La vorágine de contenidos

Compartir

En la discusión sobre la radiodifusión comunitaria en México, y en una buena parte de América Latina, pareciera que el tema de la legalidad y de su concreción objetual más deseada (el título de licencia, se entiende) es el último paradigma. El título representa no sólo el aseguramiento de un derecho (una suerte de “propiedad” velada) sino un vínculo legal y tangible que obliga a quien lo tenga a procurarlo, a conservarlo, a dedicarse a él. La posibilidad de la digitalización y de la convergencia tecnológica -que, en términos prácticos, muy probablemente llegará tarde para la radio y la tv, particularmente en aquellos países donde los oligopolios se empeñan en sólo mirar el ombligo de sus propios intereses y donde las sociedades civiles organizadas se obstinen en mirar dicho proceso como una “amenaza” para el ombligo propio – no ha hecho sino subrayar, no sin dolo por parte de quienes la predican, la “inobjetable” importancia que el esquema/modelo de otorgamiento, refrendo y administración de licencias para la radiodifusión tiene en todo aquello que concierna a la comunicación como un derecho. No en vano una gran parte de los presupuestos de lobbying de los más poderosos conglomerados mediáticos y de las más poderosas ONGs dedicadas al tema se destina a ese rubro (y a todas sus concomitancias, por supuesto), y a ningún otro. Probablemente en el ejercicio de ningún otro derecho queda tan claro que quienes tienen licencia, y quienes la otorgan, aspiran y en la práctica pueden dejar fuera a los que no. Si la perspectiva se centra en los monopolios mediáticos, este razonamiento es inobjetable y no por ello menos escandaloso. Pero es en el ámbito de lo local donde, éticamente, puede adquirir un carácter perverso.

Sin embargo, no hace falta alejarse demasiado del título de permiso para darse cuenta de que en el presente esquema de medios -que sólo los analistas que viven de sorprenderse pueden seguir llamando “nuevo”- el tema del marco legal, entendido como el acceso a las licencias y el acomodo de intereses en los marcos legislativos, no sólo mengua en relevancia sino, en gran medida, ha quedado muy por debajo de cualquier análisis ontológico que se aplique sobre el tema. En una realidad que demuestra que la concentración de medios no necesariamente significa más “la concentración de la información” y donde el paradigma emisor/receptor comienza a hacer parecer las frases de Brecht cada día más extemporáneas (pero no sus canciones, claro), se ponen en juego nuevas variables en un fenómeno, el de la comunicación, complejo de por sí. Y estas variables, sin dejar de estar intrínsecamente vinculadas con el ejercicio del derecho a la comunicación, comienzan a tener mucho más que ver con el ejercicio del derecho per se que con la circunstancialidad, transitoria como pocas, de tener licencia para hacerlo. Y cuando se habla de “el ejercicio del derecho en sí mismo” no se debe pensar en ninguna figura retórica estilo ONG, sino en la más directa praxis de ese concepto: en la producción de contenidos.

En junio de 2011, la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por sus siglas en inglés), instancia reguladora de la radiodifusión y de la telecomunicación en Estados Unidos, presentó el reporte de la Comisión Knight -parte del Grupo Bipartito de Trabajo sobre la Necesidades de Comunicación de las Comunidades, conformado por la FCC y la Fundación Knight-, titulado “Las necesidades de información de las comunidades”.1 El informe es tan revelador que, a pocas semanas de haberse publicado y a pesar de constar de 475 páginas, los dos ámbitos donde tiene más relevancia son los foros de discusión de los trabajadores de la radio pública estadounidense -que no en los ámbitos de la radio comunitaria de ese país- y en lecturas preliminares por parte de analistas pagados por los radiodifusores privados, y no sorprendentemente, por los profesionales del periodismo.

El reporte es particularmente claro cuando caracteriza la proliferación de información generada por “virtualmente, cualquier persona” a través de plataformas digitales y móviles, entre otras, como un nuevo paradigma que resemantiza el mapa de medios en casi cada comunidad del vecino país del norte. El informe aclara contundentemente que esta información es, cada vez más, “emitida por personas perfectamente capaces de adoptar estándares periodísticos”, y que estas emisiones cuestionan cada vez con mayor frecuencia los formatos establecidos de producción documental o noticiosa. Esto, de acuerdo con el informe, no sólo obliga a muchos periodistas “desplazados”, por el retraimiento de la prensa escrita, a buscar nicho en los medios digitales (o a utilizar variables online de corresponsalía y reporteo), sino que comienza a redefinir el esquema de negocios y/u organizacional de casi cada estación privada y pública.

El informe anota a este respecto: “Las estaciones de radio y televisión se están moviendo más allá de la “radiodifusión”, virando agresivamente hacia plataformas móviles y digitales. Por otra parte, hay un universo grande y creciente de medios de comunicación sin fines de lucro no afiliados a la radiodifusión tradicional pública, que incluyen redes no gubernamentales de seguimiento al Estado en asuntos públicos, estaciones de baja potencia de FM, de acceso público, educativas, e incluso canales gubernamentales; programadores independientes sin fines de lucro que transmiten por televisión vía satélite y, ahora, un universo creciente de sitios web sin fines de lucro. (…) Lo que estos grupos tienen en común es esto: reinvierten los ingresos excedentes en la organización, y tienen misiones de interés público que incluyen una clara tendencia hacia el periodismo independiente”. Es decir, la tendencia de los grupos de productores independientes es la de reformarse con esquemas parecidos a los de las organizaciones no gubernamentales y, particularmente, la de abrir espacios que garanticen un juego cada vez más contundente para la producción independiente. El informe subraya la aparentemente tendencia irreversible de todos estos esquemas a derivarse en plataformas online y a invertir cada vez más esfuerzo y presupuesto en la producción de contenidos para Internet y dispositivos móviles, a la vez que se trasciende el esquema de broadcasting habitual.

El ámbito de crecimiento para la comunicación más caracterizado por el informe es el local; la información de las comunidades se reconfigura (y partiendo en algunos casos de una casi nula existencia, según lo apuntala el informe) a través de la integración casi universal del SMS y otros servicios móviles -y su ya casi intrínseca relación con plataformas basadas en servicios web como las redes sociales, la sindicación RSS y otros-, y llegando hasta la producción local de piezas documentales, tanto en audio como en video, que soslayan su emisión vía antena y adquieren niveles de difusión a veces apabullantes vía servicios de streaming y podcasting o en plataformas tan universalmente conocidas hoy como Youtube o Vimeo. Algo muy parecido comienza a ocurrir con la producción artística, musical y con casi cada agenda local en la que se pueda pensar.

Esto nos regresa a la idea del ejercicio del derecho por sí mismo. Una de las realidades más marcadas que subyace en el informe Knight-FCC (y que no hace falta demasiada imaginación para concluir que es aplicable, de más de una manera, a las comunicaciones de prácticamente todo el mundo; salvando las diferencias de accesibilidad y de idiosincrasia que se puedan argüir, así como los atrasos que los monopolios de la industria le puedan imponer a cada país) es el de la sofisticación de los contenidos. Ante la virtual desaparición de la imposibilidad de emitir, los productos comunicacionales tienden a ser cada vez más diversos, cada vez menos previsibles; es decir, las posibilidades no sólo tienden a ampliarse, sino a cumplirse. Podría hablarse de una clara vorágine de contenidos en la que cada expectativa podría verse cumplida. Un paseo por la televisión abierta o por la radio de casi cualquier país de América Latina nos hace ver que la producción de contenidos para esos medios no sólo está en uno de sus comunes denominadores más bajos, sino que además lleva bastantes años estacionada allí. Llamémoslo monopolio, medio público, radio comunitaria: si estableciéramos un comparativo entre los contenidos que a golpe de una búsqueda mínima pero meticulosa pueden accederse vía Internet (en audio, en video, en multimedia, en streaming, en tiempo real, descargables o no, gratuitos o no, en Creative Commons o no, en el idioma propio o en el ajeno) y se les pusiera de frente a los contenidos de la televisión y la radio privadas, públicas o comunitarias, la diferencia no sólo sería abismal sino que comienzaria a tener un halo de obsolescencia.

No de la base tecnológica en sí misma, que seguramente tiene asegurada la vida cuando hay tantos y tan poderosos que quieren repartirse el espectro radioeléctrico; pero sí de la noción de comunicación y de la efectividad de esa noción cuando lo que se defiende es un esquema de producción de contenidos tan obstinado en el periodismo reporteril, en la cobertura de cúpulas, en el humor denigrante, en la narrativa previsible y, en general, en un “siglo- XX-y-sus-formatos” que se queda, a una velocidad inverosímil, atrás.

Autor

  • Daniel Iván

    Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.

    View all posts