Cada tercer día era la cita, se veían exactamente a la hora convenida. Mariana siempre tenía un nudo en el estómago cuando veía el punto azul que la esperaba. Se regocijaba con los ojos de venado del príncipe de sus sueños, quien enseñaba su musculatura en la foto de su perfil.
Nunca le gustaron las cursilerías, pero tampoco la habían tratado de esa forma: flores por la mañana en el muro y música que se dedicaban en el transcurso de pláticas maratónicas en el chat. Sus dedos corrían sobre el teclado con la misma avidez con que lo harían sobre el cuerpo bronceado del sujeto de sus deseos.
Después de las típicas preguntas (¿Qué música te gusta? ¿Dónde estudias? ¿Qué piensas del amor?), pasaron a los me gustas, eres especial, te quiero, siempre quise conocer a alguien como tú. Ella suspiraba, profundo; buscaba la manera de arrancarse la piel y regalársela a su amor, para que la sintiera y oliera cuantas veces quisiera.
Ésa fue una figura que él utilizó.
-Mujer de cabellera con anocheceres eternos, de aroma sabor misterio, sombra lejana que solo se acompaña del sol, dichoso el astro rey que te toca. Regálame tu piel, quiero vestirme en ella, contar los poros que me ocultas y cubrirme del frío que provoca tu ausencia.
Memorizó las palabras, las recitaba cuando nadie la veía. Continuamente se declaraban su amor incondicional, ella y él, él y ella, sin orden. Sus muros chorreaban miel, tanta, que los amigos se alejaron. Eso ya resultaba pegajoso. Pero ella vivía en un estado de ensoñación. A veces se ruborizaba cuando él comenzó a chatearle, sin rodeos olorosos a rosas, que estaba ávido de su cuerpo.
-Tengo hambre de ti, nena. Necesito probar cada centímetro de tu piel, empaparme la cara de tus fluidos. ¡Quiero comerte enterita!
Ella contestaba de inmediato, sin pensar.
-¡Devórame, amor mío, sabes que soy tuya y haré lo que quieras para complacerte!
-¿De veras, princesa? Mira que me gustan las emociones fuertes.
-Y a mí me gusta lo que a ti te guste, mi vida.
-¡Déjame verte por la cámara, necesito ver tu cara, tu cuello, tus senos, hermosa! Quiero solazarme con tu belleza, con lo que yo sé que solo es mío aunque tanto cabrón te siga. Cuando él le hacía esa clase de peticiones, tenía miedo de mostrarse, siempre postergaba el encuentro. Era una quinceañera solitaria y tímida.
-No puedo, mi amor. Mis padres no me dejan tener cámara, un día de estos compro una a escondidas y te doy la sorpresa. Pero mira, ya subí otra foto y tú sabes que solo es para ti, que los demás no me importan.
La imagen mostraba a una muñeca de porcelana de figura exuberante, cabello negro, largo, piel clara, facciones finas.
Sus senos querían salirse desde esa típica selfie donde las niñas siempre paran la trompita.
Esos encuentros duraron cuatro meses. Ella vivía para la genuina sangre azul de ese caballero extraviado.
Era de madrugada, un encuentro más. Mariana esperaba ansiosa, con los brazos cruzados, la cabeza recargada en la silla. El punto azul apareció, sintió un vuelco en el estómago.
Esta vez aceptó una llamada telefónica. La voz era dulce, solemne. No era un embustero, realmente la amaba.
-Oye, mi linda muñeca, creo que estamos listos para conocernos, ¿no crees? Estoy ansioso por saborearte. Me conoces y yo a ti, así que espero estés de acuerdo en… ¡tener ya nuestro primer encuentro!
No dudó ni tres segundos en aceptar, aunque estuvo a punto de negarse entre lágrimas que contuvo. Por fin se verían frente a frente.
-Tú dime en dónde y yo voy -contestó con un nudo apretado en la garganta.
Llegó el día, los dos se prepararon por su lado. La adolescente se arregló con manos temblorosas mientras repasaba, una y otra vez, lo que diría al darle la sorpresa cuando por fin su príncipe la viera.
Se sentó al borde de la cama, incrédula de lo que estaba por suceder, escuchaba Cuts You Up de Peter Murphy. Sabía que, al término de la canción, tendría que partir hacia su amado. Lo que estaba por venir tal vez sería muy doloroso. Sería la última vez que sufriría.
Lo vio de lejos. Era inconfundible, tal y como aparecía en las fotos: cabellos dorados, los ojos que desde lejos reflejaban el color azul de una mirada profunda que buscaba a su alrededor y observaba el reloj. Ella permanecía tras el arbusto, en espera del momento preciso para saltarle por la espalda.
Respiró profundo, dio tres pasos, retrocedió, se dio un golpe en la mejilla para tomar valor. Al fin caminó con la mirada fija, apretaba muy fuerte la bolsa contra su cuerpo y con un discreto carraspeo llamó su atención.
Por fin se miraron a los ojos directamente, ella con una sonrisa tímida, mientras él espetó:
-¿Tú quién eres? ¿Por qué no vino Mariana?
Así ametralló la poca seguridad que ella había conseguido en los diez pasos que dio hacia él.
Respondió:
-Perdón, mira, yo sé que te vas a enojar, pero yo soy la verdadera Mariana, mentí con mis fotos, quería que te enamoraras de mi interior, tuve el valor de venir para pedirte una oportunidad de conocerme. No tengo nada que ver con la mujer de la foto, pero soy exactamente la misma a quien le dedicaste tus horas, tus palabras, tu amor.
Él puso un gesto afable, tomó el rostro de aquella solitaria y robusta mujer entre sus manos, suspiró y le dijo al oído:
-¡Ay, gordita, estas muy fea para mis planes, te voy a decir algo para que te largues en este preciso momento, y saques tu bofo cuerpo de aquí antes de que me arrepienta! Pausadamente remató:
-No-me-sir-ves. Da gracias, aunque no lo creas, hoy es tu día de suerte.
Ella se quedó petrificada. Por un momento creyó que lograría convencerlo y hacer realidad las historias que veía repetidamente en películas, donde el hombre gallardo y guapo se enamoraba de la gordita simpática. En un acto de valor había decidido presentarse a la cita, desenmascararse.
Pero comprobó que los cuentos de hadas no existen.
Se quedó sola, expuesta en medio del parque, mientras él partió literalmente la plaza, con porte imponente. Era un hombre que se confundía con los rayos del sol, mientras ella se perdió entre la sombra, totalmente desapercibida.
Meses después se capturó a un probable asesino serial. Se pudo dar con su identidad a través de las redes que usaba para engañar a mujeres con las mismas características: cabello negro y largo, delgado, de piel estrictamente blanca. Le gustaba desollarlas vivas, para después alimentarse de su piel. Encontraron montículos de epidermis en un refrigerador industrial. De los cadáveres no se supo nada.
Antes de ser atrapado, la última publicación que hizo decía así: “Al enamorarte, aunque no lo creas, de tus poros sale miel, y cuando hierve tu piel emana olor a chocolate blanco”.
Se le dio el nombre de “El Príncipe Caníbal”.
Mariana nunca se enteró. Su amor perdido la había bloqueado casi instantáneamente. Pero la falsa fotografía que acompañaba su perfil se mantenía ahí. La misma mujer despampanante, en vestido rojo, piernas torneadas, mirada pícara. Nunca supo que su verdadera imagen la salvó de ser convertida en sopa.
Continuó publicando. Un día alguien la comprendería.
Estado: “Mi príncipe resultó ser sapo, no pierdo la esperanza de encontrar al indicado”.
Estado con foto: “Aquí, feliz con mis amigos que me apoyan después de terribles decepciones”.
Estado: “Vamos a romper un ratito la dieta, me encanta comer, pero hay que cuidar la figura”.
Reinaba la fachada repleta de dicha y satisfacción. Atrás del monitor, una hamburguesa a medio comer, un cuerpo voluptuoso que se desparramaba en la silla, el rostro pegado al monitor, mientras subía otra imagen de Mariana Valdati posando sensualmente para el nuevo álbum de fotos: Renovarse o morir.
Punto azul: “Hola, preciosa, espero aceptes conversar conmigo y podamos tener una amistad, si gustas, hasta algo más”.
Mariana Valdati compartió un estado: “Feliz, feliz, feliz.
Dándole otra oportunidad al amor”.
Se rompe el récord: 250 likes.