Me había acostumbrado a los cuarenta minutos de coche oyendo en la radio recetas de cocina o mamadas astrales. En el camino, los semáforos albergaban una turba de magos y palomas, vendedores de percheros y limpiaparabrisas en misión comando. En ningún momento me percaté de que por la izquierda se acercaba un tipo con cachucha y chamarra de los Dodgers.
—Dame lo que traigas y no hagas panchos, cabrón —dijo el Dodger mientras mostraba una pistola que traía fajada en el cinturón.
Si fuera necesario le hubiera dado las nalgas o la hermana que nunca tuve. Pero no, sólo quería el dinero. Se lo entregué, dio las gracias. ¡Dio las gracias!, y se perdió entre los coches. Cuando volví a acelerar me temblaban las piernas, llegué a la oficina con hipo nervioso y jurando que tenía que abandonar esta pinche ciudad de mierda en la que la violencia siempre me había pasado de lado a través de anécdotas de amigos y conocidos, pero que hoy me mostraba los colmillos aunque, es menester aceptarlo, de una manera bastante inocua.
Me encontré de frente con Rosita, quien con su mirada de espejo me hizo saber que lucía como Rodríguez Alcaine, el famoso líder sindical de pelo violeta, en sus últimos años de vida:
—Ay, señor, mire nomás: abotagado otra vez, se va a morir. ¿Quiere un café?
Rosita es la única mujer en el planeta que vota cada sexenio por el PARM, usa sombreros con uvas de plástico, me dice “señor” y cree a pies juntillas en los horóscopos. Su aspecto era incompatible con el escenario carnívoro de una agencia de publicidad con jóvenes, muy jóvenes, que ofrecen café entre sonrisas y tetas operadas. El hecho es que me acompañaba hace años, era eficaz y creo que en el fondo me quería.
—¿Hay llamadas?
—¿Quién lo va a llamar a usted? Sólo una loca que crea que lo mejor que puede hacer en la vida es pasarse el tiempo esperando uno de sus braguetazos.
—Rosita, cállese. Me acaban de asaltar.
—¿Quién?
—La Madre Teresa. Además, me dieron las gracias.
—Eso se gana por traer dinero en la cartera. Ocho de cada diez asaltos se producen porque la víctima es detectada al salir de un cajero automático.
No tenía ánimo para discutir, así que la dejé hablando sola.
Llamé a Nahui a su clase de yoga, estaba resoplando: “Si tú te crees que soy una pendeja que se adapta a tus hormonas, estás jodido”. Y remató: “Jo-di-do”.
Jodido quedé con el acuerdo. A las cinco de la tarde me tenía que presentar en un local que tenían los karmas en la calle de Génova. Comí solo en el restaurante de Palma, ya que soy devoto del centro histórico. Desde niño, cuando mi padre me llevaba a ver las iluminaciones en las fiestas, me acostumbré a ese metabolismo de vértigo en que lo mismo hay cargadores con muñecas desnudas que concheros de pasos irremediables. Creo que soy la única persona en el mundo a la que no le molestan los ambulantes ni la sensación de alerta que hay que mantener para evitar un atropellamiento o el rocío de unos meados que alguien lanza desde un balcón. Cuando terminé dirigí mi camino a la Zona Rosa como una res se enfila al matadero.
Al llegar me encontré a Nahui con un librito y vestida como Indira Gandhi; portaba en la frente un lunar que recordaba vagamente al de la tigresa Serrano.
Entré, me obligaron a quitarme los zapatos y a hacer una reverencia frente a la foto del Chirambalai Nugtacaganda (o algo equivalente). El salón estaba lleno de señoras místicas con un aspecto lamentable. Después de un rato entró un tipo que parecía desecho de guerra, se sentó frente a nosotros y empezó a cantar. No era música ordinaria, tenía un compás rarísimo; los circunstantes seguían el ritmo entre estremecimientos. Nahui había cerrado los ojos y parecía víctima de un episodio sicótico. Traté de concentrarme; es decir, abandoné mis prejuicios y me propuse no sentirme un idiota. Dejé que el ritmo poseyera mi cuerpo.
Me dormí.
Al despertar, el desecho seguía cantando. Cuándo terminó se puso de pie y salió por la puerta sin esperar los aplausos que pensé recibiría. Los asistentes también se levantaron y cada uno se fue a su casa.
—¿Qué te pareció?
—Muy interesante —respondí con la cautela de alguien que entra a la jaula de un tigre de Bengala.
Salimos hacia Reforma y entramos al cine. Proyectaban una película española, la historia de una mujer (Victoria Abril) que se encuentra con su ex esposo en un semáforo. El tipo es un miserable que vende
chicles. La tipa se compadece y lo lleva a su casa. La escena culminante llega cuando la protagonista se monta encima del chiclero mientras los hijos de su nuevo matrimonio entran en escena.
—Si tú vendieras chicles te querría igual —dijo Nahui al salir.
Pensé que si vendiera chicles ni yo me querría igual.
La primera vez que nos tomamos un café le pregunté por el origen de su nombre y me explicó, como si todo fuera muy normal, que sus padres admiraban a una tal Nahui Ollín, una señora del precámbrico intelectual mexicano. Registré mentalmente y luego me enteré de asuntos tan asombrosos como la capacidad energética de la pirámide de Chichén Itzá y de todos los vicios del mercado al que yo de alguna manera representaba. Cuando Nahui supo que me dedicaba a la publicidad torció la boca con ese gesto universal que implica un futuro desencuentro, pero supongo que me vio como alguien redimible ya que empezamos a salir con más frecuencia y pronto nos hicimos amantes. Me gustaba su frescura, esa autenticidad tan rara en todos nosotros (hipócritas al fin, en un mundo que transita desbocado hacia la corrección política) que le permitía decir cosas que invariablemente me avergonzaban, pero que en su boca eran verdades del tamaño de una casa. Alguna vez, durante una reunión de amigos (míos), se le quedó viendo a diez centímetros de la cara a una señora que tenía barba, y dijo: “Hija, esos pelos se te ven fatal”.
Su pasado era un misterio a pesar de mi insistencia por conocer más de ella. Vivía en un departamento rarísimo en la calle Cadereyta en plena Condesa, cuyos habitantes tienen la particularidad de sentirse neoyorkinos y pasear perros en la madrugada. La casa de Nahui en lugar de paredes tenía espejos, ya que era aficionada al flamenco y vivía de dar clases a jóvenes aprendices.
—Tu obsesión por mi historia es una muestra de enorme inseguridad —decía—. El presente es tuyo y el pasado mío, entiéndelo y no seas idiota
Agradecemos al autor la autorización para reproducir este fragmento del capítulo dos de la novela Soñé con Rocío Dúrcal que próximamente circulará bajo el sello editorial Debolsillo.