“Yo no pago para que me peguen”
La comunicación social del Estado tiene dos grandes vertientes: la información y la publicidad. En México, estas dos dimensiones se confundían. Hasta hace no mucho tiempo, era común que los propios reporteros fueran agentes de ventas de los medios de comunicación. Así, las órdenes de inserción oficiales se dirigían a los reporteros “de la fuente”, quienes recibían una comisión por conseguir publicidad para sus respectivos medios.
Pero el grueso de la publicidad oficial se decidía en negociaciones cupulares que, en mayor o menor medida, derivaban en un acuerdo para que los medios publicaran lo que a las instituciones interesaba.
El que paga… ¿ya no manda?
Afortunadamente, los medios han separado paulatinamente la actividad comercial de la informativa y la autoridad se ha esforzado por encontrar mecanismos que hagan más racional –y menos discrecional– el gasto en publicidad.
Desde hace unos años, la Secretaría de Gobernación obliga a los medios impresos a certificar su circulación pagada y a las dependencias federales a que la tome en cuenta para elegir sus contrataciones.
No obstante, aún hacen falta mecanismos que permitan conocer la cobertura, los ratings y los contenidos mismos de la programación en medios electrónicos nacionales y locales. Prácticamente todas las cadenas pueden presumir de ser “el primer lugar en audiencia”, dependiendo de cómo se presenten los datos correspondientes.
Yo necesito saber, quiero saber…
Con relación a la información, el tradicional boletín de prensa oficial ya no es suficiente para comunicar. Hoy, las entidades públicas compiten en un mercado informativo contra miles de emisores. Si antes pagar publicidad garantizaba mensajes afines, hoy es imperativo que la información que genera el Estado sea de interés para las audiencias y tenga valor periodístico. Porque una cosa es la transparencia, que no cuesta (para rendir cuentas basta incorporar toda actividad pública en las páginas de Internet,– lo cual es un gran logro y debiera ser una constante) y otra, que a los medios y al público le llamen la atención –y este último recuerd e– los mensajes oficiales.
En ese orden de ideas, las entidades públicas deben aprovechar que tienen el monopolio de una parte de la verdad: la correspondiente a la autoridad.
El sapo sin pedrada
Por lo pronto, ya está prohibido que la propaganda oficial incluya “nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”. Sobre el tema, también destaca la iniciativa de ley que regula la publicidad del Estado, presentada por el Senador Carlos Sotelo, quien propone que la norma asigne porcentajes fijos de publicidad para cada tipo de medio. Pero el verdadero reto sigue siendo que los comunicadores oficiales tengan claro cómo, cuándo y dónde comunicar.
En los medios –como en las instituciones públicas– hay un relevo generacional. En estos tiempos, la operación de un comunicador social se debe medir por su capacidad para generar información y divulgación oportuna y útil a audiencias precisas; para hacer campañas focalizadas con medios idóneos y para hacer más con menos, y no por el tamaño de la partida presupuestal con que cuente la institución a la que sirve.