A estas alturas conozco a la gente. Sé que la mayoría no me creerá. Argüirá que fui presa de esa común alucinación infantil que brota de la necedad de no querer adecuarse a la realidad tal cual es. Que a fuerza de no admitir mis limitaciones humanas me he puesto a delirar como un niño. Que soy un fantoche vulgar y ridículo, un embaucador armado con fugas falsas e ilusorias. Pero no me siento agraviado por esas opiniones. Después de todo, resulta natural que tomen distancia de todo aquello que atenta contra sus dulces modelos de vida. Vaya si los comprendo: si yo estuviera en su lugar, también tomaría distancia de mí mismo. Pero estoy en mi lugar y debo conceder algún crédito a mi propia experiencia. Es lo mínimo que puedo hacer por mí mismo. Bueno, al menos de eso me trato de convencer para no sentirme tan perdido en esta caótica inestabilidad en la que, gracias al perplejo deseo que el Genio me cumplió, me ha tocado vivir.
Comenzó hace muchos años. Si apenas hoy lo cuento es porque temí me recluyeran en un manicomio. Pero ahora yano temo. Y no porque juzgue que no existe motivo para que me recluyan en un manicomio, sino porque ya no me importa si lo hacen. Parece que me sumo a ese orgulloso cinismo de moda que consiste en sostener que no me concierne la opinión que los demás se formen de mí, pero sólo lo parece. Cuando menos en el tiempo en que apareció el Genio no dejé de considerar con especial atención la manera como me veían los demás. ¿Era a sus ojos el mismo de siempre o era otro? Y cuando digo otro, no digo otro y el mismo, como le gustaba poetizar a Octavio Paz, sino efectivamente otro, positivamente otro, material y espiritualmente otro.
Tenía doce años, lo recuerdo con exactitud porque iba en sexto de primaria. Lejos de lo que se pudiera deducir por lo que voy a revelar, no era un niño solitario. Tampoco un niño raro. Al menos en apariencia, porque por dentro vaya si lo era. Cada que despertaba mi casa seguía siendo mi casa, el campo de enfrente donde jugábamos cáscaras de futbol seguía siendo el campo de enfrente donde jugábamos cáscaras de futbol, la calle seguía siendo la misma calle, el puente el mismo puente y la escuela, la escuela de siempre. Mi maestro Vasconcelos seguía siendo mi maestro Vasconcelos, mi compañera Bety, la misma Bety y Joel, mi amigo más cercano, no amanecía siendo otro, sino el mismo Joel de siempre. ¿Cómo era que las cosas y las personas mantenían su forma, seguían siendo lo que eran y no amanecían integrando otras cosas, otras personas? Esa persistencia se me antojaba increíble. Y no sólo increíble; también inútil e incomprensible. Lo extraño, para mí, era que las cosas y las personas amanecieran componiendo las mismas cosas y personas que el día anterior. Que no amanecieran bajo otra forma, encarnando algo diferente.
Sin ninguna dificultad podría presumir que un día desperté y todo amaneció componiendo algo diferente. Pero no fue así. La noche se me antojaba el acontecimiento ideal para que todo se transformara. Todo desaparecería en la oscuridad para aparecer integrando otra cosa bajo la luz del día siguiente. Pero no sucedió así. ¿En cierto sentido podría concluir que todo cambió porque cambió mi forma de concebir el mundo? Sí y no. Sí, porque la irrupción del Genio cambió, en efecto, mi forma de concebir el mundo. Y no podría decirlo porque fue el Genio quien hizo que todo viniera a ser una cosa distinta, no mi diferente forma de entender el mundo. O sí, pero para mí nada es igual sin el Genio y el deseo que me cumplió. Como que lo necesito para justificar los grandes vuelcos que ha dado mi vida. Para ahorrarme cualquier responsabilidad en la materia. Pero no sólo eso. También fue real. De otro modo no hubiera podido suceder lo que sucedió.
Aún me pregunto por qué un Genio y no un experimento científico y su correspondiente innovación tecnológica, como la actualidad exige. ¿Por qué un Genio y no un extraterrestre? ¿Por qué no un superhéroe o si se prefiere un supervillano? ¿Por qué no una droga alucinógena o un inevitable demagogo en búsqueda de su cómoda participación en el presupuesto público? No, nada de eso. Un Genio. Un pinche Genio. Pero debo aclarar que era un Genio singular. No venía tocado con turbante ni traía chalequito ni holgado pantalón blanco ni zapatillas brillantes y puntiagudas. De tenis, playera y pantalón de mezclilla, nadie hubiera imaginado que se trataba de un Genio. Si yo lo supe, fue porque me lo dijo. Mejor: porque me cumplió el deseo que le pedí. Porque los genios solo cumplen un deseo, no tres, como las anacrónicas leyendas difunden por allí. O al menos ese fue el caso de mi Genio.
El primero en dejar de ser quién era o, con mayor precisión, lo que era, para transformarse en otra cosa, fue Joel, mi mejor amigo. De pronto su nariz se convirtió en morro y sus brazos en alas; su torso creció como el de un gorila y su cabeza cobró la simpática forma de un huevo. Seguro su cerebro había crecido. Lástima: ya no lo podría dominar, mantenerlo bajo mi control, como hasta entonces lo había logrado. Ahora me vería obligado a ponerme más rudo e inteligente con él. Digo, si deseaba mantenerlo bajo mi supervisión. Luego la escuela cesó de presentar la forma de una escuela. Las paredes de los salones de clase renunciaron a ser paredes, el techo, techo y las ventas, ventanas. Las butacas y el pizarrón desparecieron. Todo se reorganizó y cobró la forma de un foro que parecía más espacio de juego que teatro al aire libre o circo. Pero el maestro Vasconcelos apareció bajo la espantable figura de Benito Mussolini y, en un espontáneo gesto de amistad, me sonrió. Cuando me percaté ya le había correspondido con una sonrisa complacida. Entonces Bety se transformó en ave y voló lejos de mí, tal y como si le disgustara tener a un fascista dominante y controlador a su lado. Molesto y desconcertado, caminé de regreso a casa, pero donde antes había estado mi casa había solo un oscuro agujero en una fría y elevada montaña. Si en ese momento hubiera encontrado al Genio, sin duda me hubiera convertido en asesino. Pero no apareció y a los tres meses el hechizo se disolvió, pero las cosas no volvieron a la normalidad. O volvieron, pero al mismo tiempo no volvieron. Joel siguió bajo mi égida, pero no con la misma constancia que antes. De súbito le salían el morro y las alas, le crecía la cabeza y emprendía el vuelo sin avisarme adónde iba, ni por qué, hasta que un buen día dejé de saber de él. A Bety no la volví a ver jamás y, tras pelearme a muerte con el profesor Vasconcelos, quien nunca perdió la figura de Benito Mussolini, decidí viajar. A la fecha el mundo sigue siendo un espacio de formas inestables, a veces prevalece el caos sobre el orden, a veces al revés, pero todo lo que existe, personas y cosas, ora son de una forma, ora de otra, radical, efectiva, positivamente distinta a lo que suelen ser. Supongo que a mí me sucede lo mismo, pero me complace pensar que no. Y me desvelo, me manipulo como a una criatura de plastilina para que los otros crean que conservo una identidad en la que realmente puedan confiar.