La Ciudad de México oculta millones de historias en sus calles y colonias. Todos los días, a toda hora, se desarrollan las que podrían ser el inicio de la mejor novela jamás escrita.
Entre sus miles de edificios, la capital guarda memorias de otras épocas en las que dicen –siempre nos aferramos a la melancolía– todo era mejor, la vida era más sencilla y vivir era un juego que se iba aprendiendo con el tiempo.
Aunque cada colonia tiene sus cientos de historias particulares, en el Centro de la ciudad yacen, quizá, los más marcados remanentes de nuestro pasado, de nuestra mexicanidad discurrida en el tiempo entre conquistas, revoluciones y sucesos cotidianos que van dejando nuestra huella en la historia. No obstante, ante la gentrificación, ante el multiculturalismo, frente al avance del mercado voraz que transforma cada milímetro de espacio público en un lugar para vender planes de telefonía celular, las huellas de nuestro pasado se encuentran cada vez más ocultas, nuestras tradiciones huyen del progreso citadino y es más difícil hallar un poco de lo que antaño se encontraba a la vuelta de la esquina.
Un ejemplo de ello son las vecindades, pequeños terrenos en donde yacían una decena de departamentos que, por la construcción del edificio, parecían sólo cuartos dentro de una misma casa. Y así funcionaba: los niños en el patio jugaban canicas o trompo, las señoras amas de casa, resignadas a enfrentar su vida de casadas, pasaban sus horas en el lavadero vigilando la vida de cada uno de los inquilinos, cuando no estaban preparando la comida para su familia. La fiesta de un pequeño se volvía la fiesta de toda la vecindad, como si todos fueran sus primos, sus abuelos, sus tíos. Pero todo esto quedó en el pasado, se ha rezagado entre las miles de tiendas que hoy abarrotan el centro de una oferta que a veces parece que supera la demanda.
Según datos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), las primeras vecindades se ubican a finales del siglo XVIII, principalmente en el centro de la ciudad. La calle de Mesones, que otrora fuera lugar de descanso para virreyes y la clase acomodada de la colonia, se volvió desde principios del siglo XX en el lugar icónico donde se encontraban las vecindades habitadas por personas de la clase trabajadora, con ingresos bajos y fijos, que sólo podían acceder a una renta congelada y barata como la de una vecindad.
Ahora, uno puede recorrer toda la calle de Mesones y no encuentra más que una repetición obsesiva de tiendas de papelería y materiales escolares, localiza viejas vecindades transformadas en minicentros comerciales. Antes del cruce de Mesones y José María, hay un pequeño puesto de películas piratas colocado justo a un lado de un viejo portón de madera. A lo lejos, se aprecia un amplio patio vacío adornado por ropa colgada esperando un rayo de sol.
“Fue en un cabaret, donde te encontré, bailaaando…”, suena en un concierto de la Santanera que oferta la señora Lety por 10 pesos. Uno puede entrar sin ningún problema, y sin que doña Lety le ponga un pero, como si todos los transeúntes curiosos que pasan por ahí tuvieran un sitio en alguna de las mesas de los por lo menos 20 departamentos que hay en la vecindad.
El silencio que se escucha justo en medio del patio abruma. Pareciera que la Santanera baja el volumen de la música para que uno aprecie los vestigios, las paredes coartadas, las tuberías mohosas, el óxido, mientras hondean las playeras y los pantalones recién lavados. Una Virgen de Guadalupe custodia la entrada cobijada con luces rojas y verdes de navidad. De repente, en uno de los edificios, suena una canción de reguetón. Tras ubicar el departamento, uno toca insistente la puerta en los intervalos del cambio de canciones (que parecen una repetición constante de la misma melodía):
-Hola. Me llamo Mariano Yberry, soy report…
-¿Reportero? –me contesta un joven delgado, moreno, con tatuajes en todo el brazo izquierdo, que carga un bebé que sólo lleva pañales.
-Sí. Estoy haciendo un reportaje sobre vecindades. ¿Tú vives aquí?
-¿Para qué quieres saber?
-Bueno, quisiera que me contaras un poco de tu vida cotidiana.
-¿Para?
-Para hacer una crónica.
-¿Una qué? –me responde ya alzando un poco la voz, desesperado por no lograr ver mis “verdaderas intenciones”.
-Digamos, que es un relato pero basado en la realidad.
-Ah.
-¿Puedo hacerte unas preguntas?
-No. No estén chingando –nos grita a mi acompañante y a mí, para cerrar su diálogo con un azotón de puerta.
Lo único que me llevo de ahí es el olor de un guisado preparándose en la olla exprés, una especie de caldo con carne que no está bien sazonado. Me llevo, además, la imagen de una señora acalorada, que usa un mandil blanco mientras pelaba chícharos o ejotes en una mesa con un mantel azul, sucio, y que observaba por detrás del joven tatuado, con curiosidad y miedo.
Cuando salimos del lugar, doña Lety me pregunta qué andamos haciendo. Simplemente le dije que quería platicar con alguien que viviera allí. Se ríe. Dice que mejor vayamos a otro lado porque a ella, aunque lleva más de 10 años con el puesto en la puerta, ni siquiera la saludan.
Sé que doña Lety me miente. Sé perfectamente que ella vive ahí. Pero prefiere seguir ofertando conciertos para los melancólicos de ocasión.
Seguimos por República de Uruguay, bajamos hasta el anillo de Circunvalación y nada. Si no es un puesto de tacos de canasta o un puesto de telas, uno se encuentra con puertas cerradas y entabladas.
Nos movemos a Manzanares, y a unos pasos de la esquina con Circunvalación, dos jóvenes delgados, morenos, con pantalón de mezclilla holgado y deslavado, con camisetas sin mangas, juegan poliana en la banqueta mientras beben cerveza. Estos jóvenes, que hoy catalogamos como chacas, parecen lanzar los escandalosos dados en un punto al azar. Pero es claro que están parados en un lugar específico de la calle para realizar una labor.
Frente a ellos, hay una pequeña entrada donde hay dos hombres sentados escuchando reguetón y una chica inhalando solvente (moneando, para el lector conocedor). Al fondo hay una vecindad. Con tan sólo virar a la derecha para quedar de frente a la entrada, los dos hombres se levantan como siguiendo la orden de algún superior.
-¿A dónde me llevas, carnal? –me contesta uno de los fornidos morenos que me impiden pasar, mientras se acerca a mí alejándome de la entrada.
-Namás quiero echar un ojo adentro, para una tarea. ¿Se podrá? –al terminar de formular la pregunta, ya no escucho los dados de los jóvenes que hace unos segundos jugaban detrás de mí.
-Híjole, carnalito, yo creo que no se va a poder. ¿Por qué andas de mirón?
-Por una tarea, hermano. Nomás quiero ver.
-Pos nomás no vas a poder, hijo. Y mejor llégale, carnal. Vete a hacer la “tarea” en otro lado.
-¿Así de plano?
-¡Ah! ¿Te vas a poner de verguero, mi’jo?
-Tranquilo, carnal, ya me fui.
Nos alejamos mientras la mirada de los jóvenes nos sigue. Al llegar a la siguiente cuadra, volteamos para ver si nos seguían. Pero no. Sólo observan cómo nos alejamos.
Las vecindades en las que otrora se cocinaban deliciosos frijoles para una familia de por lo menos ocho personas, hoy son almacenes de marihuana y metanfetamina. Así se aprecia en Tepito también. Uno no puede llegar solo, sino que debe ir con alguien que ya ha sido cliente (una red de clientes tejidas a voces, casi por invitación, que no deja de aumentar) por lo que recurro a mi amigo “El Tololoche”, un joven que supo canalizar su frustración por no ser el mejor bajista del mundo, en la comida.
Llegamos al Barrio Bravo, y para no afectar al compa, diré que llegamos a la entrada de una vecindad con portón verde ubicada en algún punto en el perímetro delimitado por Peralvillo y Tenochtitlan, Peñón y Matamoros. Al cruzar el portón, dos chacas fumando tabaco nos bolsean. “Tranquilo, papi, usted flojito. ¿O qué? ¿Se le arruga la verruga? ¿Te vas a enamorar de mí si te aprieto los huevitos?”, me dice mientras me hace la revisión más exhaustiva de mi vida.
Subimos al segundo piso, al departamento 203. En los pasillos se escucha un murmullo como quien va al tianguis en domingo, mezclado con –el ya imprescindible– reguetón y las televisiones trasmitiendo el futbol, las luchas o “Vecinos”. Para llegar al 203, se requiere pasar por frente de otros dos departamentos cuyas puertas están abiertas y permiten ver lo diminuto de las piezas. En uno de ellos hay miles de celulares y un joven con una computadora tratando de flexear un Samsung que, segundos atrás, no dejaba de sonar. El segundo departamento está repleto de computadoras perfectamente ordenadas resguardadas por un señor de bigote canoso que se devora un pollo rostizado: los frijoles y la salsa Valentina se escurren por sus dedos y por los chiles jalapeños que inundan una telera.
Llegamos al 203. Nos abre la puerta un moreno con los ojos rojos. Al fondo (dos o tres pasos), una chica inhala solvente, sentada detrás de una mesa cuadrada, sin darse cuenta que se le está cayendo la blusa y está a nada de exhibir sus senos tatuados. Al voltear a la derecha se ve una minisala contigua a la cocina en donde están exhibidos por lo menos cien frascos de cristal repletos de marihuana de diferentes texturas y tamaños. Están ahí a la vista de todos, como una dulcería pensada para yonkis.
-Quihubo, mi Tololoche. Ya me andas chacaleando, ¿qué no? –le dice un jovenzuelo vestido con una playera negra, que lleva colgada un enorme collar que parece oro, mientras le da un trago a su caguama de Tecate.
-No ma, ¿qué pedo? Si quieres me voy, papá –le responde mi acompañante, mi yonki de confianza que por lo menos viene a Tepito una vez a la semana por algo así como dos onzas de mota.
-Uy, ¿se va a poner de reina? Ni a mi vieja se las pasó, compa. ¿Qué no, mi buen? –me dice, invitándome a hacerle segunda–. ¿Y tú qué pedo? ¿Quién eres? ¿Por qué tan nervioso?
-No, carnal, yo aquí nomás viendo cómo romancea mi carnal –le digo.
-Ja, ja, ja. Pos sí. Si el Tololoche es reputo, ¿qué no? Se ve que la chupa bien rico, ¿qué no? Ja, ja, ja. Pero usted no se me ponga tenso. Si usté es carnal del Tololoche, aquí sin pedo, eh, aquí sin pedos. A mí me gusta cuidar a mi clientela, ¿qué no?
-A huevo –dice el Tololoche, mientras me da una palmada en la espalda.
-Oye, y ahora sí traes buen material o nel –le increpa el Tololoche–. Porque la vez pasada me vendiste una muy eriza, culero. No quiero quedar mal acá con mi compa.
-Ja, ja, ja. ¡Chingas a tu reputamadre! Si yo nunca fallo. Quién sabe a quién le habrás comprado, ‘jo.
-¿Ya te pusiste celosa? Mejor dame un beso.
-Ja, ja, ja. ¿Ya ves que es reputo el Tololoche? –me dice.
Algo así sucede durante cinco minutos, se repite el diálogo y nadie menciona transacción alguna hasta que
el vendedor le dice que le acaba de llegar una que te pone bien atrás y con un monchis de miedo, “calada y garantizada”.
Para que no haya falla, se forja un pequeño porro en menos de un minuto y lo rola a la derecha, cual debe. No es precisamente la mejor mota del mundo, pero tampoco es la panteonera de CU, y aunque regañona, el jalón deja un rico sabor amargo.
-¿Quihubo, putito? ¿A poco no está vergas?
-No. Sí rifa. ¿De a cómo?
-Un ciego por media onza.
-‘seas mamón. Si no me la vas a chupar.
-El bisne es el bisne.
-Hijo de puta… Pus vas. Dame la onza.
-¿Dónde te la doy?
-Ahí vas de pinche puto. Pinche puto, we, no mames. Mi compa ya no va a venir.
-Ja, ja, ja. Pinche Tololoche puto.
Nos vamos de ahí, no sin antes guardar el producto entre los huevos. Al salir, dos policías pasan y saludan a los chacas de la puerta y se van a la siguiente esquina.
-¿Y ese wey nomás arma weed? –le digo al Tololoche.
-Nel. Ese wey te arma de todo: cuadro, perico, opio, heroína. Lo que quieras.
-¿Y cómo llegaste ahí?
-Por mí carnal.
-¿Y tu carnal como supo de él?
-Pus así ja, ja, ja. ¿Por qué tantas preguntas? –me dice aunque sabe perfectamente por qué.
Pero volvamos a Manzanares, donde quizá con el Tololoche habríamos podido entrar sin problema alguno.
Nos dirigimos a Alhóndiga, donde empieza un enorme tianguis que irá desapareciendo hasta llegar a Lecumberri.
Empezando desde Manzanares, en Alhóndiga, hay un comediante que habla de las mujeres que se han vuelto huevonas para cocinar; un gordo barbudo que con un micrófono de diadema hace una especie de rutina cómica para las 30 personas que se acercan a escucharlo. La mayoría son insultos machistas contra las mujeres de ahora que ya no dedican su tiempo a atender a su marido; que prefieren “mal alimentarlo” con salsas compradas en la tortillería y frijoles de lata.
En medio de la plaza Roldán, inicia el viacrucis por un enorme tianguis donde, en su mayoría, hay ropa de fayuca: agujetas, pantalones, blusas, calzones, shorts, playeras, lentes y zapatos. Tres pantalones de mezclilla para “la vieja buenona” por 100 pesos, justo a un lado del tercer puesto de tepache que encontramos desde que doblamos en Alhóndiga.
Al cruzar Soledad, la calle se vuelve La Santísima. Y no hace falta mejor presentación que una enorme estatua de La Santa Muerte justo en medio de la calle para dividirla en dos carrilles delimitados por los propios puestos ambulantes. Prácticamente la mercancía es la misma pero el movimiento es mayor, más gente camina por ahí: mujeres con cinco bolsas negras que acomodan de tal forma que pueden seguir empujando la carriola de plástico de un bebé acalorado que se embarra la cara y la ropa con una paleta de limón; parejas de amigas probándose blusas para el galán (“ay, es que no me quiero ver como la puta de Cristina. Pinche vieja puta, we”); adultos que llevan a sus hijos para que aprendan el arte de calar un buen cinturón de fayuca, mientras las esposas/madres buscan lo mejorcito entre la ropa interior, colocada en el suelo y separada únicamente por una bolsa de basura.
Así uno sigue hasta Lecumberri. Al dar vuelta a la izquierda, una manzana después, la calle se convierte en República de Colombia. Aquí, el peatón toma la calle y si algún carro (en su mayoría taxis) llega a pasar, tendrá que respetar la nueva ley: en la calle son prioridad los puestos (de zapatos y juguetes) y los clientes, sin olvidar, claro, a los comerciantes y a los diableros que, con precisión matemática, se deslizan entre el gentío sin dañar a un posible cliente.
Entre República de Argentina y calle del Carmen, hallamos tres vecindades. La primera de ellas expide un penetrante olor a suela de zapato. Al entrar, el pasillo se divide en dos; por la derecha una escalera que lleva al segundo piso y por el lado izquierdo se extiende el pasillo a lo largo para llevar a un pequeño patiecito donde juegan unos niños con una pelota medio ponchada.
Sale mucho ruido de los departamentos que se extienden a lo largo. Justo cruzando el portón, hay un letrero: “No invadas esta aria (después sobrepusieron la e) es sona de descarga” (sic). De los departamentos entran y salen hombres dando instrucciones, cargando cajas, como si fuera una fábrica.
Al penetrar en la vecindad, uno se percata que en la entrada de cada departamento hay una especie de secretaria llevando un inventario del producto. Cuando se dan cuenta que dos desconocidos van entrando se quedan en silencio y se asoman a ver hasta donde llegamos. Los niños se esconden de inmediato. Del fondo, como si oyera nuestros pasos, sale un hombre de unos 40 años, pelón, blanco, con un overol de mezclilla y una playera gris.
-¿Qué buscan? –nos espeta.
-Nada. Estamos viendo. ¿Trabaja aquí?
-Vivimos y trabajamos aquí. ¿Por qué?
-Quiero hacerle unas preguntas sobre la vecindad en la que vive.
-Pus vendemos zapatos y le chingamos diario. ¿Algo más?
-Sí. Primero, ¿cómo se llama?
-¿Para qué tanta pregunta?
-Soy periodista y estoy trabajando un reportaje.
-¿Periodista? ¿Tan chavito?
-En algún momento hay que empezar. Le muestro mi identificación y un ejemplar de la revista donde trabajo, si quiere.
-No hace falta. Mejor ya váyanse. Aquí no van a encontrar lo que buscan.
-¿Cómo sabe lo que buscamos?
-¿Perdón? –me dice en una reacción de enojo.
-Tómelo como una charla.
-Adiós.
Salimos vigilados por los ojos de prácticamente todos los que están adentro de los departamentos. El pelón de overol literalmente nos sigue hasta la puerta hasta que nos vamos. Unos metros más adelante, otro puesto de películas pirata frente a la entrada de una vecindad. Esta vez es Armando Manzanero quien nos da la bienvenida.
Al terminar el portón, uno encuentra unas escaleras de piedra colocadas justo en medio de lo que parece ser el patio de la vecindad. El rojo ladrillo le da un tono cálido al lugar. Al fondo, música de reguetón y cuando tratamos de llegar al departamento, un hombre de unos 30 años, subido en una motoneta blanca, preparado para salir, nos impide el paso. Nos salimos del pasillo para que el habitante, con evidente prisa, pueda salir. En tanto tomamos fotos.
-Oye, ¿y eso para qué es o qué? –nos pregunta, mientras mete el celular en el casco para que le quede justo en la oreja izquierda, una especie de manos libre improvisados.
Dada la reciente experiencia, cambio la estrategia: somos estudiantes de antropología social, del cuatro semestre de la ENAH:
-¿A poco sí en la ENAH? –nos cuestiona escéptico.
-Sí, es una especie de investigación de campo.
-Ah, mira. Pues ahí me dejan sus datos, ¿no? Me llamo Jorge y estudio Derecho, para ser abogado. Y luego necesito como clases de historia.
-Claro, Jorge. ¿Llevas mucha prisa? Quisiera hacerte unas preguntas.
-Mejor al ratito que vuelva. Ya voy tarde. Pero pásame tu número.
Acto seguido, arranca. Extraña forma de pedir los datos de una persona.
Salimos y del otro lado de la calle, una nueva vecindad. El portón de madera vieja y podrida debe ser de por los menos 2.5 metros de altura. Al entrar se ve un enorme patio vacío, con escaleras que permiten llegar a los dos pisos de la vecindad. Dos niños lanzan una pelota desde el segundo piso, hasta que nos ven entrar y se van a esconder. Del lado derecho, un hombre gordo y barbón devora lo que parece pollo con pipián; no se quita ni la faja para comer.
Cuando nos acercamos y le decimos nuestra intención, nos da el cortón arguyendo que tiene prohibido hablar con alguien, que hay que esperar a la dueña, quien no tiene hora de llegada, ni teléfono ni nombre (o por lo menos dice que no se acuerda).
A mi acompañante le debo un pulque por la caminata. Procedemos a ir a Garibaldi a empinarnos un litro de curado de fresa. Hace calor. Es un sábado soleado y la plaza luce vacía, pocos mariachis cantando para una que otra pareja que come tacos. En el museo del Tequila, una familia de gringos se toman un caballito totalmente aburridos escuchando una canción de José Alfredo. El joven turista de unos 13 años está deseando morirse, porque mientras sus amigos están en Ibiza en una fiesta de música electrónica, él escucha a cuatro regordetes disfrazados cantando algo así como “Por la lejana montaña, va cabalgando un jinete”. Su padre finge que disfruta, pero por dentro forzosamente está pensando si ésta es la mítica Plaza de Garibaldi que ha sido inmortalizada en crónicas, reportajes y películas. Su esposa parece más divertida viendo los comentarios que le ponen en Facebook que escuchando lo que canta el mariachi.
Qué ganas de decirles que si quieren conocer el verdadero espíritu de Garibaldi deben venir de noche y al lugar más corriente que encuentren. Ahí radica la verdadera esencia. Aunque, tristemente, uno también tendría que aceptar que las cosas cambian y que en tiempos más venturosos, cualquiera llegaba a la Plaza con lo que pudiera comprar y tomar, en una especie de fiesta comunal con borrachos desconocidos, donde cada noche se arruinaban gargantas cantando a Juan Gabriel, Vicente Fernández, José Alfredo Jiménez y cuanto se le ocurra.
El tiempo no pasa en balde en la Ciudad de México. Las grandes historias y tradiciones aún están ocultas por ahí, a pesar de la modernización, a pesar de la gentrificación; aunque las cosas vayan cambiando, ahí se esconde este México de siglo XXI en donde dos borrachitos escuchan la magia del mariachi, su capacidad de revivir los recuerdos dolorosos, mientras en silencio beben un curado. Ahora vemos caer la tarde frente a la Plaza Garbaldi mientras unos mariachis cantan: “México, lindo y querido / si muero lejos de ti”.