Supongo, querido lector, que el título de esta colaboración le basta para empezar a entender mis sensaciones con respecto a las emergencias cibernéticas de esta época que vivimos. En mis tiempos, que se han ido, si uno quería interactuar con el prójimo había cosas poco extravagantes como inscribirse en un club, entrar al coro de la iglesia o -en casos de lucidez media- afiliarse a los boy scouts para aprender a hacer nudos corredizos, tan útiles en la vida urbana.
Las cosas se empezaron a mover el día que alguien me mostró lo que era un correo electrónico, me senté frente a una máquina y de pronto, lo mismo que a los maoríes (dicho sea con todo respeto) a los que se les enseña que el hombre puede volar, se me explicó que por tal prodigio podría yo comunicarme con el resto del mundo de manera “instantánea”. Hice la prueba, mostrando mis inagotables niveles de imbecilidad ya que justamente escribí “esto es una prueba” y se lo mandé a una conocida que comprensiblemente contestó “¿prueba de qué?”. A partir de ese momento y hasta el día de hoy he sido avasallado por una cantidad inimaginable de artilugios que me tienen, lo digo con franqueza, en mi lecho de muerte, francamente derrotado.
Veamos.
En primer lugar está esa madre conocida como Facebook, tan popular en estos tiempos de oligofrenia. Durante varios meses fui asediado por personas que no tenía el gusto de conocer y que me invitaban a entrar a su página, cosa que se me antojaba tanto como una cita con La Tigresa. El asunto me parecía de jóvenes divagantes y no de señores maduros con vello en las partes pudendas, sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula cuando me enteré que varios amigos que siempre consideré lúcidos navegaban por ahí y a resultas de mi última novela me conminaron a entrar ya “que serviría de promoción”. Siguiendo la ruta de mi destino y confirmando mi profunda pendejez entré al sitio y me registré, lo primero que se me solicitó es “que escribiera sobre mí” y me quedé en blanco ya que nada tengo que decir que crea le interese a los demás, luego me fue solicitada una foto, a lo que también me rehusé ya que las que tengo se basan en tomas efectistas que hacen mis amigos cuando estoy beodo, por lo que exactamente al lado de mi nombre se descubre la silueta de un señor de copetito que no soy yo. Me llamó la atención la profunda cursilería del sistema ya que plantea cosas como “A Pepe le gusta esto” y entonces me imagino que la autora del diseño es una viejita de pelo morado. Existen en Facebook cosas que me resultan indescifrables, señaladamente dos fotos de un servidor que yo no subí y que aparecen nítidamente en pantalla. En una de ellas dirijo hacia la cámara una señal universalmente conocida como “mocos” y en la otra parece que está a punto de darme una embolia. ¿Cómo llegaron? Misterio de los misterios.
Primo hermano del invento anterior es el Twitter, una cosa que entiendo sirve para que uno reciba adeptos interesados en conocer nuestras actividades cotidianas. Así, por ejemplo, si uno se enlista en el Twitter de otro (sería un gran albur) podrá saber cosas como: “me acabo de bañar”, “entré al cine” o “no coman los tacos del Chupacabras porque son indigestos”. Parecería que sentimos una obsesión de voyeurs por inmiscuirnos en cosas profundamente anodinas, que era la característica principal de una tía que tuve a la que podríamos catalogar como “chimiscolera”.
Entiendo poco lo anterior y tengo la creciente sensación de obsolescencia que acompaña a los viejos. Extraño la privacidad de los tiempos que se han ido en la que uno se ocupaba de sus asuntos y le valían madre los de los demás. No me importa si Marcela se compró un perro o si Juanito tiene colédoco agudo. Tampoco quiero saber cómo estuvo la fiesta de Chavela, pero como van las cosas es claro que se trata de una batalla más en la que resultaré derrotado y ello no deja de ser una pena en los albores del siglo XXI que me tocó vivir.