Buenos Aires.- Madonna pasó por Argentina en su nueva gira y la televisión mostró a los fans apiñados, en plena lucha por verla aunque ella no los viera (ni quisiera verlos), vestidos como ella en sus anteriores reencarnaciones.
La palabra justa para definir a Madonna es reinvención. A partir de su conversión mágica de bailarina desconocida a cantante a principios de los 80, Madonna hizo de la reinvención una estilo de vida: ser muchas cosas para no quedarse fuera. Fue un momento epifánico en el que se dio cuenta de que todos estaban mejor vestidos que ella. Y decidió que sería ella la que impondría la forma en que se vestiría el resto del mundo, para que nunca pudieran dejarla atrapada en un momento determinado de la historia, para no dejar de ser, ni por un segundo, moderna.
Y así tenemos a la interminable sucesión de Madonna’s: la like a virgen, la Marilyn Monroe, la sadomasoquista, la religiosa, Evita… Imágenes cuidadosamente construidas para disimular la verdadera Madonna, oculta tras la exuberante imagen que despliega para hechizarnos y vendernos un nuevo disco: una estatua de hielo y una astuta y dura mujer de negocios que sabe cómo conseguir lo que quiere, mientras escandaliza al fácilmente escandalizable público estadounidense con sus puestas en escena.
Porque Madonna se especializó en tocar los puntos más sensibles del es tadounidense promedio, consciente de que el escándalo es el mejor elemento a la hora de mover una carrera, ya que no poseía el talento de su competidora más cercana, Cindy Lauper, pero sí tenía una monstruosa capacidad camaleónica que la colocaba donde otras divas nunca podían llegar sin derrumbarse en medio de lágrimas.
La carrera de Madonna es el sueño húmedo de cualquier presentador de talk show: rumores sobre drogas, alcohol, violencia, fiestas, sexo y malos tratos; todo espolvoreado con muchos nombres famosos (John Kennedy, Sean Penn y siguen las firmas). Pero lo que hubiera perjudicado a cualquier otra figura, a ella le permitía vender más discos.
Por eso Madonna es la versión más cercana a Frank Sinatra: alguien que sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo; además de una cantante que, sin alcanzar la calidad vocal del viejo Frank pero con sus mismos malos modales -aunque disimulados en un guante de seda- puede apropiarse literalmente de un tema y hacerlo suyo aunque lo haya escrito otro; una personalidad tan fuerte que a su lado los demás desaparecen como si fueran humo expulsado con elegancia.
La única diferencia entre ambos es que ella nunca pudo convertirse en una buena actriz y todas las películas que protagoniza son bodrios destinados a explotar. Por eso la Madonna actriz aparece siempre un paso detrás de la Madonna cantante. Los esporádicos protagonismos en el cine son el único paso en falso de una mujer que decidió, en algún momento de los 80, que sería la diva más grande del mundo, y más de 20 años después mantiene el trono por prepotencia de trabajo y porque las pasiones que excitan y motivan a los demás mortales parecen no tocarla, como si ella estuviera siempre detrás de un vidrio, consciente de que cualquier cosa que suceda, ya sea a su favor o en su contra, puede manejarla a su antojo.
Víctima de un sueño ajeno
El mismo día que vi a Madonna en uno de sus recitales, pasaron el documental sobre Britney Spears, Britney for the record, donde puede verse el intento de reconstrucción de una diva que sabe que ésta puede ser su última oportunidad en un mundo que no perdona el fracaso.
Y debo confesar que ver las dos imágenes superpuestas con tan poco tiempo de diferencia me sorprendieron: mientras Madonna abre su show sentada en un trono que le demuestra a los demás quién es, Britney aparece como una adolescente sensible que todavía no entiende muy bien qué le pasó entre los 17 y los 26 años, como si todo fuera un sueño que sucedió demasiado rápido, al que ella realmente no tuvo acceso más que como espectadora pasiva de su propia y -por ahora- esquiva gloria.
El documental abre con la princesa
del pop despertándose, solitaria, en su cama. Desde ese momento inaugural y casi like a virgen, con su padre haciéndole amorosamente el desayuno. Britney aparece rodeada de muchas personas que van y vienen pero, a diferencia de Madonna, no controla ese desorden que la rodea como un torbellino. Se presenta a sí misma como la víctima de un sistema -como el de los viejos estudios de Hollywood- donde las estrellas deben cumplir los compromisos firmados por otros.
Así, Britney parece todavía la estrella de una película ajena, alguien colocada ahí para cumplir un papel específico que no entiende realmente qué sucede a su alrededor, mientras todos le aclaran lo que debe hacer para satisfacer “a su público”. Y el encanto secreto del documental -más allá de la intención obvia de relanzarla como estrella y lograr, después de sus últimos escándalos, calvicie incluida, su redención pública- es conectar al espectador con la Britney original, esa chica Disney construida meticulosamente por su madre para cumplir con los parámetros de una industria dominada por la imagen donde ella aparecía rozagante, pura y virgen.
Pero Britney, queda claro, no es Madonna y posiblemente no quiera serlo porque Madonna es algo totalmente diferente: una mujer obsesionada por tener el control, cuya rutina diaria, siguiendo las comparaciones militares, es algo más cercano a un cuartel que al descontrol de otras estrellas pop.
Britney nunca será Madonna (ese monumento al propio esfuerzo que el propio Dylan alabó con reticencia, asombrado por su voluntad todopoderosa), porque todavía parece sensible e inestable, y el video lo demuestra con los momentos donde confiesa que estuvo perdida, que tomó malas decisiones, que hizo lo que no debía, que sus fans, en definitiva, no se merecían algo así de ella.
En esos escasos segundos, Britney deja adivinar que seguirá grabando porque -como Michael Jackson y tantos otros niños prodigio- ésta es la única vida que conoce y afuera de ese mundo blindado hay otro aún más cruel.
Y ese es el tipo de documental que Madonna nunca hubiera aceptado filmar -demasiado cercano y mostrándola herida y lastimada- aunque lo intentó, a su manera, con Truth or dare, donde en uno de sus momentos más sobreactuados, ella llora por no poder acostarse con Antonio Banderas, acto que, según Rodrigo Fresán, realmente hizo.
En esa falta consciente de honestidad está su mayor encanto, mientras las aspirantes a sucederla en esta nueva era -Britney, pero también Christina Aguilera- hacen exactamente lo contrario: nos cuentan todo lo que pasa por sus cabezas y esperan que con ese toque de empatía puedan lograr que compremos sus discos ahora que ya no son tan jóvenes e inexpertas como al principio