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miércoles 09 octubre 2024

Las inercias de Kim Ki-duk

por Omar Trujillo

“Ready, action!” Así se mata Kim Ki-duk y su vida, dice él en “Arirang” (2011), deviene una película dramática que deja atrás la forma documental: “grabo simplemente para ser feliz”, dice Kim confesando una suerte de padecimiento. Acaso sea esto, incorporar la ficción a la vida, el convite que nos hace el célebre director surcoreano de quien disfrutamos producciones fílmicas. Kim Ki-duk, nacido en Boghwa en 1960, merece ser reseñado, nombrado, no por sus logros patentes en el mundo del cine que no son lo primordial, él lo sabe (Festivales Internacionales de Cine: Venecia, Cannes, Pusan, Vancouver, Karlovy Vary, Berlín, Moscú, Oporto…)1, no por los honores que nos brindan, parafraseándolo, el cielo y el infierno, sino por las experiencias de tipo estético que despliega y permite con sus trabajos.

¿Por dónde empezar? Un día Roberto Bolaño dijo: “Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca”. Pues ni por el principio ni por el final, sino por las partes, digamos, que subyacen los mundos de penumbra y silencio que ha creado Kim. Mundos que buscan fundar una sensibilidad inédita, tanto en sus personajes como en los seres personificados en que nos convertimos al ver sus desequilibrantes exquisiteces visuales. Kim Ki-duk ofrece con sus películas un panorama otro, me ofrece un panorama otro, y en la medida en que me brinda la posibilidad de transformarme, distanciarme de mí, conocerme, es que lo considero un creador. Recuerdo aquí a John Dewey, filósofo pragmatista norteamericano. Su libro El arte como experiencia, de 1934, es fenomenal. Para Dewey, una obra de arte y su creación de sentido ofrecen más riqueza interpretativa, no a la luz de imaginarla como una construcción cerrada en sí, con mensajes decodificables y geniales, sino por su cualidad de relación, por lo que hace con la experiencia, es decir, por “lo que hace con nosotros”, por las sensaciones, percepciones, emociones y pensamientos que despierta en su contemplador, quien tiene que construir, en aras de aprehenderla, su propia experiencia de la obra. Así mirado, el arte se revela como concepción, como esa vida compartida: la vida de la obra depende de la nuestra, nuestra vida también depende de la suya metafóricamente, sin embargo el momento estético, dice Dewey, la antecede. El momento estético es suscitado por las formas y reacomodos con que nos adecuamos a nuestro entorno cotidiano velozmente cambiante; en otras palabras, la obra de arte se prefigura, surge y tiene ya una realidad virtual en nuestra relación adaptativa con el mundo.

Esta idea, simple pero interesante, es la que conecta a Dewey con los mundos de Kim Ki-duk, quien logra presentar, en mi opinión, un trayecto sombrío y particular entre la experiencia estética y los procesos normales de la vida. En su obra, avizoro cómo estos procesos descontrolan, tensionan y desplazan los prejuicios de sus personajes, y lo que es maravilloso, hacen explotar la creación de sus pensamientos, cualidad inherente de lo estético. A primera vista, podríamos tildar su cine de gore, pero sería solo para imaginarnos sus películas en medio de otras miles. No es lo relevante, además los personajes de Kim no son monstruosos, lo que aparenta serlo es la relación con su realidad inmediata, la cual desemboca en dinámicas que magistralmente hieren susceptibilidades de todo tipo: corporalidad, fuerza, narcicismo, diferencia, sentimiento, lealtad, sutileza, son obligados a entrar en lógicas que quiebran certidumbres fundamentales con las que funcionan nuestras relaciones humanas. Aunque suene pleonástico, el director en cuestión es un esteta de la discordia.

Tal vez debido a este quiebre, que Kim Ki-duk envuelve tácticamente, sus comentaristas recalcan como tema recurrente en su obra la violencia explícita. Se diría, se ha dicho, que echa mano de una violencia exagerada, incómoda, “tremendista y retorcida”2. Yo creo que no. La violencia que expone el cineasta coreano inspira, según diría Dewey, inflama “a causa de resistencias y contactos íntimos”, dista de ser vacua, nos llega por canales estéticos poco transitados, su intensidad no deriva de su realismo espectacular, como podría apreciarse en “Domicilio desconocido” (2001), “Por amor o por deseo” (2004) o en “Piedad” (2012), sino de las formas en que provoca resistencias en nuestra conciencia, me refiero a los tópicos y la forma en que se hilvanan. De hecho surrealismo me parece una suerte de táctica, una trampa a la mirada. Si agudizamos la percepción, la violencia no aparece como situación puntual, sino como lógica, como modo de gestión del vínculo íntimo y colectivo entre los personajes, como forma de un proceso de acción-reacción que se intensifica exponencialmente pero que genera y sustenta la relación social en el seno de culturas altamente desiguales y fragmentadas. Nuestra actualidad occidental contemporánea tiene mucho que escuchar porque enfrenta una crítica acérrima proveniente del “otro lado” del mundo. Este proceso particular de creación de vínculos, al que Gregory Bateson llamó “esquismogénesis”, supone lo violento como sustrato y móvil del tejido social. ¿Es el capricho del director construir esas escenas? ¿No es más bien una crítica a las culturas contemporáneas que apuntaladas sobre individualidades urbanas despojadas de comunidad, orillan a los sujetos a encontrar en las modalidades de la violencia y el entretenimiento una de las pocas formas de vincularse? Veamos…

“Piedad” me parece un ejemplo claro, la historia de un huérfano y cobrador de deudas sin tapujos que cae en cuenta tardíamente de que sí existe, es decir que tiene vínculos sin saberlo, o al menos así lo cree, pero cuyo nombre, Lee Kang-do, no le permite significación alguna. La llegada inesperada de una mujer que dice ser su madre que lo ha abandonado, lo vincula a la vida de una forma brutal y de modos que él simplemente no puede evitar; a pesar de golpearla, violarla, humillarla y gritarle: “¡Por qué apareces de repente! ¡No digas mi nombre, no tengo ninguno!”, la mujer quiebra sus resistencias porque lo nombra, lo abraza, le cocina, le da identidad de hijo, en suma: lo obliga a verse. Ante esta especie de despertar que no es sino estético, se descubre inserto en una madeja de vínculos que lo sobrepasa, su narcisismo sufre un sisma al concebirse separado del mundo y conoce por primera vez la cruda lógica que ha construido con sus deudores, a quienes lisiaba para cobrar el seguro laboral y hacerles saldar sus deudas. El miedo a la venganza, nítido síntoma de esta vinculación esquizoide, se engarza con una historia que deviene caótica al revelar que Lee Kang-do, entre sus excesos, ha lisiado también a su hermano en completo desconocimiento de su conexión consanguínea. Otra versión, dice un amigo mío, sugiere que la supuesta madre miente, que en realidad busca vengarse por conocer sus pocos escrúpulos. El desenlace sin embargo para ambas versiones es una cadena de suicidios de corte auto condenatorio, tanto de la supuesta madre como de Kang-do. La trama, en apariencia pesadamente violenta, resalta aspectos de actualidad contemporánea. La máquina de relaciones de dominio que permeaban la vida de Kang-do, esa inercia que instaura el capital, lo obligaban a hacer de su realidad una ficción en que su nombre era solo una palabra y en que la memoria de un pasado familiar debía ser arrancada de su mente para sobrevivir. Desinteresa si la madre era falsa, para Kang-do brindaba un terrible efecto de verdad. El advenimiento abrupto de este saber de sí, una transacción típicamente moderna, acaba con él. “Time”, de 2006, trata sobre una pareja, bueno en realidad son varias, tienen que verla para entender a qué me refiero. ¿Es el paso del tiempo o nuestros pasos sobre el tiempo lo que ocasiona el deterioro del cuerpo? ¿Buscamos que el tiempo pare o que nuestras ideas se transformen con él? Preguntas que Kim pone en juego a manera de imágenes: rostros que se operan por no ser reconocidos, rostros irreconocibles por haberse operado. “Time” coloca una pareja como personajes principales. Un día en la sobrecama, ella se percata que el deseo de su amado se ha eclipsado. Frente a esto, que percibe como una realidad inexorable, desaparece de su vida y decide intervenirse quirúrgicamente el rostro. Pasado un tiempo, se presenta en el mismo café en el que su novio acostumbraba a leer el periódico. Lo encuentra, se acerca, lo aborda y entre ambos surge una mirada ambigua, ni tan atrayente como necesita el amor ni tan lejana como acostumbra la indiferencia. El vínculo se mantiene sin código ni claridad, indeterminado como cualquier vínculo estético. Por razones que no quiero explicitar, él conoce la verdad y continúa sin mucha reflexión esta lógica erótica ritmada por el tiempo: se opera también. Ambos, ahora completamente otros, extrañamente enlazados por la imagen de un amor más difuso que perdido, presente pero impenetrable, se encuentran y a la vez se pierden en las orillas de un lago donde acostumbraban ir cuando eran pareja. Ahí se preguntan sobre sus amores pasados, sus recuerdos, sus olvidos, se toman fotos en la mano del tiempo que los ha perdido entre los dedos. Se establece así una mirada sobre la utopía, es decir el camino, la inercia hacia la identidad deseada: la identidad perdida.

Es bien sabido que Kim Ki-duk experimentó esta misma inercia cuando sufrió una terrible depresión causada, entre otras cosas, por la posibilidad de que una de sus actrices muriera en el rodaje de “Dream” (2008). Hundido en una “pocilga”, como dice en “Arirang” (2011), se reclamaba a sí mismo no actuar como en sus películas, no ser el director de fama mundial que era, no actuar según la identidad que se había forjado. Este movimiento inercial hacia la identidad genuina atraviesa no solo a Kim y los personajes de “Time”, es una condición paradójica de la vida contemporánea nutrida entre otras cosas por las modalidades de la comunicación y los mass media, por ejemplo, cabe remarcarlo, el cine, con el cual nos conocemos perdiéndonos en un mar de historias.

Otra de ellas es “Hierro – 3”, romántica y extraña historia de escasas palabras donde la visibilidad juega un papel crucial. El personaje principal se dedica a irrumpir sin violencia alguna en casas ajenas, temporalmente deshabitadas. En su interior realiza labores cotidianas: lava la ropa de los dueños que se han ido de vacaciones, repara aparatos electrodomésticos, etc. Después de pasar la noche con pijama ajena, se toma una foto en la casa y se retira sin dejar rastro alguno. Así lo hace hasta que un día encuentra una mujer golpeada en una adinerada mansión en la que se creía solo. La mujer, esposa de un violento y obsesivo empresario, decide escapar con él y secundarlo en su extraña forma de vivir. La rareza de ambos ahonda el enamoramiento que no encuentra obstáculos hasta el día en que son descubiertos. Después de comprobar por las fotos su estadía en varias casas, la policía la obliga a ella a regresar a su matrimonio y a él lo condenan. Kim Ki-duk narra la historia de cómo a través de distintas tácticas, el personaje logra controlar su cuerpo para quedar siempre fuera del espacio de visión y escapar. Una vez fuera experimenta una doble cualidad de libertad: liberarse del cuerpo y del ojo ajeno. Esto le permite regresar a la mansión y vivir con el matrimonio, que en apariencia súbitamente se recompone debido a la presencia recién legada que solo ella puede ver. La pujanza del amor hacia la invisibilidad estratégica se revela como una búsqueda por la intimidad y unicidad del deseo. “Saber que este deseo es solo mío o solo nuestro”, parece ser una convicción que anima un vínculo inaudito fuera de toda contaminación, es decir utópico, estético. Kim Ki-duk critica hábilmente mediante la visualidad la sobreexposición a la imagen, una realidad contemporánea que enmarca y pone en juegos nuevas formas de la experiencia con la que hay que lidiar.

Como he dicho, el tema de la violencia ha sido una moneda de cambio para mirar la obra de Kim Ki duk, sin embargo es solo una de las lógicas contemporáneas que revela nítidamente. En mi opinión juega con distintos modos de la ficción con un objetivo primordial: sobrevivir en un mundo en que la fragmentación del vínculo social se advierte vertiginosa. Esto supone concebir la experimentación estética en todas sus vertientes como forma de adaptarse al mundo velozmente cambiante, es decir, la capacidad que tenemos de ver nuestra realidad cotidiana desde planos distintos, pues como dice él: “vivimos bajo la ley de la inercia”

Notas:

1 Cfr. Paquet, Darcy, The Kim Ki-duk Page, Última actualización Marzo de 2005, disponible en http://www.koreanfilm.org/kimkiduk. html, consultado: Febrero de 2014

2 Cfr. Por ejemplo Boyero, Carlos, “Otro violento desvarío de Kim Ki-duk”, en El País en línea, disponible en http://cultura.elpais. com/cultura/2012/09/04/actualidad/1346780083_355619.html, consultado: Febrero de 2014

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