Cuando la televisión era motejada como la “caja idiota” o “idiotizadora”, leí un artículo en Excélsior, del genial Alejo Carpentier. El autor de bellas novelas que eran como sinfonías perfectas y arquitecturas eclesiásticas, según críticos, nos alertaba: la pantalla chica transmitía cultura, sobre todo conciertos, presentaba museos, difundía países ignotos y culturas varias. No comentaba, en su texto, acerca de las aburridas conversaciones con escritores ni de la posibilidad de darle vuelo y altura al libro, esto último realizado ocasionalmente.
Tuve posibilidades, en los años 70, de colaborar en Canal 11 en las series Libros en imágenes y México y su economía, entre otras. En la segunda participé debido a que estudié en lo que hoy es la Facultad de Economía de la UNAM. Posteriormente, gracias a José Antonio Álvarez Lima, realicé la serie Después de la letra…;la palabra, tanto en Canal 7 y 13 (de ahí fue sacada del aire por el priísta Romeo Flores Caballero y por Julio Solórzano Foppa), así como en el 22 durante sus inicios.
Experiencias aparte: empecé a ver la televisión en mi colonia, la Guerrero, sobre todo los domingos. Erogaba 20 centavos en el departamento de Rosa nombre mágico, cuyo padre era tortero y ganaba buenos pesos. La reunión tenía, asimismo, otros propósitos: tocarle la falda y hasta la pierna a varias asistentes, ocasionalmente darle un beso a una de ellas y recibir manazos, pellizcos y uno que otro bofetón (saludos, maese Sabina).
Veíamos, entonces, Los intocables, algo que me hacía recordar los Días de radio (Woody en la memoria), cuando escuchaba a Carlos Lacroix, que ordenaba a su secretaria Margot disparar contra los hampones (cuestión realmente fuera de serie, pues no he leído jamás que un detective privado se apoye en su ayudante para herir o matar a los sospechosos). También pasaban en el Canal 2 una serie de guerra, cuyo nombre afortunadamente he olvidado.
Después no me perdía Domingos Herdez, con el relamido señor Labardini, aunque me encantaba la pareja de Héctor Lechuga y Chucho Salinas, sobre todo cuando éste la hacía de Juan Derecho y latigueaba a quien infringía la ley.
De aquellos años, como no traer a la memoria, Variedades de mediodía; “El Loco” Valdés diciendo: “mi familia, me voy a dormir”, y lo hizo durante varios minutos sin que le importara un bledo el público y menos “El Tigre” Azcárraga. Y llamando “Bomberito” Juárez al indio de Guelatao, lo que indignó a una secretaría de Gobernación atrasada y nacionalera.
Mágnum, que están repitiendo, era interesante por Hawai y sus bellezas de todo calibre. Hubo una excepcional, se llamaba -creo- Mac Guire. Un investigador científico era encerrado en varios lugares y salía de los mismos antes de atrapar al maloso, gracias a que, con lo que tenía a la mano, inventaba algún aparato para liberarse.
Veo televisión, además, porque descubrí que los presos políticos de 68 hablaban -en voz baja- de telenovelas. En Cuba, un día alguien me paró no con el fin de inquirir sobre Emiliano Zapata, sino para saber cómo terminaba un culebrón mexicano. Y en Chile, en marzo de 1973, el director de canal 13 de ese país me contó que Salvador Allende prohibió que se suspendiera Novia del aire porque la masa se sublevaría y hasta podría haber un golpe de Estado; ya sabemos qué pasó.
Televisa va en decadencia, como el país. Antes exportaba telenovelas a más de 80 países. Ahora importa, colombianas y de otras naciones. Algo que hizo tiempo atrás la televisión oficial, con resultados espléndidos: Café con aroma de mujer, et al.
Los Simpson, por ejemplo, no fueron aceptados por el entonces monopolio y cuando Imevisión la pasó, algunos burócratas querían suspenderla. Hoy es, todavía, la más popular en TV Azteca.
Se necesita, obvio, romper el duopolio. Asimismo, que la televisión sea pública y no oficialista. La necesidad de nuevas voces. La unión, en serio, de las televisoras estatales. Y la apertura, sobre todo a los jóvenes, quienes ante la falta de atención se han mudado a Internet.