según reportó la agencia EFE, ante esa situación, Clapton se enfadó y amenazó con no subir al escenario si Mission Estate Winery no retiraba las botellas comercializadas en su recinto de conciertos en la bahía Hawke, en la ciudad de Napier.

La agencia completa el reporte, “el incidente se solucionó después de que la empresa, la más antigua vinatera de Nueva Zelanda, cediera a los deseos de Clapton, que en el pasado superó su adicción al alcohol y a las drogas en varios centros de desintoxicación”.

Los promotores se dijeron frustrados por la actitud del artista, sobre todo porque para ellos es una práctica común que han aceptado otros como Rod Stewart, Ray Charles o la soprano neozelandesa Kiri Te Kenawa.

La imagen del mercado

La imagen es creación calculada y en ese sentido impostura. Es y no. Es, porque no hablamos de hologramas sino de personas, pero no lo es porque a éstas les construyen referentes que casi nunca son verídicos y cuando se exhiben en su brutal realidad o en su humana sencillez la imagen se desvanece, y con ésta el “prestigio” forjado o la galáctica fama, así como las expectativas de negocio empeñadas en esa imagen. Las millonarias cantidades de dinero que están en juego sugieren que algo pasa en el mundo con las imágenes como referente de la vida pero hay otros indicadores más (ver recuadro).

Con este recorrido por algunas de las expresiones más conspicuas del firmamento deportivo, artístico y cinematográfico, no pretendo pontificar en el horizonte lejano e imposible del deber ser, a lo sumo persigo hacer permanente nuestra capacidad de sorpresa y de reflexión sobre los tópicos que más relieve tienen en el ámbito de la información que recibimos, así como las principales motivaciones que el mercado ofrece para el consumo.

La industria de la imagen es el principal soporte del mercado en el globo y ésta es de tal forma boyante que ha trastocado gustos, valores, prácticas y aspiraciones humanas. Entre otras variantes de esa industria, lo que sucede en el mundo del espectáculo es lo que más lectores, radioescuchas y televidentes tiene, tanto, que incluso ahí se despliegan grandes inversiones de publicidad que hacen los gobiernos de cada país, a parte de que es más recurrente la presencia de los personajes políticos en esos espacios (además del gasto que hacen para generar su propia imagen.) En México, Quién es una revista mensual que se dedica a esos tópicos y tiene tremendo éxito, desde la tradicional opacidad en este país sobre el tiraje de las publicaciones sólo podemos calcular que vende al mes poco más de 100 mil ejemplares mientras, una de las revistas de más prestigio intelectual, Letras Libres, no rebasa los 15 mil, mensualmente. La primera, además, tiene un promedio de 43.5 planas de publicidad por edición mientras que, la segunda, a penas publica 15.01 (y eso que, en los temas de política y cultura, es la más reconocida del país.)

En las dos principales televisoras, las telenovelas, los reallity show y los eventos deportivos son los que más audiencias tienen y lo mismo sucede en la radio.

Desde ahí se genera un mercado amplísimo, lo mismo en Estados Unidos y América Latina que en Europa, en donde el tabloide británico The Sun es el diario en inglés con más alta circulación en el mundo, con 3 millones 107 mil 412 ejemplares en promedio por día.

En ese contexto es como varias “celebridades” hacen buen negocio no sólo con su imagen sino también con la de sus hijos. Tom Cruise y Katie Holmes, por ejemplo, que en 2006 vendieron los derechos de las primeras imágenes de su hija en cerca de 5 millones a Vanity Fair. Por la misma cantidad, aunque el dinero lo destinaron a la ONU, Angelina Jolie y Brad Pitt hicieron lo mismo para People y Hola; lo mismo pasó con el cantante Luis Miguel y su esposa para la revista Hola México, en marzo de 2007, aunque no se sabe por cuánto dinero. Y en ese lomienhiesto mundo de la apariencia el público consumidor adquiere tales productos y festeja, en una mezcla de candor, estupor y envidia, los más insospechados desplantes de las personas a las que (también por eso) admira.

Paris Hilton, la heredera de la cadena de hoteles Hilton, adquirió por 56 dólares botellas de agua mineral con incrustaciones de cristal Swarowsky para dar de beber a su can Tinkerbell. Hilton traslada a su mascota, un perro chihuahueño, en una bolsa Louis Vutton que vale más de mil 500 dólares. Para sus actuaciones, Jennifer López exige un sillón especial para maquillarse y la habitación del hotel debe ser toda blanca, paredes, mesas, sillas, sábanas, flores, velas, y exige que no haya alimento que le de tentación. Mariah Carey pide sales del Mar Muerto para hacerse un peeling en cuanto lo desee. Alguna vez Guns N’ Roses exigió que las habitaciones estuvieran repletas de rosas, botellas de champagne y chocolates. Además solicitó equipo médico las 24 horas del día por si tuvieran algún problema al consumir las drogas que también exigen.

Cada quien su imagen

Pienso en lo elemental. La imagen, mi imagen, la de usted, es potestad de cada quien, vale decir, derecho personal inembargable, intransferible, imprescriptible e inalienable, y cada cual hace lo que quiere y puede con ese derecho y con esa imagen, incluso hacerse millonario como hemos visto, mientras, claro está, no se lesione el derecho de terceros.

La imagen es nuestra y existe para ser vista en la plaza de la aceptación o el reconocimiento que busca todo ser humano. Por razones de imagen la brand generation viste a la moda, y por los mismos motivos, planteo, ningún estudiante andaría en pijama o desnudo en las aulas porque el cuidado de la imagen (casi) siempre se remite a convenciones (digo “casi” porque también hay quienes la construyen sobre excentricidades). Por similares razones, un político no siempre dice lo que piensa ni se comporta como quisiera tal y como sucede con todos nosotros aunque, destacadamente, ocurre con las personas que son públicas primero porque son referente social y, segundo, porque sus actos tienen consecuencias públicas y, entonces, hasta el modo de hablar, de andar y de vestir le definen, como ya expuse.

La imagen remite al ámbito público; no hay imagen en la intimidad aunque, paradójicamente, al difundirse la invasión de ese ámbito íntimo, o sea al hacerse públicas cosas que el individuo no quiere, se halla el riesgo del deterioro de la imagen y en no pocos casos del derecho a su propia imagen, a su vida privada y a su intimidad.

Enterarse de lo que sucede al otro es parte de la naturaleza humana. No lo es, no al menos desde la empresa civilizatoria en la que se dice empeñado el hombre, la falta de entendimiento de esa naturaleza cuando se juzga y sojuzga al otro, en el impune resguardo de la opinión pública a la que, con el poder desmesurado y casi nunca acotado legalmente en el que se desarrollan, apelan los medios de comunicación.

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