Ilustración: Karen Evans |
El espejo de nuestra banalidad
Jean Baudrillard, durante un coloquio en la École Normale Supérieure de París, el 19 de mayo de 2004, dijo: “La violencia de la imagen, o mejor, la violencia de la información han hecho desaparecer lo real. Todo debe verse, todo debe ser visible y la imagen es, por excelencia, el lugar de esa visibilidad. Así, todo lo real debe convertirse en imagen, al precio de su desaparición. He allí la seducción y la fascinación de la imagen cualquier cosa que haya en ella, ya ha desaparecido , pero también su gran fuente de ambiguedad”. La realidad es para cualquier consumidor de los medios, una sucesión inagotable de violentas imágenes, que nos dejan sin resuello, tiempo de reflexión o restos volitivos. Este tiovivo desenfrenado de imágenes contribuye a la recesión espiritual, a la parálisis, al reblandecimiento intelectual y moral.
Baudrillard sigue el desarrollo de su pensamiento, sosteniendo que “la imagen-reportaje, la imagen-mensaje y la imagen-testimonio hacen aparecer la realidad, incluso la más cruda, ante nuestra imaginación, pero haciendo desaparecer, al mismo tiempo, su sustancia real. Un poco como ocurre en el mito de Eurídice: cuando Orfeo se vuelve a verla, ella desaparece y retorna a los infiernos. Se muestra para ocultar, se dice para callar. Se desintegra el sentido de la realidad, creando otra realidad. Porque ya es imposible ignorar el poder de los mass-media como creadores de la realidad. Es cierto que el hambre no es virtual, pero es virtual la trivialización del hambre. No se “muestra” el hambre y si se lo “muestra” se lo muestra como un paisaje más del show mediático postmoderno. Si alguna emoción nos despertó ver a un chico raquítico, con la pancita hinchada, analfabeto, con el signo de la derrota clavado entre ceja y ceja, se nos diluyó en seguida, nos la borraron con el vértigo de las imágenes, de la información, con el anuncio de una película candidata al Oscar, las declaraciones de un político, o una final de futbol. Porque es tanta la realidad que nos dan que no podemos retenerla, y esa realidad que no era “virtual”, el hambre, o que no debía serlo, murió en la vorágine de las imágenes, que ya no son imágenes de nada, que son simulacros. Dice Baudrillard: “De este modo, el inmenso comercio de las imágenes demuestra una enorme indiferencia por el mundo real que termina no siendo más que una función inútil de él mismo, un ensamble de formas y eventos fantasmas que no están demasiado lejos de las sombras proyectadas sobre los muros de la caverna de Platón”.
¿Qué es lo que se proyecta en la nada platónica caverna televisiva? ¿El dolor, la laceración, el horror de vivir en este mundo que ha hecho de la guerra un acontecimiento de sangrienta permanencia? Nada de eso. La verdad muere para que nazca la falsedad mediática. La guerra en tanto seudoacontecimiento se construye por medio del bombardeo televisivo que sofoca al Homo-televisivo, que asiste con pasividad inhumana a la estética cruel del espectáculo de la destrucción de los más sagrados valores morales arduamente levantados por el hombre a lo largo de su historia.
Los agresores y su formidable aparato de propaganda, de simulacro, de encubrimiento, de retórica, tornan imposible que los ciudadanos puedan conmoverse ante un cadáver, ante uno al menos, porque ninguno habrá de hacerse público, ninguno les será mostrado. Los que mueren, mueren doblemente. Mueren en el campo de batalla y mueren en la insignificancia de lo comunicacional.
El Espíritu Absoluto hegeliano está centrado y poderoso. Son los media del imperio bélico-comunicacional. La aparición de Internet complicó las cosas. La guerra de Irak fue visible. Los mismos soldados yanquis iban con cámaras tan pequeñas, tan imposibles de detectar, que sacaban fotos de torturas que luego vendían a los diarios o entregaban, costosamente, a Internet.
Gran hermano
Jean Baudrillard encuentra en Gran Hermano el ejemplo más flagrante de la visibilidad forzada impuesta por los medios. “Allí donde todo se da a ver, nos persuadimos de que ya no queda nada por ver. Son el espejo de la banalidad y el grado cero. En ellos contemplamos una socialización virtual, forzada, que manifiesta la desaparición del otro como ser social. El mito de Gran Hermano, la visibilidad policíaca total que plantea la novela 1984, se transfiere al propio público que resulta movilizado como voyeur y juez al mismo tiempo. Más allá del control, los sujetos involucrados dejan de ser víctimas de la imagen, se convierten inexorablemente ellos mismos en imagen: son visibles a cada instante, están sobreexpuestos al foco de la información y se los obliga todo el tiempo a producirse, a expresarse.
Hacerse imagen implica exponer toda cotidianidad, todo infortunio, todo deseo, toda posibilidad, no guardar ningún secreto; hablar, hablar, comunicar incansablemente”.
Tal es la violencia más profunda de la imagen: una violencia contra el ser singular y el secreto, y al mismo tiempo una violencia contra el lenguaje, que se ve reducido al papel de mero operador, perdiendo toda dimensión irónica, de juego y distancia e incluso su dimensión simbólica.
El mundo está poblado, constituido por imágenes y las imágenes son el “mundo”. No hay “mundo”. El mundo no es otro que la casa de Gran Hermano. Ese mundo es virtual, es simulacro, ha sido asesinado en tanto “realidad”. Se trata de una ontología de lo que no es. ¿Podemos introducir aquí el concepto de Nada? Es muy denso,tiene demasiada historia, demasiado peso. El simulacro ha matado la realidad pero tiene que construirla. La seduccción se construye. Es ausencia de realidad. Pero plena efectividad del simulacro. Ante todo, porque el simulacro tiene el enorme poder de asesinar la realidad. Lo virtual liquida lo real y lo referencial. Extermina al otro. Lo virtual liquida la muerte, que se conjura con el mantenimiento de lo artificial. Lo virtual elimina el rostro y el cuerpo: la cirugía estética. Elimina el mundo, que se borra con la realidad virtual. Nos liquida a nosotros: seremos abolidos un día por la clonación de las células individuales. Se acaba todo. Sólo pervive el ruido si su par faulkneriano: la furia, capaz de redimirlo de su vulgaridad anodina . El ruido de la verbalización de los pensamientos huecos, el ruido de las palabras sin sentido, el ruido de los que hablan “incansablemente” violando, una y otra vez, la riqueza secreta del silencio.
Baudrillard, alerta: “Sin embargo, junto a esta violencia de la imagen, es posible advertir también una violencia contra la imagen. Una operación como Gran Hermano hace visible una imagen de certeza de la realidad, una trasposición de la vida cotidiana, según el modelo dominante. ¿Un tipo de voyeurismo pornográfico? Para nada. No se trata de sexo aquí sino del espectáculo de la banalidad que constituye hoy día la verdadera obscenidad. En el momento mismo en que le resulta imposible ofrecer una imagen de los eventos del mundo, la televisión se dedica a ‘desocultar’ la vida cotidiana, la banalidad existencial como el evento más escalofriante, la actualidad más violenta, el lugar mismo del crimen perfecto. Y la gente yo, ustedes, cualquiera queda aterrorizada y fascinada ante la indiferencia de este ‘nada que ver’, ‘nada que decir’, la indiferencia de lo mismo, de su propia existencia, asumiendo la banalidad como destino, como el nuevo rostro de la fatalidad”.
Deudos y televidentes
El periodista argentino Orlando Barone observó que “la sociedad argentina actual plantea la paradoja de descreer y creer con igual paroxismo. Descree de cuanto sea institucional u oficial, o provenga del poder o de alguna ideología, y cree “ciegamente” en todo cuanto se diga o se denuncie acerca de cada uno de esos sectores, aun cuando el emisor sea peor que el destinatario al que se acusa”. Este diagnóstico puede ser válido para numerosas sociedades contemporáneas, pues la causa que lo origina es la misma: el valor sacrosanto de la palabra mediática, más intocable cuanto más masivo es el medio que la emite.
Las consecuencias de la creación de un escenario mediático de privilegiada veracidad, son numerosas y preocupantes. Una de ellas, no por nefasta menos recurrente, es la peligrosa confusión de los estudios televisivos con los estrados judiciales. Deudos tocados por el dolor, por la necesidad de desquite ante el golpe que consideran injusto, y amigos y vecinos aliados de la consternación, pugnan por la necesidad de que sus gestos no pasen inadvertidos: ya no se duelen ante las tumbas y entre los suyos, sino en grupos y ante los medios. Los santuarios pasan a ser el set, el escenario abierto donde las cámaras ruedan con fruición de cuervos los interminables y alborotados duelos. Esta asociación dolor y televisión, deudos y micrófonos, aviva y prolonga la habitual caducidad o atemperación de la desgracia, y estimula en los actores la necesidad de no desairar lo que de ellos se espera: congoja, rabia, imprecación contra el malvado o el réprobo. La justicia que hay no los convence; la divina no se sabe cuando llega. Desde la visión del espectáculo, esta sociedad del rating atiende más la bulla dramática que el dolor prudente y delicado que no invade a los otros. Farsantes con voz pública llaman papás y mamás a los dolientes como si fueran sus hijos, porque las palabras madre y padre las correctas les suenan menos lacrimógenas. Y ellos quieren lucirse compasivos. En tanto, sensibles y maleables, los deudos ya no pueden estar solos. Y si buscan estarlo en sus casas, la televisión y los medios no paran y les hacen sentir en continuado esa eternidad que, si no, acabaría evaporándose como las lágrimas: para que los ojos sigan mirando y la vida siga andando. Si no hay un juicio crítico y ético de la sociedad sobre los programas, día tras día, interminablemente se seguirá fabricando el mismo color: el amarillo. Extraña forma de compadecerse de la desgracia ajena, es esa que humilla a las víctimas. Que les permite el desborde emocional a aquellos que no tienen la contención necesaria. Que no sólo no los libera del dolor que los abruma, sino que los incita a ahogarse en sus propias lágrimas, ante una multitud de espectadores cínicos de su propia degradación humana.
El amarillismo hace que el televidente sea deudo de sí mismo, de su propia dignidad humana. Si hasta podríamos tener el televisor encendido en el instante en que una bomba destripa un asilo de huérfanos mientras comemos un sandwich y acariciamos el gato.
Cuando lo virtual reemplaza a la realidad, el otro pasa a ser un bulto que se menea carente de sustancia humana. “Con lo virtual, no sólo entramos en la época de liquidación de lo real y lo referencial, sino también en la era del exterminio del otro. Es el equivalente de una depuración étnica que no sólo afectará a unas poblaciones concretas, sino que se encarnizará con todas las formas de la alteridad”. Disculpe el lector esta manía de transcribir a Baudrillard, pero si alguien ha reflexionado con profundidad sobre alguna temática, mezquindad es, o ignorancia, silenciarlo o camuflarlo bajo el nombre propio o de terceros.
La fácil digestion del televidente
Nos dan y gustosamente comemos , el premasticado alimento que los medios nos proporcionan diariamente. Somos hombres de digestión fácil porque somos como niños: nos dan la comida en la boca. Comemos papilla de los mass-media. Nos engordan para sacrificarnos en el altar del engaño. No vaya a ser que la anemia mediática nos conduzca a la duda. No, la dieta es rigurosa. Su obligatoriedad no se discute, so pena de incurrir en el ridículo de la “desinformación”. A comer pues, a digerir la realidad que cocinaron especialmente para nosotros. Y una vez que comamos, a dormir.
¿Qué finalidad persigue este régimen de alimentación mediática? Como en la pesadilla orwelliana, la finalidad es someter las subjetividades.
El poder capitalista mediático, se despliega devastadoramente: destroza la realidad, no con lo bélico, con proyectos nucleares o guerras preventivas, sino con los medios: con los Turner, los Bill Gates, la Warner, la Disney, esos creadores de ontología virtual del siglo XXI.
Gilles Lipovetsky, una especie de hedonista de la postmodernidad que la describe tal como él quiere vivirla, argumenta, a propósito de los media. “La era de los medios sobreexpone la desdicha de los hombres pero desdramatiza el sentido de la falta, la velocidad de la información crea la emoción y la diluye al mismo tiempo”.
La manera en que se informa en la televisión actual apunta a una finalidad: no crear “culpa moral” en el homo-videns. Te ofrecemos la desdicha, no la ocultamos, dicen los massmedia, pero no te preocupes, cumpliremos con nuestro deber de mostrar los horrores del mundo, y no te haremos sufrir: va a ser tan eficaz la “velocidad de la información”, que si alguna emoción te despertó ver a un chico moribundo o el cadáver de un delincuente, esa misma velocidad, que te perturbó, va a diluir, al mismo tiempo casi, toda emoción, toda contrariedad, toda incómoda pesadumbre. Estamos aquí para entretenerte. Y si te damos el “horror” es porque sabemos que algo de él, en una dosis adecuada y a una velocidad indolora, nos pedís, te hace falta, te lo confieses o no. Y si no te lo querés confesar, mejor. No te incomodes: nosotros lo sabemos por vos. Sabemos qué darte. Pensamos en eso todo el tiempo. No en vano Lipovetsky dice: “Estamos en la época de la eliminación y no de la fijación, de la sensibilidad fluida y no de la intensificación”.
El sujeto sujetado
No hay subjetividades autónomas. El sujeto absoluto comunicacional “sujeta” a los hombres de hoy. Les hace ver lo que hay que ver. Hablar de lo que hay que hablar. Coloniza sus conciencias. Impide el más mínimo surgimiento de pensamiento crítico. ¿Puede haber “libertad de prensa” en un mundo en que lo informático se ha monopolizado como nunca, un monopolio internacional manejado por el Imperio, por el nuevo sujeto absoluto? ¿Hay verdades o el vértigo comunicacional las ahoga? Los sujetos viven abotagados por las informaciones, pero no tienen una sola verdad. Sus mentes son moldeadas. Opinan lo que opinan el diario que leen, el canal que ven, la emisora que escuchan. Sus valores no son propios. Son los que los medios (mordisqueados por una competencia despiadada) imponen.
El poder de los medios, a través de las políticas de fusión, tiende a ser ilimitado. Ese poder es uno e intenta someter a lo múltiple. Y lo somete. Ya no existe lo múltiple. Lo que existe es el poder de lo uno comunicacional. Ese poder se dirige hacia el sometimiento, hacia el avasallamiento, hacia, muy especialmente, el aturdimiento de las conciencias. El mundo hace ruido. Todo es ruido. Vivimos en medio de una ontología del ruido. De una ontología de la sobreactuación. Lo uno comunicacional aplasta la subjetividad a través, entre otras cosas pero no lateralmente, del ruido.
Ilustración: Kristana Chaikitwattana |
Un Informe hecho con seriedad, solvencia técnica y profusa documentación respaldatoria, afirma: “Diez megagrupos controlan la prensa, radio y televisión de EE. UU. e influyen en América Latina: Diez megacorporaciones poseen o controlan los grandes medios de información de Estados Unidos: prensa, radio y televisión. Esa decena de imperios controla, además, el vasto negocio del entretenimiento y la cultura de masas, que abarca el mundo editorial, música, cine, producción y distribución de contenidos de televisión, salas de teatro, Internet y parques tipo Disneyworld, no sólo en el país del norte sino en América Latina y el resto del mundo. Cientos de millones de estadounidenses, latinoamericanos y ciudadanos de todo el planeta consumen a diario directa o indirectamente los productos informativos y culturales de los holdings AOL/Time Warner, Gannett Compañy Inc., General Electric, The McClatchy Company/Knight-Ridder, News Corporation, The New York Times, The Washington Post, Viacom, Vivendi Universal y Walt Disney Company, propietarios de los medios más influyentes. Los diez grupos controlan los diarios nacionales de mayor circulación, como el New York Times, USA Today y Washington Post, cientos de radioemisoras y las cuatro cadenas de televisión con mayor audiencia en sus programas de noticias: ABC (American Broadcasting Company, de Walt Disney Company), CBS (Columbia Broadcasting System, de Viacom), NBC (National Broadcasting Company, de General Electric) y Fox Broadcasting Company (de News Corporation). Quienes manejan estos medios adquirieron una importante cuota de poder que no emana de la soberanía popular, sino del dinero, y responde a una intrincada madeja de relaciones entre los medios informativos y de comunicación y las más grandes corporaciones trasnacionales estadounidenses, como la controvertida petrolera Halliburton Company, del vicepresidente Dick Cheney; el Carlyle Group, que controla negocios de la familia Bush; la proveedora del Pentágono Lockheed Martin Corporation, Ford Motor Company, Morgan Guaranty Trust Company of New York, Echelon Corporation y Boeing Company, para citar unos pocos. Paradójicamente, estos diez grandes imperios mediáticos muestran a Estados Unidos como una democracia ejemplar, regida por el llamado ‘sueño americano de la libre competencia’, donde todos tendrían ‘iguales posibilidades de triunfar’. Roma levantó el Coliseo para ofrecerles una diversión sanguinaria a las masas urbanas de su imperio. Hoy, cada vez que encendemos el televisor recibimos aterrados las crueldades de la propaganda de la guerra del imperio estadounidense, aunque las noticias pretendan mostrar la supuesta bondad de sus soldados en Irak y las películas nos familiaricen desde niños con la muerte y la violencia. Petróleo y recursos naturales para las transnacionales y circo para los pueblos, parece ser la consigna del imperio, sólo que ahora el circo está instalado en los hogares, por voluntad de unas reducidas élites mundiales. En EE.UU. la información fue suplantada lisa y llanamente por la propaganda corporativa. Dejó de existir el ‘derecho a la información’, garantizado por la Primera Enmienda de la Constitución. Los ciudadanos estadounidenses perdieron su derecho a la información veraz y oportuna sin darse cuenta y sin que hayan sido formalmente derogados. Las frecuencias para las señales de radio y televisión constituyen un bien público, de toda la sociedad, pero su control pasó a manos de unos pocos mega-imperios mediáticos:
AOL/Time Warner Inc.
Gannett Company Inc.
General Electric
News Corporation
The McClatchy Company
The New York Times Company
The Washington Post Company
Viacom y las cadenas CBS y UPN
Vivendi Universal, la dueña de Universal Studios
Walt Disney Company.”
Fuente: Ernesto Carmona, Los amos de la prensa en EE.UU. y América Latina, 2007, Bridget Thornton, Brit Walters y Lori Rouse.
El hombre que vino del frío
Foucault (cuyos trabajos toman relevancia con estos temas) siempre insistió en que debíamos abandonar esa concepción que el marxismo había impuesto sobre la represión: que castigaba, que provocaba dolor, sufrimiento. No: hay una represión que entretiene, produce placer. Es el gran hallazgo de la Corporación Disney. El Pato Donald era “malo” en los 70. Ariel Dorfman y Armand Mattelart, hicieron un libro inolvidable al respecto. Se trataba de “desmitificar” la “mentira imperialista”. Hoy la reciben todos casi sin contramensaje posible. Disney ataca y penetra por tantos lados que su encanto es irresistible. Dice el escritor argentino José Pablo Feinmann: “Algún día retornará el
Ilustración: Franco Donaggio |
Gran Padre Walt del frío eterno y el mundo lo recibirá como a un dios. Sólo un dios puede salvarnos. Eso pedía Heidegger en el reportaje del Spiegel. Ese dios no será el que imaginaba (vaya a saber cuál) el pensador de la Selva Negra. El único dios que regresará del más allá para alegría de la entera humanidad será el Gran Padre Walt. Lo tienen listo para el momento preciso. ¿O alguien realmente cree que son incapaces de revivir a Walt Disney? Si no lo hacen aún (ahora, cuando están por “hacer” al hombre) es porque no lo consideran necesario. Pero lo harán y les aseguro que estoy preparado para verlo retornar en una nube o en un trineo o en un ataúd con barras y estrellas y la estridencia de una marcha de John Philippe de Sousa o la dulzura de la canción de Pinocho. Desembaracará en DisneyWorld y anunciará a todos que trae un regalo inesperado: regresó, con él, la madre de Bambi. El mundo es maravilloso. Ríndanse. Creo sinceramente que traerán a Disney. Creo que ya pueden hacerlo. Y creo que en una década o sólo algo más lo veremos. O en cualquier momento. Depende de las urgencias del Pentágono. Sé que las profecías suelen llevarnos al ridículo, pero no creo que ésta lo consiga”.
Esto es hoy el capitalismo comunicacional. Esto es hoy el sujeto absoluto hegeliano. Es un sujeto global informático. Pero es, sobre todo, la real posibilidad que tiene el Imperio para sujetar las subjetividades.
¿Qué haremos ante el abrumador poder del sujeto absoluto comunicacional? Defender nuestra subjetividad.
Dice el filósofo argentino León Rozitchner: “Nunca hubo un poder tan bien organizado, voraz y despótico como el que está apareciendo ahora (…) Nunca hubo tantos instrumentos de destrucción, tanto control, tanta sujeción de la subjetividad. No podés imaginar siquiera, porque el imaginario viene de afuera y se mete en vos. Y el movimiento interno de imaginación y pensamiento te lo interrumpen a cada rato, pasándote. Todo está, en alguna medida, organizado de una manera siniestra. Todos los niveles de la relación del poder con la realidad están organizados técnica y tecnológicamente. Este sistema está hecho para destruir la subjetividad de la gente, impedir el pensamiento, impedir el afecto. Y por eso la superficialidad”.
La batalla mediática es contra el espíritu crítico del televidente, lector de diarios o radioescucha. Una guerra a muerte contra la imaginación. Un sujeto que no puede imaginar no puede proyectar, no puede pensar nada alternativo al imaginario del poder. Y con la subjetividad nos quieren arrancar la posibilidad de la conciencia crítica que elabora la trama de su propia libertad. La libertad desde la cual podemos decir la frase que más teme el Poder, la frase contra la cual dirige toda su enorme artillería: dudo de vos. Lo que dijo Descartes. Ese “héroe del pensamiento”. “Dudo, y de lo único que no puedo dudar es de mi duda”. En algún punto, acorralado, sofocado, en el último socavón de nuestra conciencia, tenemos que tener todavía un resto de libertad. Es necesario que sepamos defender esa libertad para que el hombre no esté definitivamente perdido.